La vida es un arma. Gerardo Garay

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La vida es un arma - Gerardo Garay

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fue su «camino de Damasco», según expresión de Roa Bastos; fue allí donde maduró sus ideas y elaboró sus principales textos. «­Barrett se descubrió a sí mismo en el Paraguay», indica Irina Ráfols, al punto de que su identificación con esta tierra fue plena:

      «Paraguay y su miseria resuenan en él como un llamado urgente que termina por alejarlo de los círculos privilegiados que frecuentaba y lo empujan al corazón de una historia ajena al punto de hacerla propia. Quizá nadie como ­Barrett sintió en sus entrañas la historia del Paraguay. Quizá nadie fue tan paraguayo como este español».

      Como corresponsal del diario «El Tiempo» de Buenos Aires, llega a Paraguay en octubre de 1904 con el propósito de cubrir los sucesos de la guerra civil que estaba teniendo lugar. Se instala en el campamento revolucionario en la ciudad de Villeta, desde donde remite su primer escrito sobre el Paraguay. La revolución liberal triunfa, deponiendo al presidente colorado Juan Antonio Escurra y ­Barrett arriba a Asunción a fines de 1904, ya como miembro de las fuerzas revolucionarias. Bajo esta nueva condición, ocupa un cargo en la Oficina General de Estadística y posteriormente en el Ferrocarril, hasta 1906. Al parecer, discrepancias con los dirigentes de la empresa respecto del trato que brindaban a los trabajadores, precipitaron su renuncia.

      Este ambiente de conspiraciones, encarcelamientos, declaraciones de estado de sitio, inexistencia de un Poder judicial independiente, fue denunciado sistemáticamente por ­Barrett, que es encarcelado y luego deportado a Puerto Murtinho y a Corumbá (Brasil). Más tarde se refugiará en Montevideo, donde radicará por tres meses, para luego volver al Paraguay, confinándose en Yabebyry, Misiones. En este lugar denuncia las condiciones de miseria en las que vive la población, permaneciendo allí durante un año.

      Muy debilitado por la tuberculosis decide probar un tratamiento innovador en París; fracasado este intento, muere en Arcachón,Francia el 17 de diciembre de 1910 a la edad de treinta y cuatro años.

       Rasgos de su pensamiento filosófico

      Su modo de vivir itinerante tal vez haya incidido en la conformación de un pensamiento enmarcado en el ámbito dinámico de una «filosofía del cambio», en cierto «vitalismo». La vida ocupa el centro de su preocupación, su movilidad, inquieta, fluctuante, le confiere un carácter inaprensible, enfatizando más lo que escapa a las categorías racionales que el disfrute de asir la realidad en estructuras preconcebidas; «lo real es lo que vive», declara ­Barrett. En este punto, su pensamiento es deudor de la reacción antipositivista propia del modernismo: «[…] los hechos también son la noche. ¿Cómo restablecer la realidad física de un episodio social?», pregunta el autor. La razón no es más que una «pálida sombra de la vida», posee una fase creadora, pero también otra destructora; «no se explica la realidad sin asesinarla. Entre lo vivo y lo muerto no existe diferencia: ésta es la victoria de la filosofía positiva»; «¡Desvariados! De tanto mirar por el vidrio de vuestros microscopios y de vuestros telescopios tenéis la mirada de los difuntos».

      En el ensayo «Filosofía del altruismo», pretende explicitar cómo se «arraigan» sus juicios en un «substratum filosófico», y explicar en qué basa su concepción del altruismo, confiando en que la dilucidación de un caso particular sirva para alcanzar ideas más generales y abstractas, «el análisis de un caso particular es pretexto excelente para elevar la idea a una región superior en donde encontremos la clave de todos los problemas análogos». Para él, la fuente privilegiada de conocimiento humano está en la interioridad y un conocimiento de este tipo no puede aprenderse, es necesario descubrirlo. Generalmente estamos abocados a la acción, nos dice ­Barrett, y toda acción es «impropia» para comprender lo real, «si no nos poseemos, no poseemos nada, y los que no se poseen se mueren por palpar lo que es imposible poseer. Se posee lo que se es, y en cuanto se da». Esta concepción antropológica —de hondas repercusiones en el modo de entender el amor y la alteridad— es de marcada ascendencia cristiana; la «raíz estructural» de esta tradición que se remonta hasta Pablo de Tarso, pasando por Agustín de Hipona, podría sintetizarse en estos puntos: (1) Es más para el hombre el ser que el tener; (2) El más verdadero ser lo encuentra el hombre en el dar y en el darse, y éste es el decisivo descubrimiento que abre al ser humano al amor.

