Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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oscuras aberturas próximas a mí eran muy bajas y estaban tapadas por las arenas; pero limpié una de ellas con la pala y me introduje a gachas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que hubiese. Una vez en el interior, vi que la caverna era en efecto un templo, y descubrí claros signos de la raza que había vivido y practicado su religión antes de que el desierto fuese desierto. No faltaban altares primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía frescos ni esculturas, había muchas piedras extrañas, claramente talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy extraña la baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía estar de rodillas; pero el recinto era tan grande que la antorcha revelaba una parte solamente. Algunos de los últimos rincones me producían miedo; ya que determinados altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza repugnante e inexplicable que hicieron que me preguntase qué clase de hombres podían haber construido y frecuentado semejante templo. Cuando hube visto todo lo que contenía el lugar, salí gateando otra vez, ansioso por averiguar lo que pudieran revelarme los templos.

      La noche se estaba acercando; pero las cosas tangibles que había visto hacían que mi curiosidad fuese más fuerte que mi temor, y no huí de las largas sombras lunares que me habían intimidado la primera vez que vi la ciudad sin nombre. En el crepúsculo, limpié otra abertura; y encendiendo una nueva antorcha me introduje a rastras por ella, y descubrí más piedras y símbolos enigmáticos; pero todo era tan vago como en el otro templo. El recinto era igual de bajo, aunque bastante menos amplio, y terminaba en un estrecho pasadizo en el que había oscuros y misteriosos nichos. Y me encontraba examinando estos nichos cuando el ruido del viento y mi camello turbaron la paz, y me hicieron salir a ver qué había asustado al animal.

      La luna brillaba intensamente sobre las ruinas primitivas, iluminando una densa nube de arena que parecía producida por un viento fuerte, aunque decreciente, que soplaba desde algún lugar del acantilado que tenía ante mí. Sabía que era este viento frío y arenoso lo que había asustado al camello, y estaba a punto de llevarlo a un lugar más protegido, cuando alcé los ojos por casualidad y vi que no soplaba viento alguno en lo alto del acantilado. Esto me dejó asombrado, y me produjo miedo otra vez; pero inmediatamente recordé los vientos locales y súbitos que había observado anteriormente durante el amanecer y el crepúsculo, y pensé que era algo normal. Supuse que provenía de alguna grieta de la roca que comunicaba con alguna cueva, y me puse a observar el remolino de arena a fin de localizar su origen; no tardé en descubrir que salía de un orificio negro de un templo bastante más al sur de donde yo estaba, casi fuera de mi vista. Eché a andar contra la nube sofocante de arena, en dirección a ese templo, y al acercarme descubrí que era más grande que los demás, y que su entrada estaba bastante menos obstruida por arena endurecida. Habría entrado, de no ser por la terrible fuerza de aquel viento frío que casi apagaba mi antorcha. Brotaba furioso por la oscura puerta suspirando misteriosamente mientras agitaba la arena y la esparcía por entre las ruinas espectrales. Poco después empezó a amainar, y la arena se fue calmando poco a poco, hasta que finalmente todo quedó inmóvil otra vez; pero una presencia parecía acechar entre las piedras fantasmales de la ciudad, y cuando alcé los ojos hacia la luna, me pareció que temblaba como si se reflejara en la superficie de unas aguas trémulas. Me sentía más asustado de lo que podía explicarme, aunque no lo bastante como para reprimir mi sed de milagros; así que tan pronto como el viento se calmó, crucé el umbral y me introduje en el oscuro recinto de donde había brotado el viento.

      Este templo, como había deducido desde el exterior, era el más grande de cuantos había visitado hasta el momento; probablemente era una cueva natural, ya que lo recorrían vientos que procedían de alguna región interior. Aquí podía estar completamente de pie; pero vi que las piedras y los altares eran tan bajos como los de los otros templos. En los muros y en el techo observé por vez primera rastros del arte pictórico de la antigua raza, curiosas rayas onduladas hechas con una pintura que casi se había borrado o descascarillado; y en dos de los altares vi con creciente agitación un laberinto de relieves curvilíneos bastante bien trazados. Al alzar en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era quizá demasiado regular para que fuese natural, y me pregunté qué prehistóricos escultores habrían trabajado en este lugar. Su habilidad técnica debió de ser descomunal.

