La ¿nueva? estructura social de América Latina. Gabriela Benza

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La ¿nueva? estructura social de América Latina - Gabriela Benza Sociología y Política

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es necesario reexaminar la mirada que en general se tiene de los adultos mayores, del papel que desempeñan y sus contribuciones a la sociedad. A diferencia de lo que sucede en otras regiones, en América Latina los adultos mayores todavía suelen ser vistos como frágiles y dependientes. Sin embargo, la vejez presenta un alto grado de heterogeneidad, y, como advierte Lloyd-Sherlock (2000), esto último es particularmente acentuado en países subdesarrollados como los de América Latina, producto de las desigualdades sociales. La experiencia de la vejez tiene variaciones significativas de acuerdo con la clase social de pertenencia, en tanto afecta los años de vida a los que se puede aspirar y las condiciones en que se transcurre por esta etapa (capacidades físicas y de manejo autónomo, niveles materiales de vida y posibilidades de recibir los cuidados necesarios).

      En el plano de las políticas públicas, hay retos importantes. El envejecimiento poblacional es un tema que debe ser abordado, entre otras razones, por la creciente demanda de cuidados que involucra. En las sociedades latinoamericanas, el trabajo de cuidado –que comprende no solo a adultos mayores, sino también a otras personas dependientes, los niños y los discapacitados– ha quedado tradicionalmente en la esfera privada, a cargo de las familias y, sobre todo, de las mujeres. En el caso de los adultos mayores, estas tareas han estado por lo general a cargo de las hijas o, en su defecto, las nueras. Como parte del envejecimiento poblacional, empezamos a asistir a generaciones de mujeres que cuidan durante más años a sus padres o a los padres de sus cónyuges que a sus hijos. Sin embargo, la mayor demanda de cuidados se produce en un contexto de transformaciones en las relaciones de género (Cerrutti y Binstock, 2009). La creciente autonomía de las mujeres, su mayor participación en el mercado laboral y los cambios en los valores y expectativas sobre los roles de género ponen en cuestión los arreglos tradicionales. Cada vez es menos evidente que son ellas quienes deben y pueden ocuparse de la mayor demanda de cuidados. En este marco, solo aquellos grupos de mayores ingresos están en condiciones de cubrir esa demanda mediante la compra de servicios en el mercado. Por este motivo, hoy parece insoslayable la implementación de políticas públicas específicas. Sin embargo, como veremos más adelante, aunque desde principios de este siglo la problemática del cuidado ha ganado creciente visibilidad pública de la mano de los movimientos feministas, su presencia en las políticas de los gobiernos de la región ha sido escasa.

      El envejecimiento demográfico genera a su vez nuevas demandas a las instituciones tradicionales del bienestar, que deben atender la salud y brindar seguridad económica a un número creciente de adultos mayores. Aunque los sistemas de salud latinoamericanos no enfrentan todavía las demandas que ya tienen los sistemas de otras regiones como Europa, que atienden a un porcentaje mayor de adultos mayores, parece necesario que comiencen a reorientar parte de sus servicios a las necesidades de esta población y a sus perfiles epidemiológicos específicos. De forma similar, el aumento de las personas pasivas impone retos a los sistemas previsionales. Primero, en términos de sustentabilidad, un problema compartido con los países desarrollados. A esto se agrega un problema específico de los países latinoamericanos, derivado de las particularidades de sus mercados laborales: cómo garantizar un mínimo de bienestar material a aquella gran cantidad de adultos mayores que no podrá acceder a una cobertura previsional debido a trayectorias laborales inestables y sobre todo en el sector informal.

      Por último, las tendencias en la fecundidad también plantean desafíos específicos para las políticas públicas. En América Latina, las políticas vinculadas con la fecundidad recibieron un primer impulso importante hacia mediados del siglo XX. En ese entonces, el foco estuvo puesto en el control de la natalidad, en tanto se suponía que el rápido crecimiento demográfico bloqueaba las posibilidades de desarrollo económico. Esta mirada, muy controversial incluso en ese momento, fue desplazada por nuevas visiones que, tras un cambio de paradigma, pusieron el foco en las personas como sujetos de derechos. Como parte de este nuevo paradigma, las políticas vinculadas con la fecundidad comenzaron a enmarcarse dentro de la problemática del derecho a la salud sexual y reproductiva, y se centraron en la autonomía de la mujer y su derecho a decidir con libertad el número y espaciamiento de los hijos.

