Al tercer día resucitó de entre los muertos. José Ignacio González Faus

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Al tercer día resucitó de entre los muertos - José Ignacio González Faus Cruce

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será en la resurrección de los muertos; se siembra en corrupción y se resucita en incorruptibilidad, se siembra en poquedad y se resucita en gloria, se siembra en debilidad y se resucita en fuerza, se siembra un cuerpo inteligente y resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15,12-13;20-23; 35-37; 42-44).

      En estas frases de san Pablo se encuentran las principales observaciones que conviene hacer para comprender el sentido de la expresión «resucitó de entre los muertos». Vamos a ir viéndolas en este capítulo.

      1. No mera reviviscencia

      En primer lugar y empalmando con lo dicho en el apéndice del capítulo anterior, en la Resurrección no se trata de una mera reviviscencia: lo que resucita es «otro» cuerpo distinto del que se había metido en la tierra. La Resurrección de Jesús (y nuestra resurrección final que deriva de ella) no tienen nada que ver con las experiencias, realidades, hipótesis o informaciones de resurrección que conocemos en esta historia: por ejemplo con la resurrección de Lázaro o la del hijo de la viuda, que cuentan los evangelios.

      No se trata, pues, de la vuelta de un muerto a esta vida, que sigue estando sometida al poder de la muerte y la vulnerabilidad de la libertad, es decir, sometida al poder de la degradación, física y quizá moral. Se trata no de una vuelta sino de una entrada. La entrada en otra vida nueva, que es la Vida misma de Dios. Si vale una comparación con nuestra limitada experiencia, no se trata de una «recuperación» del semen depositado en el vientre materno (mediante algún lavado vaginal o como sea) sino del «nacimiento» de ese semen, transformado en una vida humana y no meramente vegetal.

      Esa transformación de lo «sembrado» es la que intenta poner de relieve san Pablo con las expresiones que acabamos de citar: lo que muere («se siembra») es un cuerpo débil y corruptible, por inteligente que sea. Lo que resucita tiene atributos típicos de Dios: fuerza, incorrupción, Espíritu…

      Esto es muy obvio, pero es importante explicarlo porque, de suyo, la palabra «resurrección» significa para nosotros lo mismo que «reviviscencia». El lenguaje humano no tenía palabra para expresar lo que quería decir la Resurrección de Jesús. Hubo que recurrir a esa palabra (resucitar), tomada a nuestra idea de salir de la muerte, pero muy deficiente puesto que ahora ya no se trata de salir de la muerte para volver a morir más tarde: «Cristo resucitado –dirá expresamente Pablo– ya no muere (porque) la muerte ya no tiene poder sobre Él» (Rom 6,9).

      Para eludir esta ambigüedad se evitó en los comienzos el uso exclusivo de la palabra «resurrección» y se la acompañaba de otras (como exaltación, vida, sentado a la diestra del Padre…) que marcaban más ese matiz de la «definitividad» pero que, por provenir también de nuestro lenguaje humano, soportan otro tipo de ambigüedades1. Pero a la larga es muy difícil mantener esa pluralidad de lenguajes, y acabó imponiéndose (y casi exclusivizándose) la palabra «resurrección», generando inevitables malentendidos en muchas gentes, las cuales creerían a Jesús más resucitado, si todos hubiesen podido verle y tocarle por las calles de Jerusalén, días después de su muerte.

      2. Acontecimiento escatológico

      De lo anterior se sigue otra conclusión importante: la Resurrección no es un suceso de esta historia. Es un acontecimiento real, pero no histórico. Esto da razón de dos cosas que ha hemos ido destacando:

      a) la extrañeza de que solo una vez, y de Jesús de Nazaret, se haya testificado una Resurrección, tal como decíamos en el prólogo y encontraremos varias veces en este escrito. Se trata efectivamente de un acontecimiento único y sin paralelos.

      b) Y si es un acontecimiento único y sin paralelos en esta historia, se sigue de ahí algo a lo que aludimos de pasada en nuestro capítulo anterior: que no puede ser alcanzado simplemente por nuestra capacidad de conocer. Nuestro conocimiento histórico siempre conoce cosas de este orden histórico. En el capítulo anterior ya sugeríamos que, aunque hubiesen estado junto al sepulcro de Jesús todos los reporteros, cámaras y filmadores que acuden hoy como moscas a cualquier acontecimiento, no habrían podido testificar absolutamente nada. De ahí la tremenda ingenuidad fundamentalista del evangelio apócrifo citado en aquel capítulo.

