¿Volverá el peronismo?. María Esperanza Casullo
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Repitamos la idea: el peronismo ya no sabe si está asentado definitivamente en el alma argentina. Decir eso me implica, por supuesto, porque soy peronista, porque me defino como tal, pero es la descripción de una realidad que creo que vale la pena trabajar para cambiar. ¿Qué quiero decir al sostener que existe esta inseguridad? No es, en principio, que no pueda volver a estarlo. Su matriz o su mito se corporiza sólo si es asumido por aquellos que están en capacidad de construir una oferta. El peronismo hoy debería ser una oferta al pueblo argentino, y ese desafío está por verse. No es algo que surja de él, no es el resultado de una demanda política, aunque pueda ser la respuesta a la demanda social. Es casi una imposición de la historia, por lo que sus chances pasan por su capacidad de construir una esperanza de cambio, de cambio superador, que recoja lo que está en la calle y lo transforme en política. La calle no produce oferta, la calle impone cosas cuando ya no puede más. Algo de eso está ocurriendo en estos tiempos.
Salvo cuando las crisis se precipitan y entonces se vuelve rotundo, claro y contundente, el mensaje de la calle suele ser confuso. Por eso estamos en un momento de responsabilidades de lectura de ese mensaje que se concentran en ciertos círculos, círculos que comprenden una gran cantidad de gente y posiciones muy diferentes: empresariales, industriales, comerciales, sindicales, políticas e intelectuales. Somos todos interpretadores, constructores de una oferta en base a la interpretación.
Esta forma de pensar la actualidad del peronismo, abandonando la idea de que en el pueblo está el mito peronista, fortalece las chances y permite alumbrar un futuro. Recuerdo el 83, el día después de la derrota electoral frente a Raúl Alfonsín, y la percepción de que el carnet que sacábamos en toda discusión política, sea con la izquierda o los radicales –“El pueblo es peronista”– súbitamente había vencido. De un día para el otro, sin haberlo imaginado, estábamos atrapados en una “democracia de los segmentos”.
Sin embargo, pensar de este modo no significa aceptarlo. Los políticos somos por definición transformadores de la realidad. Ser político es incómodo, y así debe ser: significa colocarse en un lugar en el que estás obligado a decir que las cosas son de un modo, pero que pueden ser distintas. Hoy el mito peronista no tiene la potencia que supo tener en el pasado, pero los pueblos esperan. Se perciba o no, los pueblos esperan: hoy el pueblo argentino está esperando algo.
Pero cuando, como hoy, aparece en el poder una elite depredadora que pretende construir una economía basada en la renta de los recursos naturales, como la minería, el petróleo o la soja, de la intermediación financiera y de mercados cautivos concedidos por un Estado que asume los riesgos (servicios, energía); cuando, como hoy, el adversario es directamente enemigo de cualquier proceso de desarrollo autónomo, es el peronismo, ahora sin el Estado, el que puede recurrir a su discurso integrador y constituirse en el único lugar suturador de las heridas más profundas. Porque el peronismo puede construir una oposición superadora de las situaciones sociales previas y ofrecerse como una solución.
Juan Carlos Torre
Los huérfanos de la política de partidos revisited
Como ocurre con todo proyecto de investigación, aquel en el que me embarqué hace casi 15 años para escribir mi artículo “Los huérfanos de la política de partidos”, fue el producto de una insatisfacción (1). La insatisfacción que entonces me producía el modo en que se interpretaba un hecho por cierto extraordinario de la vida política del país: los porcentajes hasta entonces nunca alcanzados por los votos nulos, los votos en blanco y la abstención en las elecciones de octubre de 2001. Esa visión predominante consideraba esos datos electorales como la manifestación de un contundente repudio de los ciudadanos a los partidos. Ese repudio estaba simbólicamente capturado por la consigna “¡Que se vayan todos!” que se alcanzó a oír en medio del fragor de las jornadas de protesta con las que terminó el año 2001 y que sellaron la suerte del gobierno del presidente De la Rúa.
