La ¿nueva? estructura social de América Latina. Gabriela Benza

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La ¿nueva? estructura social de América Latina - Gabriela Benza Sociología y Política

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preferencias y los valores de la población: la búsqueda de la realización personal por sobre los proyectos y compromisos familiares, y una mayor autonomía femenina, traducida en una mayor capacidad para terminar con matrimonios insatisfactorios. Sin embargo, esta mirada también ha sido matizada. La unión consensual está lejos de ser una novedad en América Latina, sobre todo en aquellas regiones con amplias poblaciones indígenas y afrodescendientes. Ha sido desde siempre la modalidad de unión más difundida entre los sectores de menores recursos, lo que se vincula a herencias culturales y a menores costos económicos. Por este motivo, no puede interpretarse necesariamente como expresión de nuevas tendencias hacia un menor apego a los controles institucionales, aunque es cierto que en las últimas décadas su incidencia se ha incrementado y que en forma creciente ha pasado a ser una opción para los sectores medios y altos. Por otra parte, más allá del cambio en las preferencias y valores, el aumento de las separaciones y divorcios no es ajeno al incremento de la esperanza de vida, que prolonga la vida en pareja y acrecienta las probabilidades de disolución conyugal (Ariza y de Oliveira, 2008). Asimismo, a pesar de los avances en materia de igualdad de género de las últimas décadas, la subordinación femenina es aún un problema central. Es posible, por tanto, que las separaciones y divorcios no involucren una mayor autonomía femenina, sino lo contrario, sobre todo en aquellos casos en que las mujeres deben afrontar solas el sustento económico y el cuidado de sus hijos.

      Otras dimensiones vinculadas con la formación de las familias han sido más resistentes al cambio, en particular en comparación con lo observado en los Estados Unidos o Europa Occidental. Esto es así especialmente en relación con las edades a las que se experimentan transiciones relevantes. De un lado, la edad de entrada en unión –que se ubica en un nivel intermedio entre las observadas en los países desarrollados y los de Asia y África– se ha mantenido bastante estable (Spijker, López Ruiz y Esteve Palós, 2012). Aunque hay evidencias en tiempos recientes de una postergación, esta tendencia parece responder sobre todo a cambios en los comportamientos de los sectores medios y altos; en los sectores bajos persiste la pauta de un inicio familiar temprano (Cerrutti y Binstock, 2009). De otro lado, como se mencionó, la edad a la que las mujeres tienen su primer hijo parece seguir un patrón similar: en promedio, no hay cambios sustantivos, aunque se observa cierto retraso en los grupos de mayor nivel socioeconómico.

      El tamaño y la composición de los hogares muestran ciertas transformaciones. Los hogares latinoamericanos son hoy más pequeños que en el pasado, como resultado de la caída en la fecundidad y de cambios en la composición de los hogares. Si en 1990 el tamaño promedio de los hogares de la región era de 4,2 personas, para 2010 ese número se había reducido a 3,5. Además, se ha acentuado la diversidad de tipos de hogar. Es cierto que los hogares tradicionales, formados por una pareja conyugal con hijos, son todavía los más habituales (40,3% en 2010), y que las familias extensas, en las que conviven otros familiares, siguen teniendo una presencia considerable (19%), en muchos casos debido a la falta de vivienda y la adversidad económica. Sin embargo, otros tipos de hogar se han vuelto más frecuentes en casi todos los países: en primer lugar, los unipersonales, que aumentaron del 7,0% al 11,4% entre 1990 y 2010; en segundo lugar, los monoparentales, constituidos por una madre o padre y sus hijos, que pasaron del 9,1% al 12,4% durante el mismo período (Ullman, Maldonado Valera y Rico, 2014). En ambos casos, la presencia femenina es muy importante. Los hogares unipersonales están constituidos en general por mujeres de edad avanzada, debido a su mayor esperanza de vida y viudez (aunque también por varones que viven solos luego de una separación o divorcio, y por jóvenes, sobre todo de clases medias y altas). Por su parte, los monoparentales están integrados sobre todo por mujeres que tras una separación o divorcio residen con sus hijos. Este último grupo ha sido objeto de especial atención, debido a una muy alta incidencia de la pobreza.

