Los esclavos. Alberto Chimal

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y le da una patada en el vientre. Marlene responde con otra en la entrepierna de ella y, tras hacerla caer por tercera vez, la inmoviliza en el suelo bajo su peso y le aprieta la cabeza contra las baldosas agrietadas y sucias de tierra. Siempre que Yuyis logra levantarse un poco, Marlene se apoya de nuevo y la hace chocar contra el piso. Por fin la muchacha se rinde y comienza a llorar.

      –Ahorita vas y sales a la tienda y compras todo lo que hace falta.

      –No sé dónde está.

      –No tiene pierde, es todo derecho hasta donde dice “Abarrotes”. Seguro que sí sabes leer.

      –No.

      –Me consta que sí sabes.

      –No quiero ir.

      –Sales, te doy dinero y compras todo.

      –No –repite Yuyis, pero sigue sollozando.

      –Y si no lo traes no regresas.

      –Pero si voy tengo que salir.

      –Pues sí, tarada, de eso se trata, de que salgas.

      –¡Pero no puedo!

      Marlene se ríe.

      –¿Y por qué? –dice, mientras la obliga a golpearse otra vez contra el piso–. ¿Porque estás encuerada? –otro golpe–. Es por eso, ¿no? –otro golpe–. Si quieres te visto.

      Yuyis deja salir un aullido prolongado, fortísimo, que cuando al fin se corta se convierte en un llanto convulso. Las lágrimas caen y se mezclan con el polvo.

      Marlene, después de un rato, se relaja y por fin se permite levantarse, mirar desde arriba. La piel de Yuyis no parece haber sufrido daño, lo cual es importante porque en unas pocas horas llegarán varios actores y actrices y habrá que dar continuidad a ciertas escenas del día anterior. No es que Marlene se preocupe en demasía por la calidad de sus productos, pero cree innecesario sobrepasar ciertos límites de chapucería y de indolencia.

      Yuyis deja de llorar y se queda dormida en el piso. Marlene se pregunta si debería cubrirla, pero luego decide que la noche es lo bastante tibia y que no sería bueno darle demasiadas muestras de afecto después de una escena semejante. Da una zancada para pasar sobre ella sin pisarla, recoge el lápiz y la libreta, escribe rápidamente la lista de la compra, arranca la hoja, toma la bolsa y sale. Antes de caminar hacia la tienda cierra la puerta por fuera.

      17

      Una vez, sonó el teléfono y Yuyis (quien lo tiene terminantemente prohibido) jugó a contestar.

      –¿Bueno? –dijo una voz.

      Yuyis, nerviosa, rió. Luego dejó salir un sonido sin significado.

      –¿Bueno?

      Yuyis sintió la vibración de la bocina junto a su oreja y tuvo una idea.

      –¿Bueno?

      Después de una o dos tentativas, sin embargo, concluyó que su idea era impráctica y que la forma de la bocina era muy incómoda incluso para la sola tarea de sostenerla con los muslos o entre los pechos.

      18

      En otro de sus viajes, Marlene tuvo oportunidad de asistir a una fiesta en honor de varios cineastas. Estaban en una ciudad fronteriza, en la casa enorme aunque más bien rústica de un distribuidor, y mientras un director preparaba una barbacoa, otros conversaban alrededor de una fuente de piedra. Como en otras ocasiones, Marlene notó que no pocos la miraban con extrañeza o franco rechazo. Pero le bastaba presentarse como la creadora de ciertos filmes muy exitosos –las tres entregas de Locas excitadas, por ejemplo, o Cara de crema – para obtener, si no una aclamación, al menos un gesto de asentimiento o de sorpresa.

      Sólo uno de ellos la insultó en voz alta:

      –Lesbiana –pero Marlene, en el fondo, no había ido para buscar la aprobación de nadie y terminó por quedarse al margen de las conversaciones, con una botella de cerveza y un plato de carne.

      19

      De visita en la casa de un anciano moribundo, un cura y dos monjas van a darle los santos óleos. Sin embargo, el cura confunde el frasco del ungüento con otro, que contiene el preparado hecho por una bruja, y al aplicarlo en la frente del viejo éste no sólo se repone, sino que muestra una erección de caballo y unos modales de macho cabrío que espantan a todos. Al santiguarse, el cura se unta el mismo menjunje y bajo su sotana, como activado por un resorte, su propio miembro se levanta, exigiendo acción. Las dos monjas se aterrorizan aún más:

      –Ay, cabrón –dice Yuyis en el papel de una de ellas.

      Pero rápidas aplicaciones del preparado las vuelven –previsiblemente– dos hembras ardientes e insaciables. Pronto, los cuatro se han ayuntado de todas las formas concebibles y llaman por teléfono al resto de las monjas y curas del convento del que provienen. Todos llegan hasta la casa junto a la carretera en la parte de atrás de un camión de redilas, lo que resulta un poco extraño, al igual que el número bastante elevado de los curas en relación con el de las monjas; del mismo modo resulta extraño que les abra un personaje –Marlene– que no vuelve a aparecer, pero en cuanto entran en el cuarto reciben de inmediato la unción que los prepara no para la muerte sino para una larga noche de placer y, después de ello, nada más importa y la acción en cierto modo se detiene: no hay más vueltas del argumento y casi todas las tomas restantes son primeros planos, uno tras otro, sin explicación, de felaciones realizadas por Yuyis.

      ( Las monjas calientes es el título de esta película.)

      20

      Marlene regresa con los víveres y otras cosas que ha comprado. Abre la puerta para entrar y la cierra tras de sí. Está cansada. Dentro de poco, cuando Yuyis haya dejado la basura de la casa en el contenedor, ella tendrá que sacarla y llevarla hasta el contenedor central, que se encuentra a una cuadra del Palacio Municipal. Y luego tendrá que retomar algunos trabajos pendientes, lo que no le dejará tiempo para nada más. Debe tomar una de muchas decisiones intrascendentes, pero ineludibles, cuya necesidad no previó al comenzar la etapa presente de su vida. Cuando está cansada, basta una orden para que Yuyis comience a preparar la cena: la muchacha no tiene talento para cocinar pero sabe seguir órdenes y prepara pasablemente la mayoría de las recetas que Marlene le ha enseñado. Sin embargo, dado que no puede usar siquiera un delantal, todas las comidas que está autorizada a preparar son comidas frías, que a Marlene le causan un desasosiego inexplicable y profundo. Sin duda (lo leyó en una revista) se debe a algún trauma de su infancia; pero no le gusta pensar en tales asuntos y, en todo caso, es mucho más reciente el recuerdo de la única vez en que Yuyis, realmente una pobre tonta, intentó cocinar un par de huevos estrellados: unas gotas de aceite hirviendo le cayeron en un hombro y le dejaron una cicatriz pequeña pero bien visible. Tal vez debió haber pensado en alguna excepción para su regla, firmísima, de desnudez. ¿Qué habría sucedido, se pregunta siempre Marlene, si el aceite le hubiese caído en los pechos, en la cara, en el sexo?

      Enciende la televisión, que deja oír una voz hueca y distante y muestra una serie de imágenes indescifrables. Sin ánimos siquiera para tomar el control remoto, Marlene llama a Yuyis.

      –Cereal con leche –pide.

      21

      –Cualquier día

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