La Reina Roja. Victoria Aveyard

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La Reina Roja - Victoria Aveyard Reina Roja

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agentes de seguridad por todas partes; sus uniformes color negro y plata sobresalen entre el gentío. Hoy es el Primer Viernes y ellos ansían ver qué sucederá. Portan armas o pistolas pequeñas, aunque no las necesitan. Como siempre, son Plateados, y los Plateados no tienen nada que temer de nosotros, los Rojos. Todos lo sabemos. No somos iguales, aunque lo parezca. Lo único que nos distingue de ellos, al menos en principio, es que son muy altos. En cambio, nuestras espaldas están vencidas por el trabajo, la esperanza inútil y la desilusión inevitable por nuestra suerte en la vida.

      En la plaza descubierta hace tanto calor como afuera y Kilorn, siempre vigilante, me lleva a la sombra. Aquí no hay asientos, sólo largas gradas de concreto, pero, arriba, los pocos Plateados nobles disfrutan de palcos frescos y confortables. Disponen de bebidas, comida, hielo, aun en pleno verano, sillas almohadilladas, luz eléctrica y otras comodidades de las que yo no disfrutaré nunca. Pero esto les tiene completamente sin cuidado y en cambio se quejan de las “malas condiciones”. Yo les daría una mala condición si pudiera… A nosotros lo único que nos dan son bancas duras y ruidosas pantallas de video, con un brillo y un volumen casi insoportables.

      —Te apuesto un día de salario a que hoy ganará otro coloso —dice Kilorn, y arroja al ruedo el corazón de la manzana.

      —Nada de apuestas —replico en el acto. Muchos Rojos se juegan sus ingresos en las peleas a la espera de obtener algo que les ayude a pasar otra semana. Pero yo no, ni siquiera con Kilorn. Es más fácil rasgar la bolsa del corredor de apuestas que intentar conseguir dinero de esa forma—. No deberías malgastar tu salario.

      —No lo malgasto si acierto. Un coloso siempre le da una paliza a alguien.

      Los colosos suelen participar en, al menos, la mitad de las peleas, dueños de más habilidades para el combate que casi cualquier otro Plateado. Usar su fuerza sobrehumana para tratar a los demás como muñecos parece ser una diversión para ellos.

      —¿Y el otro? —pienso en la gran variedad de Plateados que podría aparecer: telquis, raudos, ninfos, verdosos, caimanes, todos ellos de aspecto aterrador.

      —No sé. Ojalá sea bueno. Un poco de distracción no me vendría nada mal.

      En realidad Kilorn y yo no estamos de acuerdo en lo que llamo las Farsas Plateadas. A mí no me gusta ver a dos luchadores hacerse pedazos, pero a él le fascina. “Que se acaben entre ellos”, dice. “No son de los nuestros”.

      No comprende el propósito de estos espectáculos. No son un mero entretenimiento para dar un respiro a los Rojos en su trabajo agotador. Son mensajes fríos y calculados. Sólo los Plateados pueden luchar en las plazas porque únicamente un Plateado puede sobrevivir a ellas. Combaten para exhibir su fuerza y su poder. “Ustedes no son dignos rivales. Nosotros somos mejores. Somos dioses”. Esto está escrito en cada golpe sobrehumano que los luchadores asestan.

      Y no les falta razón. El mes pasado vi a un raudo pelear contra un telqui, y aunque aquél era más rápido que el rayo, el telqui lo paró en seco. Con sólo el poder de su mente, lo elevó sobre el suelo. El raudo empezó a ahogarse; era como si el otro lo tuviera agarrado de la garganta con una mano invisible. Cuando la cara del raudo se amorató, pararon la pelea. Kilorn gritó de emoción; había apostado por el telqui.

      —¡Damas y caballeros, Plateados y Rojos! Bienvenidos al Primer Viernes, la Gesta de Agosto.

      La voz del locutor resuena en la plaza, amplificada por las paredes. Como de costumbre, parece aburrido, y no lo culpo.

