Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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lugar paleozoico y abismal objetos de cristal y madera pulimentada me produjo un escalofrío, dadas sus posibles implicaciones. Al parecer, los estuches estaban ordenados a lo largo del pasadizo a intervalos regulares, y eran elípticos y horizontales, espantosamente parecidos a ataúdes por su forma y tamaño. Cuando traté de mover un par, a fin de examinarlos, descubrí que estaban firmemente sujetos.

      Comprobé que el pasadizo era largo y seguí adelante con velocidad, emprendiendo una carrera a cuatro patas que habría parecido horrorosa de haber habido alguien observándome en la oscuridad; de vez en cuando me desplazaba a un lado y a otro para tocar mis alrededores y asegurarme de que los muros y las filas de estuches seguían todavía. El hombre está tan habituado a pensar visualmente que casi me olvidé de la oscuridad, representándome el interminable corredor monótonamente cubierto de madera y cristal como si lo viese. Y entonces, en un segundo de emoción indescriptible, lo vi.

      No sé exactamente cuándo lo imaginado se fundió con la realidad; pero surgió paulatinamente un resplandor delante de mí, y de repente me di cuenta de que veía los oscuros contornos del corredor y los estuches a causa de alguna desconocida fosforescencia subterránea. Durante un momento todo fue exactamente como yo lo había imaginado, ya que era muy débil la claridad; pero al avanzar maquinalmente hacia la luz cada vez más fuerte, descubrí que lo que yo había imaginado era muy débil. Esta sala no era una reliquia rudimentaria como los templos de arriba, sino un monumento de un arte de lo más exótico y magnífico. Ricos y vívidos y audazmente fantásticos dibujos y pinturas componían una decoración mural continua cuyas líneas y colores superarían toda descripción. Los estuches eran de una madera curiosamente dorada, con un frente de exquisito cristal, y contenían los cuerpos momificados de unas criaturas que superarían en grotesca fealdad los sueños más caóticos del hombre.

      No es posible dar una idea de estas monstruosidades. Era de naturaleza reptil con unos rasgos corporales que unas veces recordaban al cocodrilo, otras a la foca, pero más frecuentemente a seres que naturalistas y paleontólogos no han conocido nunca. Tenían más o menos el tamaño de un hombre bajo, y sus extremidades anteriores estaban dotadas de unas zarpas delicadas claramente parecidas a las manos y los dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, cuyo contorno transgredía todos los principios biológicos conocidos. No hay nada a lo que aquellas criaturas se puedan comparar con propiedad... vagamente, pensé en seres tan diversos como el gato, el perro dogo, el mítico sátiro y el hombre. Ni el propio Júpiter tuvo una frente tan enorme y protuberante; sin embargo, los cuernos, la carencia de nariz y la mandíbula de caimán, les situaba fuera de toda categoría establecida. Durante un momento dudé de la realidad de las momias, casi inclinándome a suponer que se trataba de ídolos artificiales; pero no tardé en convencerme de que eran efectivamente especies paleógenas que habían existido cuando la ciudad sin nombre estaba viva. Como para rematar el carácter grotesco de sus naturalezas, la mayoría estaban suntuosamente vestidas con tejidos costosos y lujosamente cargadas de adornos de oro, joyas y metales brillantes y desconocidos.

      La importancia de estas criaturas reptiles debió de ser inmensa, ya que estaban en primer plano, entre los extravagantes motivos de los frescos que decoraban las paredes y los techos. El artista las había retratado con inigualable habilidad en su propio mundo, en el cual tenían ciudades y jardines trazados según su tamaño; y no pude por menos de pensar que su historia representada era alegórica, revelando quizá el progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me decía, debían de ser para los habitantes de la ciudad sin nombre lo que fue la loba para Roma, o los animales totémicos para una tribu de indios.

      Siguiendo esta teoría, pude descifrar de manera rápida una épica asombrosa de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa metrópoli costera que gobernó el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y sus triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles de sus habitantes —representados aquí alegóricamente como reptiles grotescos— se vieron forzados a abrirse camino hacia abajo, excavando la roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían hablado sus profetas. Todo era misteriosamente realista y vívido; y su conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado era innegable. Incluso reconocía los pasadizos.