A mi juicio esa interpretación era errónea. Se había producido sí un contundente rechazo pero éste no había afectado a todos los partidos por igual. Los dos pilares de la alianza gobernante, la UCR y el Frepaso, perdieron el 60% de los votos obtenidos dos años antes; el partido Acción por la República del entonces ministro de Economía, Domingo Cavallo, perdió el 80%. Pero, por su parte, el Partido Justicialista soportó comparativamente mejor la revuelta anti-partido: perdió un 25% de votos, y finalmente pudo –es verdad, no sin tropiezos– dar una salida a la emergencia política provocada por la renuncia del presidente De la Rúa.
En resumen, pues, la formidable ola de desafección partidaria prácticamente pulverizó al polo no peronista; entre tanto el Partido Justicialista logró esquivar en gran parte el voto-bronca y consiguió victorias electorales en casi todos los distritos de la geografía política. La hecatombe electoral del 2001, importante como fue, se distinguió, a su vez, con respecto a experiencias traumáticas como las que, por esos años, llevaron al colapso del sistema de partidos en Perú y en Venezuela. A diferencia de esas experiencias, el desenlace de la crisis en Argentina no fue el ascenso político de líderes outsiders al cuadro partidario existente, como Alberto Fujimori en Perú o Hugo Chávez en Venezuela. Más bien, fue la reposición del Partido Justicialista en su condición de partido predominante y de ancla del sistema de partidos argentino.
Para caracterizar a la masa de electores que quedaron a la intemperie con la diáspora de los simpatizantes de la UCR y la desaparición del Frepaso y de Acción por la República utilicé la expresión “Los huérfanos del sistema de partidos” y me pregunté enseguida: ¿hacia dónde habrían de canalizar sus preferencias políticas en el futuro? Para responder a esta pregunta introduje una diferenciación dentro del universo de “Los huérfanos de la política de partidos”: hacia un lado aquellos cuyas preferencias políticas los inclinaban hacia el centro-derecha, como era el caso de los votantes del partido de Cavallo, y hacia otro, aquellos cuyas preferencias políticas los inclinaban hacia el centro-izquierda, como era el caso de los votantes del Frepaso y los desertores de la UCR.
Con los datos que tenía en el momento de escribir mi artículo sostuve que la canalización de esa masa electoral se orientaba hacia dos nuevas agrupaciones creadas por figuras disidentes de la UCR, Ricardo López Murphy hacia el centro-derecha y Elisa Carrió hacia el centro-izquierda. Con la información que tenemos hoy sabemos que, al cabo de casi 15 años, la peregrinación electoral desatada por el cimbronazo del polo no peronista encontró para muchos un refugio: el que ofrece en la actualidad la convergencia del PRO, la UCR y la Coalición Cívica dentro de “Cambiemos.”
Cuán sólido y estable es ese refugio los años por venir nos lo dirán. Al respecto, esto es, acerca de la solidez y estabilidad de ese refugio, creo que vale la pena tener en cuenta otra distinción que introduje en mi artículo del año 2003. La distinción entre los adherentes y los simpatizantes de los partidos. El vínculo de los adherentes con los partidos descansa sobre una relación de pertenencia cimentada en una prolongada identificación política. Por su parte, los simpatizantes se vinculan con el partido en función de la cercanía de sus preferencias con las propuestas del partido. Las expectativas de unos y otros con relación al desempeño del partido son, pues, diferentes. La identificación política de los adherentes produce un recurso de capital importancia para los partidos: la lealtad. Ese es un recurso invalorable porque la lealtad independiza el respaldo al partido de los resultados de sus políticas en el corto y mediano plazo. Como lo mostró durante años el núcleo de votantes fieles del radicalismo. A diferencia de lo que cabe esperar de los adherentes, los simpatizantes tienen con el partido una relación más laica porque, teniendo preferencias definidas, no las asocian de manera estable con ninguna fuerza política. Su respaldo tendrá un alcance específico, dependerá de los resultados de las propuestas del partido y estará en contraste con el apoyo más general y difuso de los adherentes