      En este sentido, no falta cierta razón a quienes arguyen que, si decimos que la Resurrección no es un suceso de este orden histórico, lo razonable es desentenderse de ella puesto que no nos puede ser accesible. Pero quienes así arguyen olvidan otro elemento complementario: que la Resurrección, aunque no sea un suceso histórico, es un suceso real que toca y marca a esta historia. No es algo que pasa exclusivamente «en el cielo» sino, por así decir, en las relaciones del cielo con la tierra. Tiene referencias a un momento dado y a un lugar concreto de la historia, aunque luego los supere y solo los toque, por así decir, «tangencialmente». Y no solo tiene referencias, sino que «se ha manifestado» (por iniciativa de Resucitado) en las coordenadas y a personas de esta historia.

      Todo eso significa además que esta historia (o al menos parte de ella) está marcada y afectada por «Algo que es metahistórico». Metahistórico quiere decir que está no solo «fuera» de la historia sino «más allá» de la historia. Y ese «más allá» no es meramente algo «posterior» o superior a la historia, sino algo insuperable e inasequible para ella: no es solo una plenitud nueva o mayor (una cierta edad de oro de las que quizá se han dado en algunos lugares y momentos), sino una Plenitud Definitiva: la última posible. A esa ultimidad insuperable se la designa en el Nuevo Testamento con la palabra «escatología», derivada del griego eschatôn, que significa «último».

      3. Incognoscible y manifestado

      Lo anterior nos ayuda a comprender la transformación que sufre el Resucitado y que nos impide a nosotros reconocerlo. Si se me permite continuar la anterior analogía con lo que ocurre en la generación humana, diríamos que un espermatozoide o un óvulo «no pueden conocer» ni reconocer a un ser vivo, por más que este, en su germen primordial, hubiese sido «compañero» de ellos en algún depósito de células germinales humanas.

      Los evangelios suelen explicar esto con un recurso narrativo de sorprendente belleza y pedagogía: propiamente hablando, el Resucitado no «se aparece»: se hace presente pero no se le reconoce; camina con los discípulos de Emaús, dialoga con Magdalena, colabora en la pesca con los apóstoles…, pero estos no lo reconocen: creen que es el jardinero o un forastero que andaba aquellos días por Jerusalén, o incluso «un fantasma». Hace falta, además de la presencia, algún gesto manifestativo especial, por el que el Resucitado toma la iniciativa, y libera «sus ojos inhibidos que no estaban en disposición de reconocerle» (cf. Lc 24,16).

      De ahí lo difícil que ha de ser «describir» o «definir técnicamente» las experiencias pascuales a quienes no han sido sujetos de ellas. Es comprensible entonces que los evangelistas se desentiendan de ese esfuerzo y se limiten, bien al mero enunciado del hecho («vive», «se ha manifestado», etc.), bien a algunos elementos del «contenido» de esa manifestación, como por ejemplo su corporalidad, por nueva que sea (puede «comer» pero «atraviesa paredes»: cf. Lc 24,36-41), etc. Más adelante comentaremos algunos de esos puntos.

      Con una expresión tomada de nuestro lenguaje humano de reconocimiento, podríamos pues decir que lo que descubren los testigos es que aquel Jesús que se deja ver es «Él mismo», pero no es «el mismo» (sin acento ahora y marcando la diferencia entre el pronombre y el artículo). Es «aquel mismo Jesús que vosotros matasteis» (como diría san Pedro en uno de sus primeros discursos en el libro de los Hechos). Pero ya no es el mismo Jesús que cualquiera de vosotros podía ver cualquier día y a cualquier hora de su vida terrena. Igual que la planta que brota es «aquella misma semilla» que fue sembrada, pero ya no es la misma porque no es un mero grano de trigo.

      Por

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