Tres modelos contemporáneos de agencia humana. Leticia Elena Naranjo Gálvez

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Tres modelos contemporáneos de agencia humana - Leticia Elena Naranjo Gálvez Ciencias Humanas

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de las cuales nos podemos, y aun nos debemos, pensar como morales. Gauthier se proponía, en La moral por acuerdo, indicar que la moralidad es el resultado de un acuerdo racional, entendiendo este como un resultado de la agregración de preferencias de un preferidor maximizador de sus intereses racionales que llevaría a la preferencia, también racional, por el establecimiento de un marco moral. Es filosóficamente crucial caer en la cuenta cómo en ese planteamiento algunos términos —como el de racionalidad— quedan reducidos a uno solo de sus vectores —la idea de racionalidad como agregación de preferencias— y cómo el marco en el que el proyecto es concebido —un modelo del contrato social, diferente (y es también crucial señalarlo) al de John Rawls— reduce el intento de comprender cognitivamente, es decir, por medio de razones, el orden social normativo, a lo que he llamado la aplicación de un algoritmo. El contrato social de Gauthier no es, a diferencia del de Rawls, una reconstrucción de un proceso de argumentación reflexiva de los ciudadanos habitantes de las sociedades complejas, un ejercicio de reconstrucción de lo que Arendt recuperó como la capacidad de juicio, tan quebrada, si no ausente, en momentos de oscuridad, sino que es más bien, y solamente, una modelización de lo que de motivador, evaluador y justificador tienen nuestras capacidades morales. Y es, sostiene Leticia Naranjo, una modelización imperfecta a la que algo crucial se le escapa. Qué es lo que se le escapa —o mejor, los límites de todo el modelo y todo el esfuerzo— es lo que la primera parte del libro reconstruye. El agente de Gauthier es, como el Robinson Crusoe de la novela, un ser cuya comprensión del mundo, y sobre todo la comprensión de los otros, queda reducida a las piedras de su propia arquitectura. La moral, como una restricción de preferencias —que es a lo que ese modelo puede llegar, como mucho—, no puede explicar lo que de descubrimiento, de compromiso constructor del sujeto, de interpelación tiene la vida moral misma. Lo normativo de la moralidad queda reducido a una constricción de las interacciones que se conciben, a su vez, como actuaciones de preferencias.

      Tal vez en cualquier reconstrucción filosófica hayamos de partir de conceptos o intuiciones simples, unitarias. El debate filosófico no solo se centra, como gustaba hacer Sócrates, en mostrar los límites de la coherencia de nuestras deliberaciones, sino, sobre todo, en mostrar —como también hacía el maestro—los límites de lo que adoptamos como intuiciones de partida. Por mucho que el mundo social nos dé como incuestionable la imagen del maximizador de preferencias en el mercado —en la vida cotidiana y en el inmenso matalotaje de las políticas sistémicas de las financias o del poder—, sería tarea de la filosofía mostrar qué se le escapa a esa imagen, cómo queda mal comprendida, por reducida, que no estilizada, la capacidad humana que hemos llamado agencia. No es solo —a lo que se llegará— que no debemos pensar el mundo en esos términos, sino también, y, de entrada, que pensarlo así es de hecho reductor, simplificador, con respecto a lo que de hecho hacemos. Podemos, como decía, mostrar cómo el modelo es inconsistente; podemos, por ejemplo, como hace detalladamente Leticia Naranjo, mostrar los saltos y quiebras argumentales de Gauthier para transitar desde el homo oeconomicus al ciudadano liberal (sobre esto retorno al final). Pero, sobre todo, hemos de cuestionar la base misma del modelo, sus piedras fundantes, al dudar que esa manera de pensarnos como agentes sea realmente la que practicamos en nuestra vida; podemos y debemos dudar de que ese concepto de razón sea nuestro concepto de razón, por imperfecto que este nos sea.