      Es necesario aquí hacer algunas precisiones y no llevar demasiado lejos esta comparación. Su concepción de la moral está lejos de las ideas de la tradición hebreo-cristiana en tanto obligación y sanción; en ­Barrett la moral es una creación y entrega radical que carece de un principio trascendente en el cual fundamente sus postulados. Esta idea moral de la entrega y de la labor creadora está apoyada en una concepción peculiar de la divinidad; «un Dios separado de su creación, ocioso y satisfecho, como el Vaticano lo exige, es algo repulsivo. Un Dios obrero no». Y más adelante declara: «[…] confieso libremente que no tengo el menor respeto hacia un Dios que se bastara a sí mismo: cualquier madre que da el pecho a su niño, cualquier perra que da de mamar a la cría, presenta a mi imaginación un encanto más próximo y más dulce». Para ­Barrett, «Dios y genio son sinónimos. Todos somos dioses»; el Dios de ­Barrett, es un Dios inmanente.

      Para llevar adelante este modo de vivir, es preciso «vaciarse» por dentro: «para el que se asomó a los abismos de su propio ser, y sospechó las mejores posibilidades del destino, nada hay tan absurdo y repugnante como el afán común de acumular en exceso las energías exteriores. Aparece aquí la ruin noción de la propiedad». En su pensamiento confluye la filosofía genuinamente vitalista de corte bergsoniano: la realidad profunda de la vida es inalcanzable para la razón. Define la filosofía afirmando que «no se trata de una ciencia, sino de la trayectoria que sigue el centro de gravedad de nuestro espíritu»; definición heraclítea que el autor entiende en oposición y puja con una concepción quietista de la realidad: «la filosofía dinámica va desalojando a la filosofía estática», al punto de concebir la realidad exterior como una «imagen» de la «realidad interior». Se desprende de esto una postura que busca plantarse contra todo dogmatismo, contra todo determinismo y todo mecanicismo.

      Este vitalismo es la base que sustenta una ética con exigencias bien concretas: todo individuo debe contribuir al mejoramiento de la especie humana, el altruismo es el principio ético fundamental que debe mover toda acción. Influido por la teoría del evolucionismo, eje de sustentación de sus principios éticos, ­Barrett entiende que «los demás no son nuestros ‘próximos’ solamente, sino la humanidad futura:

      «La vida no es nuestra, es de otros. Es de las generaciones que la aguardan desde el fondo de las épocas futuras. Es para ellas. En ellas resplandecerá. No somos los dueños, sino los depositarios de la vida. Por eso el amor es una deuda, y está hecho de sacrificio. No nos entregamos solamente, sino que nos devolvemos».

      Las secuelas de la Guerra de la Triple Alianza pesaban de un modo determinante sobre Paraguay. Entre ellas, la de mayor premura, contaba la extrema desigualdad en la distribución del ingreso que la actividad económica del país generaba entre sus pocos habitantes. La característica saliente de la economía consistía en una concentración desproporcionada de sus beneficios en un reducido número de comerciantes y exportadores y la marginación de la mayoría de la población a niveles de precaria subsistencia; «el grupo superior, que representaba menos del 10% de la población total, recibía casi el 50% del ingreso interno, mientras que el 60% de la población que integraba el estrato de bajos recursos recibía sólo aproximadamente el 15% del ingreso nacional». A fines del siglo XIX, unos 79 propietarios poseían casi la

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