      Al avanzar por el corredor hacia la luz más brillante, vi nuevas etapas de la narración representada: la despedida de la raza que había habitado la ciudad sin nombre y el valle hacía unos diez millones de años; la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus cuerpos habían conocido durante tanto tiempo, en los que se habían asentado como nómadas durante la juventud de la tierra, tallando en la roca virgen aquellos santuarios en los que no habían dejado de practicar sus cultos religiosos. Ahora que había más luz, pude examinar las pinturas con más detalle; y recordando que los extraños reptiles debían de representar a los hombres desconocidos, pensé en las costumbres reinantes en la ciudad sin nombre. Había demasiadas cosas inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había llegado a alcanzar, al parecer, un grado superior al de aquellas otras inmensamente posteriores de Egipto y de Caldea; aunque noté omisiones curiosas. Por ejemplo, no pude descubrir ninguna representación de la muerte o de las costumbres funerarias, salvo en las escenas de guerra, de violencia o de plagas; así que me preguntaba por qué esta reserva respecto de la muerte natural. Era como si hubiesen guardado un ideal de inmortalidad como una esperanzadora ilusión.

      Más cerca del final del pasadizo había pintadas escenas de máxima extravagancia y exotismo: vistas de la ciudad sin nombre que ahora contrastaban por su vacío y su ruina creciente, y de un extraño y nuevo reino paradisíaco hacia el que la raza se había abierto camino con sus cinceles a través de la piedra. En estas imágenes, la ciudad y el valle desierto aparecían siempre a la luz de la luna, con un halo dorado flotando sobre los muros derruidos y medio revelando la espléndida perfección de los tiempos anteriores, fantasmalmente insinuada por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado excéntricas para que resultaran creíbles, retratando un mundo oculto de luz eterna, lleno de ciudades gloriosas y de montes y valles sublimes. Al final, me pareció ver signos de un declive artístico. Las pinturas se volvieron mucho más extrañas y menos hábiles, incluso más disparatadas que las primeras. Parecían reflejar una lenta decadencia de la antigua estirpe, a la vez que una creciente ferocidad hacia el mundo exterior del que les había arrojado el desierto. Las formas de las gentes —siempre simbolizadas por los reptiles sagrados— parecían ir extinguiéndose gradualmente, aunque su espíritu, al que mostraban flotando por encima de las ruinas bañadas por la luna, aumentaba en proporción. Unos sacerdotes flacos, representados como reptiles con atuendos ornamentales, maldecían el aire de la superficie y a cuantos seres lo respiraban; y en una terrible escena final se veía a un hombre de aspecto primitivo —quizás un pionero de la antigua Irem, la Ciudad de los Pilares—, en el momento de ser despedazado por los miembros de la raza anterior. Recuerdo el temor que la ciudad sin nombre inspiraba a los árabes, y me alegré de que más allá de este lugar, los muros grises y el techo estuviesen desprovistos de pinturas.

      Mientras contemplaba el desfile de la historia mural, me fui acercando al final del recinto de techo bajo, hasta que descubrí una entrada de la cual subía la luminosa fosforescencia. Me arrastré hasta ella, y dejé escapar un alarido de eterno asombro ante lo que había al otro lado; pues en lugar de descubrir nuevas cámaras más iluminadas, me asomé a un infinito vacío de uniforme resplandor, como supongo que se vería desde la cumbre del monte Everest, al contemplar un mar de neblina iluminada por el sol. Detrás de mí había un pasadizo tan angosto que no me permitía ponerme en pie; delante, tenía un infinito de subterráneo brillo.

      Del pasadizo al abismo descendía un empinado tramo de escaleras —de peldaños pequeños y numerosos, como los de los oscuros pasadizos que había recorrido—; aunque unos pies más abajo los ocultaban los vapores luminosos. Abatida contra el muro de la izquierda, había abierta una pesada puerta de bronce, decorada con fantásticos bajorrelieves e increíblemente gruesa, capaz de aislar todo el mundo interior de luz, si se

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