Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Mientras estaba tendido, con los ojos cerrados y pensando con libertad, me volvieron a la conciencia muchos detalles que había observado de pasada en los frescos con un significado nuevo y terrible; escenas que representaban la ciudad sin nombre en su esplendor, la vegetación del valle que la rodeaba, y las tierras distantes con las que sus mercaderes comerciaban. La iconografía de las criaturas reptantes me desconcertaba por su distinción universal, y me asombraba que permaneciese con tanta insistencia en una historia de tal importancia. En los frescos se representaba la ciudad sin nombre guardando la debida proporción con los reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus proporciones reales y su magnificencia, y medité un momento sobre determinadas peculiaridades que había notado en las ruinas. Me parecía extraña la poca altura de los templos primitivos y del corredor del subsuelo, tallado indudablemente por deferencia a las deidades reptiles que ellos adoraban; aunque, evidentemente, obligaban a los adoradores a reptar. Quizá los mismos ritos requerían esta imitación de las criaturas adoradas. Sin embargo, ninguna teoría religiosa podía explicar por qué los pasadizos horizontales que se intercalaban en ese espantoso descenso eran tan bajos como los templos... o más, puesto que no era posible permanecer siquiera de rodillas. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyos espantosos cuerpos momificados tenía tan cerca de mí, sentí un nuevo sobresalto de horror. Las asociaciones de la mente son siempre extrañas; y me empequeñecí ante la idea de que, salvo el pobre hombre primitivo despedazado de la última pintura, la mía era la única forma humana, en medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primitiva.
Pero en mi errante y extraña existencia, el asombro siempre se imponía a mis miedos; pues el abismo luminoso y lo que podía contener planteaban un problema valiosísimo para el más grande explorador. No había la menor duda de que al pie de aquella escalera de peldaños singularmente pequeños había un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí los vestigios humanos que las pinturas del corredor no me habían podido ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta región baja, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me esperaban.
Mis temores, en efecto, se relacionaban más con el pasado que con el futuro. Ni siquiera el terror físico de mi situación en aquel angosto corredor de reptiles muertos y frescos milenarios, millas por debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y brumas espectrales, podía compararse con el temor que sentía ante la antigüedad abismal del escenario y de su espíritu. Una antigüedad tan inmensa que empequeñecía todo cálculo parecía mirar de soslayo desde las rocas primordiales y los templos tallados de la ciudad sin nombre, mientras que los últimos mapas asombrosos de los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades geológicas ya que las pinturas se interrumpían, y la resentida y rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían hervido de vida; ahora, me encontraba solo entre estas reliquias, y temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas reliquias habían mantenido una vigilia abandonada y muda.
De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo horror que me asaltaba de vez en cuando desde que había visto el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la luna fría; y a pesar de mi cansancio, me sorprendí a mí mismo incorporándome frenéticamente, y mirando hacia el oscuro corredor, hacia los túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el mismo sentimiento que me había hecho abandonar la ciudad sin nombre por la noche, y que era tan inexplicable como urgente. Un momento después, sin embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido definido: el primero que quebraba el absoluto silencio de estas profundidades funerarias. Fue un gemido bajo, profundo, como de una multitud lejana de espíritus condenados; y provenía del lugar hacia donde yo miraba. El rumor fue creciendo velozmente, y no tardó en resonar de forma espantosa por el bajo pasadizo. Al mismo tiempo, tuve conciencia de una corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El contacto de ese viento pareció devolverme el equilibrio, porque en ese instante recordé las ráfagas súbitas que se levantaban en torno a la entrada del abismo en el amanecer y el crepúsculo, una de las cuales, efectivamente, me había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba poco para amanecer, así que me preparé para resistir la ventisca que regresaba a su caverna, del mismo modo que había salido al atardecer. Mi temor disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar las conjeturas sobre lo desconocido.
Cada vez entraba con más fuerza el aullante y quejumbroso viento nocturno, precipitándose en el abismo subterráneo. Me dejé caer boca abajo de nuevo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No me había esperado una furia semejante; y al darme cuenta de que, en efecto, me iba deslizando por el suelo hacia el abismo, me asaltaron miles de nuevos terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente despertó en mí increíbles figuraciones; una vez más me comparé, con un estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos demoníacos de los torbellinos parecían contener una furia vengativa tanto más fuerte cuanto que me sentía casi impotente. Cerca del final, creo que grité de pavor —casi enloquecido—; si fue así, mis gritos se perdieron en aquella babel infernal de aulladores espíritus. Traté de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida, pero no podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e inevitablemente hacia el mundo desconocido. Por último, se me debió de trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel inexplicable dístico del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:
«Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».
Solo los toscos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió de verdad; qué forcejeos y luchas sostuve en la oscuridad, o qué Abaddón me guió de nuevo a la vida, donde siempre habré de recordar, y estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido o algo peor me reclame. Fue inmenso, antinatural, monstruoso... muy lejos de cuanto el hombre pueda imaginar, salvo en las primeras horas silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del viento era infernal —cacodemoníaca—, y que sus voces eran horrorosas a causa de una perversidad reprimida durante una desolación eterna. Luego, estas voces, aunque delante de mí seguían siendo desordenadas, imaginó mi cerebro delirante que asumían forma articulada detrás; y allá en la tumba de unas antigüedades muertas hacía innumerables eras, leguas debajo del mundo diurno del ser humano, oí horribles gruñidos de demonios y maldiciones de extrañas lenguas. Al volverme, vi recortarse contra el vacío luminoso del abismo lo que no podía verse en la oscuridad del corredor: una horda horrenda de seres que se precipitaban, de distorsionados demonios semitransparentes por el odio, grotescamente vestidos, y pertenecientes a una raza que nadie habría podido confundir jamás: la de las criaturas reptiles de la ciudad sin nombre.
Cuando se detuvo la ventisca, me rodeó la negrura más absoluta del interior de la tierra; porque detrás de la última de las criaturas, la enorme puerta de bronce se cerró de golpe con un ensordecedor estruendo de música metálica cuyos ecos subieron hasta el mundo distante para saludar al sol que salía, como lo saluda Memnón desde las orillas del Nilo.
The Nameless City: escrito y publicado en 1921.
La música de Erich Zann34
He revisado con mucho cuidado varios planos de la ciudad, aunque no he vuelto a ver la Rue d’Auseil. No solo he revisado planos modernos, porque con el paso del tiempo los nombres cambian. Por eso, me he adentrado en las antigüedades del lugar y he verificado en persona