      Dentro de los países, las transformaciones en el tamaño y la composición de los hogares no han tenido igual intensidad en los distintos sectores sociales, y persisten diferencias importantes en este sentido. Los hogares de menores ingresos ubicados en el primer quintil continúan siendo mucho más numerosos que los de mayores ingresos, en el último quintil (4,5 personas versus 2,7, en promedio). Los hogares biparentales con hijos y los extensos eran y son mucho más frecuentes entre los sectores más pobres de la población. Y mientras el aumento de los hogares monoparentales femeninos ha sido más acentuado entre los hogares de menores ingresos, el de los unipersonales lo ha sido entre los más aventajados (Ullman, Maldonado Valera y Rico, 2014; Rico y Maldonado Valera, 2011). También persiste una sustantiva heterogeneidad entre los países, de acuerdo con la etapa de la transición demográfica en que se encuentran y su nivel de desarrollo socioeconómico, como muestran Ariza y de Oliveira (2008).

      Pero los cambios en los modos de vivir en familia no se restringen a los reseñados. Hay indicios de un mayor peso de otras formas familiares que, hasta el momento, no son visibles mediante los sistemas estadísticos de la región (Cienfuegos, 2014). En primer lugar, de familias multilocales o transnacionales producto de la migración: unidades familiares separadas por la distancia territorial, pero muy vinculadas a través de intercambios materiales y simbólicos que garantizan su reproducción cotidiana. En segundo lugar, familias ensambladas, producto de nuevas uniones luego de separaciones y divorcios, que en las estadísticas tienden a ser englobadas junto con los hogares biparentales nucleares tradicionales. En tercer lugar, familias homoparentales, cuyos datos son difusos debido a que no todos los censos de población reconocen su existencia. Es posible que estas familias se hayan expandido tras el cambio de siglo producto de un contexto social y legal menos hostil.

      En relación con esto último, una de las tendencias que ha caracterizado la región durante el nuevo milenio ha sido el avance logrado en materia de reconocimiento de derechos de la diversidad sexual. Como parte de este proceso, varios países introdujeron cambios legislativos que habilitan el matrimonio entre personas del mismo sexo. El primero de la región en reconocer este derecho fue la Argentina, en 2010, y luego se sumaron Colombia, Brasil, Uruguay y algunos estados de México. Además, otros países, como Chile y Ecuador, legalizaron las uniones civiles entre personas del mismo sexo. Estos cambios normativos tuvieron lugar junto con otros que también actuaron en reconocimiento de los derechos de la diversidad sexual, como la implementación de leyes que prohíben la discriminación por la orientación sexual y la identidad de género (incluidos los casos de Ecuador y Bolivia, en que estas prohibiciones alcanzaron rango constitucional), y el reconocimiento legal de la identidad de género afirmada, que permite el cambio de nombre y sexo en los documentos de identidad oficiales.

      En la esfera de la dinámica familiar, y en particular en la de la división del trabajo por género entre sus miembros, hay tendencias novedosas pero también importantes continuidades. Las mujeres de América Latina han incrementado su participación en el mercado laboral desde la década de 1960, si bien las brechas con los varones son todavía importantes. Gasparini y Marchionni (2015) muestran que la tasa de participación laboral de los varones latinoamericanos de 25 a 54 años prácticamente se mantuvo sin cambios entre 1992 y 2012, en alrededor del 95%, mientras la tasa correspondiente a las mujeres se incrementó del 53% al 65%. La participación laboral femenina creció a un ritmo muy acelerado durante los noventa (0,9 puntos por año entre 1992 y 2002), y si bien tras el cambio de siglo continuó creciendo, lo hizo de manera menos acentuada (0,3 puntos por año entre 2002 y 2012). Para Gasparini y Marchionni esta desaceleración puede estar asociada, al menos en parte, a la mejora en el contexto económico: sin la presión de tener que conseguir un empleo como en los años noventa, dados los mayores ingresos de otros miembros del hogar y los beneficios de los nuevos programas sociales, algunas mujeres pueden haber retardado la decisión de ingresar al mundo laboral.

      Más allá de las fluctuaciones en intensidad, desde una perspectiva de largo plazo el aumento en la tasa de actividad femenina ha traído cambios importantes en la organización familiar. En las últimas décadas se incrementaron los hogares biparentales de dos proveedores económicos, en los que ambos cónyuges trabajan fuera del hogar, mientras se redujeron los que siguen la pauta tradicional de división del trabajo por género, con un varón único proveedor económico y una mujer ama de casa. Sin embargo, este cambio no ha sido acompañado por uno equivalente en materia de equidad en el

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