      Antes, las Gestas no eran combates sino ejecuciones. Prisioneros y enemigos del Estado eran llevados a Arcón, la capital, y eran ejecutados frente a una turba de Plateados. Supongo que esto les agrada, y fue así como se iniciaron las peleas. No para matar, sino para entretener. Más tarde se volvieron Gestas y se extendieron a otras ciudades, a diferentes plazas y audiencias. Luego se admitió a los Rojos, limitados a los peores asientos. Poco después, los Plateados construyeron plazas en todas partes, hasta en aldeas como Los Pilotes, y la asistencia, antes una dádiva, se volvió una condena. Mi hermano Shade dice que esto se debe a que las ciudades con plazas registraron una notoria reducción de fechorías y protestas Rojas, incluso de los pocos actos de rebeldía. Ahora los Plateados ya no tienen que usar la ejecución ni las legiones y ni siquiera la Seguridad para mantener el orden: dos luchadores pueden atemorizarnos con igual facilidad.

      Hoy, los dos implicados honran a su gremio. Al primero en salir a la blanca arena se le anuncia como Cantos Carros, un Plateado de Harbor Bay, situado al este. Nadie tiene que decirme que es un coloso. La pantalla de video da una imagen clara del guerrero que tiene brazos como troncos: nudosos, nervudos, tensos. Cuando sonríe, veo que su dentadura está rota o perdida. Tal vez de niño tuvo problemas con el cepillo de dientes.

      Junto a mí, Kilorn vitorea, y los demás lugareños rugen con él. Un agente de seguridad arroja un pan a los más escandalosos para que se lo disputen. A mi izquierda, otro le tiende una ficha amarilla a un niño vociferante. Fichas lec: raciones extra de electricidad. Todo para hacernos aplaudir, para hacernos gritar, para obligarnos a ver, incluso si no queremos hacerlo.

      —¡No se oye! —el locutor arrastra las palabras e imprime en su voz todo el entusiasmo del que es capaz—. ¡Y aquí tenemos a su enemigo, llegado directamente de la capital, Sansón Merandus!

      Éste bien podría ser el segundogénito de un segundogénito que trata de ganar renombre en la liza. Es pálido y enclenque junto a ese monumento de músculos en forma humana, pero su armadura de acero azul es fina y reluciente. Aunque debería tener miedo, luce extrañamente sereno.

      Su apellido me suena familiar, pero eso no es raro. Muchos Plateados pertenecen a familias famosas, llamadas Casas, compuestas por docenas de miembros. La familia dominante en nuestra región, Valle Primordial, es la Casa de Welle, aunque yo no he visto jamás al gobernador Welle. No la visita más de una o dos veces al año y por ningún motivo se rebajaría a entrar en una aldea Roja como la mía. Una vez vi su navío, de líneas elegantes y banderas verdes y doradas. Él es un verdoso y cuando pasó, los árboles de la orilla crecieron y de la tierra brotaron flores. Esto me pareció bonito hasta que uno de los chicos mayores lanzó piedras contra su nave. Las piedras cayeron al río sin causar daño, pero el chico fue torturado en el cepo.

      —Ganará el coloso.

      Kilorn arruga la frente mientras contempla al luchador insignificante.

      —Yo no estaría tan seguro. ¿Sabes cuál es la fortaleza de Sansón?

      —Eso qué importa, de todas formas va a perder —replico con sorna y observo.

      El llamado usual retumba en la plaza. Muchos se ponen de pie, ansiosos, pero yo permanezco sentada, en señal de muda protesta. Aunque parezco tranquila, ardo en cólera. En cólera y envidia. “Somos dioses”: resuena una y otra vez en mi cabeza.

      —¡Luchadores, a sus puestos!

      Ellos obedecen y se plantan en extremos contrarios de la plaza. En estas peleas no se permiten armas de fuego, así que Cantos saca una espada corta y ancha; dudo que la necesite. Sansón no empuña arma alguna, sólo mueve nerviosamente los dedos a sus costados.

      Una señal eléctrica, un zumbido grave, cruza el recinto. Aborrezco esta parte. El sonido vibra en mis dientes, en mis huesos, palpita hasta hacerme pensar que algo podría romperse. Termina abruptamente con un repiqueteo chirriante. Allá vamos. Exhalo.

      De inmediato, esto parece un baño de sangre. Cantos embiste como un toro, levantando arena

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