Las zonas oscuras de la democracia. Jorge Eduardo Simonetti
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las zonas oscuras de la democracia - Jorge Eduardo Simonetti страница 6
La idea del “contrato social” es la que mayor desarrollo tuvo desde Thomas Hobbes, con su tratado “Leviatán” (1651), en adelante. Partiendo de lo que llamó el “estado de naturaleza” en el que hipotéticamente se encuentra el hombre, en el que actúa sólo preocupado por su propio placer y necesidades, sin contacto ni cooperación con otros hombres, “por artificio se crea ese gran leviatán, llamado comunidad o Estado, que no es más que un hombre artificial…y en el que la soberanía es un alma artificial”.
Las personas restringen voluntariamente sus libertades a condición de que todos lo hagan, según Hobbes conceden su poder a otro hombre, o a una asamblea de hombres, convirtiendo la pluralidad de voces en una sola voz. Es una sumisión al “leviatán”, que es la autoridad absoluta del Estado.
El otro gran filósofo político inglés, John Locke, desarrolla la teoría en el mismo sentido, señalando que la soberanía se cede al Estado por convención humana, no por dispensa divina. Es menos desoladora su concepción del estado de naturaleza de Hobbes, quién concibe un poder del Estado ilimitado. Locke dice que la gente acepta ceder su poder al soberano a condición de que lo use para el bien común, y se reserva el derecho de anular la cesión. El derrocamiento forzoso es un remedio legítimo.
Jean Jacques Rousseau, el teórico de la Revolución Francesa, concibe al hombre bondadoso por naturaleza y es corrompido por las convenciones sociales, “el hombre nace libre, y por todas partes va encadenado. Uno se cree el señor de los demás, y aun así sigue siendo más esclavo que ellos”.
Ya en el siglo XX, John Rawls, en su “Teoría de la Justicia”, continúa con el desarrollo del contrato social como fundamento del Estado, introduciendo el concepto del “velo de ignorancia” como situación hipotética en que se encontrarían los individuos antes de socializarse, lo que asegura la imposibilidad de sacar ventaja de unos sobre otros.
De tal manera, la evolución de los tiempos va marcando la permanente tensión entre el egoísmo natural de las conductas individuales y la aceptación de los límites que establece la relación con otros seres humanos, que tienen las mismas necesidades, objetivos parecidos y derechos similares.
La libertad como valor absoluto de la vida humana, parece tener una traducción social en aquello que “mis derechos terminan dónde comienzan los del vecino”. La libertad, de tal modo, se presenta como un compromiso entre individuos que viven juntos en una sociedad.
El gran filósofo político Isaiah Berlin, al efectuar una distinción clave entre libertad negativa y libertad positiva, respaldaba el principio del “daño” como límite. “Lo que significa la libertad –escribió el dramaturgo Tom Stoppard en 2002- es que se me permita cantar en mi baño tan alto como para no interferir con la libertad de mi vecino para cantar una melodía diferente en el suyo”3
John Locke, que ha inspirado a los Padres Fundadores de los Estado Unidos, ha dicho que garantizar la libertad es justificación última de la constitución de un Estado: “El fin de la ley no es abolir o constreñir sino preservar y aumentar la libertad”.
Cierto es que la libertad como valor individual tiene sentido en la medida que corra peligro de ser amenazada, limitada, restringida, no por los factores naturales sino por el arbitrio de otros semejantes. Es decir que su consumación o restricción resulta en tanto su práctica pretenda desenvolverse en el marco social.
Al vivir en comunidad, entregamos parte de nuestra libertad, para que sea administrada por terceros, la sociedad organizada, el Estado, nuestros representantes. Ese desprendimiento del “yo” individual para alcanzar el “yo” social, supone que la porción de libertad que entrego, que no es otra cosa que entregar parte de mi propio poder, se convierte en “poder” que nace, y que es externo al propio individuo.
Carlos Marx sostenía que la libertad como poder, no es una cosa o la cualidad de un objeto en sí que se conquista, posee o mantiene, tampoco es la cualidad o capacidad de un sujeto en sí, ya que éste sólo dispone de ella en virtud de un conjunto de condiciones o circunstancias que hacen posible su poder. Sólo existe en relación con lo que está fuera de él: circunstancias históricas, condiciones sociales, determinadas estructuras, entre otras.
El poder es una peculiar relación entre los hombres (individuos, grupos, clases sociales o naciones) en la que los términos de ella ocupan una posición desigual o asimétrica. Son, según Marx, relaciones en las que unos dominan, subordinan, y otros son dominados, subordinados. El poder de unos es el no poder de otros.
La relación entre libertad y poder aparece como una ecuación matemática de suma cero. Cierto que la tensión es histórica y marca la disputa por un campo común, en el que los avances y retrocesos se configuran a costa de cada uno. John Stuart Mill (1806-1873) creía que “la lucha entre Libertad y Autoridad es el rasgo más destacable de las etapas de la historia”4.
La porción de libertad que no tengo es el poder que entrego, el poder entregado es poder tercerizado en relación al propio individuo. De tal modo, el poder que el ser humano individual entrega al “ser social”, se convierte en un nuevo objeto, con vida autonómica. Si bien es “mi” porción de libertad la que contribuye a formarlo, la libertad que se constituye con las porciones que cada hombre entrega, adquiere una entidad externa (la sociedad, los representantes, las elites gobernantes) que tiene su propia lógica y adquiere sus propias reglas, que terminan mandando sobre mi propia libertad.
Siendo el precio de la vida en sociedad el pago en monedas de libertad individual, el bien que adquiere el individuo es el paraguas social, que a cambio le da protección, justicia, defensa.
Pero el poder externo así formado, no resulta una abstracción ni una entidad incorpórea, muy por el contrario, se materializa en poder instrumental para imponer conductas a los individuos de una comunidad que aceptaron entregar parte de su libertad para pertenecer a la misma.
El poder social o estatal, tiene como característica fundamental su invencibilidad, es decir la cualidad de vencer a través de los instrumentos que lo factibilicen, de los cuales el uso de la fuerza que confiere la ley es elemento fundamental.
Son seres humanos los que manejan el poder común, los que a través del tiempo y los sistemas políticos tienen una legitimación variada, desde el mandato divino hasta la delegación conferida por sus pares.
La democracia es uno de los sistemas artificiosos que el propio ser humano creó para poder vivir en comunidad. Y, aún desde la época griega de su ejercicio directo por parte de los ciudadanos, hasta nuestros tiempos, la democracia siempre tuvo intermediarios, ejecutores, mandatarios, delegados, representantes, que de manera diversa se constituyeron en un grupo pequeño de personas que, en nombre del resto, titularizaron el poder, lo utilizaron en beneficio común a veces, lo malversaron en otras, pero en definitiva fueron constituyendo un grupo privilegiado que construyó sus propios intereses, distintos en muchas oportunidades a los del conjunto representado.
Así como decimos que la historia de la humanidad es la lucha permanente, la tensión constante, el combate perpetuo, entre el poder y la libertad por tomar una porción mayor del territorio común, el desborde del primero se tradujo siempre en totalitarismo y tiranía, y, salvo períodos cortos en que el poder retrocedía y ganaba la anarquía, normalmente es la libertad la que debe luchar en inferioridad de condiciones para no ser gravemente cercenada o expulsada de la organización.
Podemos afirmar que el poder es a la libertad lo que la muerte a la vida, extremos interdependientes