Los esclavos. Alberto Chimal

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      –Le sabe. ¿Me entiende? Lo hace con uno o con los que sean, por delante, por detrás, en todas las posiciones…

      –Es basura –responde Marlene, mientras aprieta el botón de paro en la cámara y saca la cinta bruscamente–. Pura basura. Pura porquería. Caca. Basura.

      Pero luego vuelve a meterla en la cámara, termina la escena, y poco después está negociando el pago con el hombre, quien le da de adelanto un fajo de billetes.

      22

      A las siete de la mañana, cuando se ha levantado y empieza a prepararse, Marlene entra rápidamente en el cuarto de Yuyis, la desencadena si duerme sujeta, enciende el estéreo que está sobre el buró y pone el disco compacto para los ejercicios. Nunca hay otro disco en el reproductor, y en realidad Yuyis tiene prohibido hasta tocar el aparato, de modo que la misma música de baile, pulsante, monótona, sale siempre a un volumen tal que hace retumbar los cristales. “Ponchis ponchis”, la llama Marlene, pero no tiene idea de quién interpreta las piezas ni de cuán viejas son: compró el disco en el único puesto pirata del pueblo, hace varios años, cuando se dio cuenta de que Yuyis necesitaba hacer ejercicio.

      Y ella aparta la colcha, salta de la cama y empieza. Así no engorda, piensa Marlene cada mañana, mientras la ve comenzar con saltos en el mismo sitio (de tal modo que sus pechos se bamboleen y reboten contra su cuerpo) y seguir con flexiones, estiramientos, lagartijas, abdominales y un rato de correr en el mismo sitio, como en una rutina de baile aeróbico. Muchas veces graba algunas tomas con la cámara.

      Cuando Yuyis termina, acude inmediatamente a la cocina a preparar el desayuno, y entonces Marlene piensa en otro lado desagradable de la desnudez de la muchacha: huele fuertemente a sudor. Pero el inconveniente se debe, una vez más, a su propia imprevisión: ella misma no está dispuesta a levantarse más temprano para dar tiempo a Yuyis de bañarse. Y, por otro lado, si bien el estéreo podría programarse para que se encendiera automáticamente a las siete de la mañana, Marlene no sólo carece de la paciencia necesaria para aprender cómo: quiere estar allí. Durante mucho tiempo gozó con la cara de espanto y desconcierto de Yuyis al despertar bruscamente con la música (y de vez en cuando con la tarea de levantarla a fuerzas), pero desde hace algún tiempo Yuyis ha dejado de verse sobresaltada cuando se levanta. Tal vez se ha acostumbrado a despertarse sola un poco antes de las siete; ésta es la esperanza de Marlene, quien procura, siempre que puede, que Yuyis se acueste luego de realizar las tareas más pesadas: tal vez algún día no consiga levantarse.

      23

      El príncipe azul da, primero, la impresión de que hará caso de Yuyis el hada, quien no sólo se ha despojado de su vestido y sus alas de muselina sino que se ha dedicado a felarlo con largueza y paciencia. Pero cuando ella termina y se pone de pie para besarlo en la boca, él se aparta y le dice que en realidad es gay, para luego demostrarlo con largos besos a su escudero y un rápido coito. Decepcionada, Yuyis se une a los dos en un segundo escarceo y luego recibe la visita providencial de otra hada, que no se había visto hasta entonces pero ya viene desnuda y excitada. Todo eso sucede en el mismo dormitorio, adornado con árboles de cartulina y todos los muebles ocultos detrás de telas blancas.

      24

      Un hombre fue a la casa a visitar a Marlene y Yuyis recibió la orden de esconderse. Así lo hizo, pero mientras conversaban los dos caminaron hasta llegar a la puerta de su cuarto y ella, acuclillada en el suelo, pudo escuchar esta parte de su conversación:

      –Ya en serio. Sigue con lo mismo, ¿verdad, señora?

      –No sé de qué me habla.

      –Sigue con sus cosas que hace aquí.

      –No le entiendo, licenciado.

      –No se haga.

      –Mire, si quiere algo…

      –¿Algo de qué?

      –Ya le estoy pagando al maestro Gervasio.

      –Ahora me va a tener que pagar también a mí. Ya estoy en la subdirección.

      –¿Y eso por qué?

      (Una pausa.)

      –Porque me lo merezco.

      –No, licenciado, ¿por qué le tengo que pagar a usted?

      –Porque si no se le cae su teatrito. Viene la policía, se la lleva, le dan sus treinta o cuarenta años, incautamos la casa y a ver qué más se me ocurre. Usted sabe que no me cae bien. Y también que yo no me ando con mamadas.

      (Otra pausa.)

      –¿No quiere coger, licenciado?

      (Otra pausa.)

      –No conmigo, licenciado.

      Otra pausa, y de pronto la puerta del cuarto se abrió. Yuyis apenas tuvo tiempo para hacerse a un lado y dejar pasar a Marlene y a un hombre bajo, calvo, de bigote canoso y gruesos lentes. Usaba una corbata vaquera y botas debajo del pantalón de poliéster.

      –Ésta es Yuyis. Mírela. Está sana y es…

      –¿Es de sus…?

      –…actriz.

      –¿Y por qué está desnuda?

      –También es puta.

      Aunque Yuyis la usaba con frecuencia, no sabía el significado de la palabra “puta”. Pero igual habría dicho “Puta tú” u otra frase semejante si Marlene no la hubiese levantado de un tirón. Le ordenó tocar sus pies con las manos, pararse ante el licenciado con los brazos en jarras y luego con las manos detrás de la cabeza. Yuyis lo había hecho todo antes y obedeció como siempre.

      –¿Usted la regentea?

      (Otra pausa.)

      –No –dijo Marlene–, aquí se está quedando nada más.

      –No me mienta, señora.

      Yuyis habría podido decir que estaba allí desde siempre, pero no dijo nada.

      –No le miento, licenciado. Ella, Yuyis, me debe un favor, ¿verdad, tú?

      Yuyis entendió que debía decir:

      –Sí.

      –Me lo vas a pagar haciéndole el favor al licenciado.

      –¿Qué?

      –Ándale, ya, hincada.

      –¿Cuántos años tiene?

      Otra pausa. Marlene no respondió, pero Yuyis, mientras se ponía de rodillas, la vio asumir una expresión que nunca antes le había visto. Sonreía, pero sólo de un lado de la cara; y la ceja del lado opuesto estaba tan arqueada que (pensó Yuyis) dejaba al ojo como abandonado, como flotando en un espacio vacío de piel y maquillaje.

      –Ah, bueno. ¿Segura?

      –Es una muestra de buena voluntad, licenciado.

      –Pero

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