Los esclavos. Alberto Chimal
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–Está muy raro tu asunto –le dijo una vez una tal Pepina, de senos pequeños y caídos, un aro en la nariz y dos ideogramas chinos, en negro y rojo, tatuados y deformes sobre el vientre lleno de estrías; Yuyis nunca supo su nombre, pero la recuerda así porque las dos hicieron juntas una escena en la que jugaban con vegetales–. ¿Cómo es, te paga, tú la obedeces porque te da una lana, o es nada más por gusto?
La escena tuvo que repetirse en varias ocasiones porque, sin que la propia Yuyis entienda hasta ahora el porqué, las palabras inocentes y en realidad bastante estúpidas de Pepina la pusieron furiosa, y cada tanto, en lugar de continuar moviendo la zanahoria o el tallo de apio o lo que fuera que debía mover, se ponía a farfullar:
–Rara tú lo serás, hija de la chingada –con lo que Marlene cortaba, suspiraba, se disgustaba, se ponía a gritarle, al final sacaba de golpe el pepino o el plátano y lo blandía contra ella, para golpearla en la cara o sobre el pecho.
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–Lávate bien –le ha dicho Marlene desde siempre, y ella obedece con gusto cuando se le permite usar la vieja tina de fibra de vidrio: le gusta observar la espuma, el modo en que el agua va cambiando de color, los ocasionales fragmentos, pequeñísimos, fugaces, infinitamente flexibles, que suben hasta la superficie o se acumulan en el fondo de la tina.
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En uno de sus raros viajes fuera del pueblo, Marlene encontró un puesto pirata que vendía sus películas afuera de una estación de subterráneo. Los discos venían en bolsas de plástico. No reconoció el logotipo, pésimamente impreso, del distribuidor, pero sí a Yuyis, fotografiada con las piernas abiertas, dos dedos sobre los labios y todo el cuerpo rasurado.
–Señora.
Ella misma había tomado aquella foto: tal vez en el reverso de la bolsa estarían la gorda, la anciana y el transexual que completaban el reparto.
–Seño.
El muchacho que vendía las películas estaba a punto de echar a Marlene cuando ésta recordó que una señora decente no se detiene ante un puesto de películas porno y se marchó, riendo por lo bajo como si hubiera hecho una travesura.
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Marlene comparte un problema con Yuyis: no se concentra ante el televisor y no puede resistir un par de minutos sin cambiar de canal, mirar hacia otro lado o preguntarse por detalles que no percibió de lo que estaba viendo. Sentada a sus pies, Yuyis se retuerce, igualmente inquieta, pero Marlene no hace caso y en cambio se levanta, enciende la radio o el estéreo, o bien abre la puerta del cuarto, sale y la vuelve a cerrar.
Entonces, sola, sube las escaleras hacia uno de los cuartos del primer piso, que está por completo cerrado para Yuyis. A Marlene le gusta pensar que es, en parte, un acto misericordioso: Yuyis está descalza –y desnuda– casi todo el tiempo, y el piso es de cemento, lleno de asperezas e irregularidades, al igual que las paredes. (En realidad, los únicos arreglos posteriores a la mera construcción son los trozos de plástico o madera que cubren los huecos donde iban a estar las ventanas, y los cables de la luz, que suben desde la cocina por la pared exterior de la casa.)
Ya en el cuarto al que deseaba llegar, Marlene sigue el cable hasta encontrar el foco (acostumbra dejarlo en el piso, junto al agujero donde iba a estar el marco de la puerta), lo levanta, lo enciende y, sosteniéndolo en alto como si fuera una vela, se queda admirando, durante largo rato, los estantes donde guarda su colección de videos originales.
Están todos, desde el primero hasta el último, en orden cronológico y rotulados con títulos convenientes que ella se toma tiempo para inventar pero no siempre aparecen en las cajas que se van a vender. Ella sabe que es inútil conservar una “copia maestra”, como dice uno de sus compradores, porque ellos sacarán las copias que deseen y las venderán al precio que deseen, donde y por el tiempo que deseen. Pero cada título, escrito en plumón indeleble sobre la caja de cartón o de plástico correspondiente, le trae recuerdos: sonidos, aromas, movimientos, colores de piel y manchas en la piel, y sobre todo sus numerosas voces de mando, que ya no puede asociar a momentos concretos pero siempre han estado en todos sus trabajos, en todas sus largas sesiones. Que las actrices abran las piernas, que los actores cierren la boca, que se tiendan, que se levanten, que se concentren, que digan lo poco que van a decir: Marlene recuerda una admonición aquí, un regaño allá, y sonríe mientras su vista se detiene cada vez por más tiempo en La perra de la maestra, Cortesanas del placer 2, El ojo del changuito o cualquiera de los centenares de títulos.
Marlene siempre concluye estas visitas apuntando la luz hacia los estantes aún vacíos, que le hacen creer en un largo futuro.
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La trama de Pocos huevos gira alrededor de Adrián López, que podría ser un semental pero tiene traumas de la infancia, por lo que todo le da miedo y necesita aprender a darle lo suyo a las mujeres. El actor es inexpresivo y su cara de pánico es igual que todas sus otras caras, pero en cualquier caso su problema se olvida a los pocos minutos de comenzada la acción, cuando ve a Yuyis y, sin que se mueva un solo músculo de su rostro, la viola repetidas veces, en varias combinaciones y con varios pretextos, durante los siguientes sesenta o setenta minutos.
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–¿Qué hace falta? –pregunta Marlene, quien ha traído una libreta y un lápiz.
–Huevos.
–Qué más.
–Leche y crema.
–¿Ya se acabó?
–Mermelada de fresa, jamón, queso, papel del baño.
–¿Ya te lo acabaste?
–Pues tengo que cagar.
–Cállate, no seas…
–Cállate tú.
–¡Me lleva la chingada…! –grita Marlene y se va sobre Yuyis– ¿No te acabo de decir que te calles? ¿No te estoy diciendo que te calles?
La muchacha apenas puede cubrirse con los brazos.
–Perra –dice, mientras Marlene le pega con el puño cerrado, tratando de acertarle en la cabeza–. Pinche ruca. Puta barata.
Marlene desiste y la empuja con tal fuerza que la hace caer al suelo.
–Si soy una ruca –dice, mostrándole la bolsa–, entonces a ti te va a tocar hacer esto.
Yuyis palidece pero responde:
–No.
–¿No? Ahorita te voy a dar tu no –dice Marlene, y y la levanta en vilo, la pone de pie y comienza a empujarla hacia la puerta de la sala. Yuyis grita, se retuerce, se zafa