La Reina Roja. Victoria Aveyard
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—¿Es un saco de boxeo? —pregunta Kilorn entre risas—. ¡Acaba con él, Cantos!
A Kilorn no le interesan unos minutos extra de diversión. No grita por eso. De veras quiere ver sangre, la sangre de un Plateado, sangre plateada que manche la plaza. No importa que esa sangre sea todo lo que nosotros no somos, todo lo que no podemos ser, todo lo que queremos. Él sólo necesita verla para creer que ellos son realmente humanos, que pueden ser lastimados y vencidos. Pero yo sé que no es así. Su sangre es una amenaza, una advertencia, un presagio. No somos iguales, y no lo seremos nunca.
No lo defraudan. Desde los palcos es posible ver el líquido metálico y tornasolado que mana de la boca de Sansón. El sol de verano se refleja en él como en un espejo de agua, y pinta un canal que baja por el cuello del campeón hasta su armadura.
Esto es lo que divide de verdad a Rojos y Plateados: el color de nuestra sangre. Por algún motivo, esta simple diferencia a ellos los vuelve más fuertes, más listos, mejores que nosotros.
Sansón escupe, proyecta en el ruedo un rayo de sangre plateada. A diez metros de él, Cantos empuña su espada y se dispone a terminar con esto.
—Pobre tonto —murmullo.
Parece que Kilorn está en lo cierto. Un simple saco de boxeo.
Cantos avanza pesadamente por la arena con la espada en alto y los ojos encendidos. Pero se congela a medio camino y su armadura suena debido a la súbita pausa. Desde el centro del ruedo, el guerrero sangrante le arroja una mirada que cimbra.
Sansón truena los dedos y Cantos camina, en sincronía perfecta con los movimientos del alfeñique. Anda boquiabierto, como si se hubiese vuelto torpe o bruto. Como si hubiera perdido la razón.
Yo no puedo creer lo que ven mis ojos.
Un silencio de muerte recorre la plaza mientras miramos sin comprender la escena que se desarrolla bajo nosotros. Ni siquiera Kilorn habla.
—Un susurro… —suelto yo.
Nunca había visto uno en la plaza; dudo que alguien lo haya hecho. Los susurros son raros, peligrosos y efectivos, incluso entre los Plateados, incluso en la capital. Los rumores sobre ellos varían, pero todo se reduce a algo simple y estremecedor: pueden entrar en tu cabeza, leer tus pensamientos y controlar tu mente. Y eso es justo lo que Sansón hace en este instante, se abre paso con sus murmuraciones a través de la armadura y los músculos de Cantos hasta su indefenso cerebro.
Cantos alza la espada con mano temblorosa. Intenta resistirse al poder de Sansón. Pero fuerte como es, su mente no puede luchar contra el enemigo.
Otro giro de la mano de Sansón y la sangre plateada salpica la arena justo cuando, atravesando su propia armadura, Cantos hunde la espada en su propio vientre. Pese a que estoy en los asientos más altos, puedo oír el horrible chapoteo del metal que traspasa la carne.
Mientras la sangre de Cantos mana a borbotones, resuenan exclamaciones en el ruedo. Nunca habíamos visto tanta sangre en este lugar.
Se encienden luces azules que bañan la plaza con un brillo fantasmal y señalan el final del encuentro. Varios sanadores Plateados atraviesan la plaza corriendo, y se precipitan sobre el caído Cantos. No está previsto que los Plateados mueran aquí. Se supone que deben pelear con valentía, hacer gala de sus habilidades y dar un buen espectáculo, pero no morir. Después de todo, no son Rojos.
Los agentes proceden con una rapidez inaudita. Algunos son raudos, y su figura imprecisa se agita de un lado a otro mientras nos sacan en manada. No quieren que estemos presentes si el vencido expira en la plaza. Entre tanto, Sansón abandona la plaza con aire resuelto, como un titán. Su mirada tropieza con el cuerpo de Cantos y yo espero que se muestre arrepentido. En cambio, exhibe un rostro indiferente, glacial, inexpresivo. Este combate no fue nada para él. Nosotros no somos nada para él.
En la escuela aprendimos acerca del mundo anterior a éste, el mundo de los ángeles y los dioses que vivían en el cielo y gobernaban la Tierra con amor y bondad. Algunos dicen que son sólo leyendas, pero yo no lo creo.
Los dioses aún nos dominan, han descendido de las estrellas y no les queda ni un ápice de bondad.
DOS
Nuestra casa es pequeña, incluso para los estándares de Los Pilotes, pero al menos tenemos una buena vista. Antes de que lo hirieran durante uno de sus permisos en el ejército, papá la construyó de tal forma que quedara en lo alto y pudiéramos ver el otro lado del río. Aun en medio de la neblina del verano es posible divisar los claros que antes fueron bosque, ahora relegados al olvido. Aunque semejan una epidemia, al norte y al oeste las colinas intactas son un recordatorio apaciguador. Todavía queda mucho por explorar. Más allá de lo nuestro, más allá de los Plateados, más allá de todo lo que conozco.
Subo las escaleras a casa, sobre madera gastada a la que las manos que por ella ascienden y descienden cada día han dado forma. Desde esta altura distingo algunas barcas río arriba que ondean con orgullo sus lustrosas banderas. Plateados. Ellos son los únicos lo bastante ricos para usar medios de transporte privados. Y mientras disfrutan de vehículos con ruedas, botes de recreo y hasta aviones a reacción que alcanzan grandes alturas, nosotros sólo tenemos nuestros pies, o una bicicleta si corremos con suerte.
Seguro que esas embarcaciones se dirigen a Summerton, la pequeña ciudad surgida en torno a la residencia de verano del rey. Gisa estuvo hoy ahí, con la costurera de la que es aprendiza. Ellas suelen ir al mercado cuando el rey está de visita, a vender sus productos a los comerciantes y nobles Plateados que siguen como patos a la familia real. El palacio se conoce como la Mansión del Sol, y dicen que es una maravilla, pero yo no lo he visto nunca. No sé por qué la familia real tiene otra casa, especialmente si el palacio de la capital es tan bello y elegante. Pero como los demás Plateados, tampoco ella actúa por necesidad. La mueve el deseo. Y consigue todo lo que se propone.
Antes de abrir la puerta al caos de siempre, le doy una palmada a la bandera que se agita en el zaguán. Tres estrellas rojas sobre tela amarillenta, una por cada uno de mis hermanos y con espacio para más. Con espacio para mí. Casi todas las Casas tienen banderas como ésta, algunas con cintas negras en lugar de estrellas, como mudo recordatorio de sus hijos muertos.
Dentro, mamá suda frente a la estufa, remueve un guiso mientras mi padre observa desde su silla de ruedas. Gisa borda en la mesa, hace algo hermoso y exquisito, y absolutamente incomprensible para mí.
—Ya llegué —digo, a nadie en particular.
Papá contesta agitando una mano, mamá inclinando la cabeza y Gisa sin dejar de ver su paño de seda.
Pongo junto a ella mi bolsa de cosas robadas, y hago sonar lo más posible las monedas.
—Creo que ya tengo suficiente para un buen pastel de cumpleaños para papá. Y para más baterías que duren hasta fin de mes.
Gisa