      La reducción que ha tenido la tasa de fecundidad en la región, incluso más acentuada que la prevista, parece dejar atrás, en forma contundente, los argumentos acerca de la necesidad del control poblacional. Pero estas tendencias también imponen desafíos a las políticas que buscan garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. En especial, la estructura dual de los comportamientos reproductivos que se registra en los países de la región, como expresión de las profundas desigualdades sociales, amerita políticas que no actúen solo sobre los promedios poblacionales (Pardo y Varela, 2013). Entre las mujeres de menor nivel socioeconómico, y en particular entre las adolescentes, la fecundidad no deseada constituye un problema extendido. En este caso, parecen necesarias políticas especiales en materia de salud sexual y reproductiva, diferentes a las que han tenido éxito en otros grupos de edad (Rodríguez Vignoli, 2014). En contraste, es posible que en un futuro cercano las mujeres que tienen menos hijos y que ya están posponiendo la maternidad planteen un desafío por completo diferente para las políticas públicas. Será necesario asegurar que puedan tener hijos si así lo desean, a través de políticas que permitan compatibilizar el trabajo fuera del hogar y la vida familiar (Pardo y Varela, 2013).

      Por último, en la búsqueda de garantizar los derechos reproductivos de las mujeres latinoamericanas, resulta imprescindible considerar la situación de la región con respecto al aborto. Los movimientos feministas locales y regionales, que adquirieron creciente vitalidad durante el período, han tenido a la legalización del derecho al aborto entre sus principales demandas. Sin embargo, los esfuerzos en este sentido tuvieron pocos resultados. Solo cuatro países de la región permiten el aborto sin restricciones legales de ningún tipo: Cuba (desde 1965), Puerto Rico (1973), Guyana (1995) y Uruguay (2012). En México, también está permitido en el Distrito Federal (2007) y en el estado de Oaxaca (2019). En el resto de la región las leyes son restrictivas, incluso en seis países está totalmente prohibido, sin excepciones: El Salvador, Haití, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Surinam. La inmensa mayoría de los abortos que se realizan en la región, por tanto, son inseguros, es decir, llevados a cabo por personas carentes de habilidades necesarias o en ambientes sin estándares médicos mínimos. Esto determina altas tasas de mortalidad y morbilidad materna. Al menos el 10% del total de las muertes maternas en la región se debe a abortos inseguros, y alrededor de 760 000 mujeres son tratadas cada año por complicaciones derivadas de esas prácticas (Guttmacher Institute, 2018). Y una vez más, las diferencias entre sectores sociales son también muy importantes, en tanto las complicaciones derivadas de abortos inseguros se concentran en las mujeres que viven en condiciones de pobreza.

      Las familias de América Latina han experimentado cambios significativos en su estructura y dinámica, producto de las tendencias demográficas que sintetizamos en páginas anteriores, pero también de otros procesos sociales, económicos y culturales. Se trata de cambios que comenzaron a vislumbrarse desde las últimas décadas del siglo XX y que han dado lugar a una mayor diversidad de formas de vivir en familia.

      De un lado, las uniones consensuales han ganado terreno frente a los casamientos legales, al tiempo que se han incrementado las separaciones y divorcios. En particular, las uniones consensuales se expandieron de manera muy acentuada y generalizada, si bien en muchos casos bajo la forma de un período de “prueba” antes de un posible matrimonio. El “boom de las uniones consensuales” (Esteve y Lesthaeghe, 2016) ha ocurrido tanto en países en los que esa modalidad de entrada en unión ya era muy habitual (como los de América Central y el Caribe), como en aquellos donde era menos frecuente (como la Argentina, Brasil o Chile). Esteve y Lesthaeghe (2016) muestran, por ejemplo, que el porcentaje de uniones libres en República Dominicana, históricamente muy elevado, aumentó de 60,8% en 1980 a 78,4% en 2010 entre las mujeres en pareja entre 25 y 29 años, mientras que en la Argentina ese porcentaje se quintuplicó, desde un reducido 13,0% a 65,5% durante el mismo período. Se trata de valores mucho más elevados que los que se observan en muchos países desarrollados.

      Los cambios en las pautas

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