      Y entra en el debate la segunda voz, potente, de Harry Frankfurt que Leticia Naranjo nos propone. Frankfurt es importante en la filosofía moral contemporánea por su aclaración de las formas complejas que adopta la voluntad humana y sobre la crítica y el debate en los que nos sumergimos cuando evaluamos nuestros deseos. Hablar de deseos ya no es hablar de preferencias que maximizamos, sino que se nos abre la posibilidad de pensar que cuando deseamos algo nos podemos, también, cuestionar sobre nuestros fines y nuestras motivaciones. Es importante este proceso reflexivo del análisis de los motivos de las acciones. En primer lugar, porque no da como un punto de partida incuestionable las preferencias de partida que de hecho podamos tener (nuestros fines, mediatos e inmediatos, nuestros deseos), sino que muestra que la capacidad de fijarnos objetivos, fines, propósitos, está inserta en una trama compleja, abierta a revisiones y actualizaciones, a correcciones. Es oportuno recordar cómo Rawls pensaba la racionalidad —que deberá ser a su vez pensada como constreñida y enmarcada por la razonabilidad de la cooperación justa con otros, y, por ende, como limitada por ella— como la capacidad de fijarnos fines y proyectos, y como la capacidad de revisarlos. Ser racionales es, pues, poder ser reflexivos con respecto a nuestros fines y proyectos, algo que se las tiene mal con los modelos agregacionales o algorítmicos de los preferidores racionales de los que veníamos hablando en párrafos anteriores, aunque sabemos que es de hecho como los humanos solemos comportarnos —al menos cuando no somos zelotes o empecinados en una única idea o convicción—. Pero la reflexividad de nuestros recursos motivacionales también es importante porque, en segundo lugar, muestra que están ligados a la capacidad que tenemos los humanos para identificarnos con aquellos deseos que demos en pensar como más determinantes para nosotros, con lo que es importante para nosotros. Por limitada que pueda ser, la libertad tiene que ver con esta identificación con lo que tomemos como central en nuestras vidas, o, dicho en la jerga de Frankfurt, con lo que nos importa, con aquello de que nos cuidemos especialmente, o, como acaba diciendo, con aquello que amemos. No solo somos seres reflexivamente deseantes, sino que también, podemos parafrasear, lo somos apasionadamente. Leticia Naranjo hace un magnífico trabajo de reconstrucción de esta capacidad deseante y reflexiva de Frankfurt, así como también de los riesgos a los que esta corrección, por así llamarla, del modelo motivacional de Gauthier nos pudiera llevar. Porque hay algo bellamente turbio en la idea de la motivación apasionada —amor lo llama— de Frankfurt; y es que, como dejaba caer, cabe que nuestra reflexividad deseante caiga víctima del riesgo del zelote que, al cabo, acabe, como las almas bellas, por identificar su acción en el mundo no ya con una convicción, sino con una pura motivación apasionada. Algo parece escapársele así también a Frankfurt. Quizá, como si huyendo de la reducción de la racionalidad al mecanismo de la mera agregación de preferencias, del contractualismo reductivo de Gauthier, hubiésemos oscilado al extremo opuesto de una pasionalidad poshumeana y acabáramos perdiendo la lucidez que la razón humana nos aporta. Pues sabemos, ay, que también la pasión enceguece. Los elementos cognitivos de lo que somos, de lo que queremos, de lo que deseamos, pueden quedar inexplicados en la vinculación apasionada con nuestros fines.

      Y es que, quizás, en lo que llevamos andado de este camino algo central, verdaderamente crucial, ha estado ausente. Las dos primeras jornadas del camino han pensado solo en el agente como un sujeto en aislamiento —el agente que magina qué preferencias tiene y cuáles debería tener y el agente que desea y musita sus pasiones—. Pero no está el mundo, y sobre todo no está esa parte central del mundo, de nuestro mundo, que son los otros. Definir la racionalidad requiere definir esa relación fundante que es su socialidad. Lo que llamamos razón es una forma de pensar las relaciones adecuadas con el mundo y los otros. Esta básica intuición —una intuición de raíz hegeliana, pero también kantiana— es la que modula la tercera jornada del camino, la que Leticia Naranjo nos propone de la mano de Charles Taylor. Por coherencia temática con el análisis del sujeto que articula todo el texto y de cuya temática partíamos, se trata ahora de pensar un modelo de agencia humana que sea capaz de recuperar la racionalidad que estuvo en un tris de ser perdida con Frankfurt, pero que retenga, no obstante, su momento de crítica con aquel primer paso de Gauthier. Leticia Naranjo busca en la idea de Taylor de una evaluación fuerte, y no solo una evaluación débil, solo contrastadora de alternativas y preferencias, la forma en la que el sujeto se evalúa a sí mismo, se pondera a sí mismo, se construye reflexivamente a sí mismo a la vez que evalúa, pondera y construye sus fines. La evaluación fuerte —por decirlo en breve, casi apresuradamente— es el más pleno ejercicio del lenguaje, y del lenguaje siempre comunicativo con otros. Quien la practica —y es el ejercicio de una máxima capacidad humana— piensa los motivos de su acción como buscando los bienes últimos con relación a los cuales el sujeto puede, en una cultura y en un momento histórico, articular los motivos y las razones de sus actos. Subrayo: articular razones en el lenguaje con otros. Los motivos son razones, se pueden expresar como razones ante otros, se justifican como razones ante otros. Y llegar a expresar esas razones requiere articulación —y la metáfora, también tan socrática, como nos

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