      Luego, un súbito fogonazo de la caprichosa antorcha me reveló lo que había estado buscando: el acceso a aquellos abismos más remotos de los que había brotado el viento inesperado; sentí un desvanecimiento al descubrir que se trataba de una puerta pequeña, artificial, labrada en la roca sólida. Metí la antorcha por ella, y vi un túnel negro de techo bajo y abovedado que se curvaba sobre un tramo descendente de burdos escalones, muy pequeños, numerosos y empinados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a saber lo que significaban. En aquel momento no sabía si considerarlos peldaños o únicamente apoyos para salvar una pendiente demasiado pronunciada. La cabeza me daba vueltas, agobiada por locos pensamientos, y parecieron llegarme flotando las palabras y advertencias de los profetas árabes, a través del desierto, desde las tierras que los hombres conocen a la ciudad sin nombre que no se atreven a conocer. Pero nada más vacilé un momento, antes de cruzar el umbral y empezar a bajar con precaución por el empinado pasadizo, con los pies por delante, como por una escalera de mano.

      Solo en los terribles desvaríos del delirio o de la droga puede un hombre haber efectuado un descenso como el mío. El estrecho pasadizo bajaba interminable como un pozo terriblemente fantasmal, y la antorcha que yo sostenía por encima de mi cabeza no alcanzaba a iluminar las ignoradas profundidades hacia las que descendía. Perdí la noción de las horas y olvidé consultar mi reloj, aunque me asusté al pensar en la distancia que debía de estar recorriendo. Había giros y cambios de pendiente; una de las veces llegué a un corredor largo, bajo y horizontal, donde tuve que arrastrarme por el suelo rocoso con los pies por delante, sosteniendo la antorcha cuanto daba de sí la longitud de mi brazo. No había suficiente altura para permanecer de rodillas. Después, me encontré con otra escalera empinada, y seguí bajando sin descanso mientras mi antorcha se iba debilitando poco a poco, hasta que se apagó. Creo que no me di cuenta en ese instante, porque cuando lo noté, aún la sostenía por encima de mí como si me siguiera alumbrando. Me tenía completamente perturbado esa pasión por lo extraño y lo desconocido que me había convertido en un errante en la tierra y un frecuentador de lugares remotos, prohibidos y antiguos.

      En la oscuridad, me venían al pensamiento súbitos fragmentos de mi estimado tesoro de saber demoníaco: frases del árabe loco Alhazred, párrafos de las pesadillas apócrifas de Damascius, y sentencias infames del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía citas extrañas y musitaba cosas sobre Afrasiab y los demonios que bajaban flotando con él por el Oxus; más tarde, recité una y otra vez la frase de uno de los relatos de Lord Dunsany: «La sorda negrura del abismo». En un momento en que el descenso se volvió asombrosamente pronunciado, repetí con voz queda un pasaje de Tomás Moro, hasta que tuve miedo de recitarlo más:

      Un pozo de tinieblas negro

      tomo un caldero de brujas, lleno

      De drogas lunares en eclipse destiladas

      Al inclinarme a mirar si podía bajar el pie

      Por ese abismo, vi, abajo,

      Hasta donde alcanzaba la mirada,

      Negras paredes lisas como el cristal

      Recién acabadas de pulir,

      Y con esa negra pez que el Trono de la Muerte

      Derrama por sus bordes viscosos.

      El tiempo había cesado su existencia por completo cuando mis pies tocaron nuevamente un suelo horizontal, y llegué a un recinto algo más alto que los dos templos anteriores que, ahora, estaban a una distancia incalculable, por encima de mí. Ponerme de pie era casi imposible, pero podía enderezarme arrodillado; y en la oscuridad, me arrastré de

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