Perlas en el desierto. Antonio García Rubio
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No hemos de olvidar que vivimos con él, por él, en él y para él, como proclamamos cada domingo en la eucaristía, con nervio, las comunidades parroquiales y cristianas; y tampoco olvidemos que actuamos en su nombre para consolidar su Reino. Esa es la verdad: «Si consideramos que nuestra fe constituye un movimiento de la humanidad hacia Dios, solo podremos seguir siendo egocéntricos y terrenales. Pero si lo contemplamos como un movimiento de Dios en dirección a nosotros, nos hallamos envueltos en él, en lo más profundo, trascendiéndonos y retornando al Padre por el Hijo» 4. Como advierte John Main, hemos de superar el egocentrismo de nuestra espiritualidad. En la verdad desnuda del Dios que toma la iniciativa de amor hacia el hombre hemos de fundamentarnos para no errar.
Las perlas que ponemos sobre la mesa de la reflexión y la oración están extraídas de la frágil hondura de un hombre solitario, del desierto, de un cristiano creyente tozudo en su ser y en su actuar cotidiano. Charles-Eugène de Foucauld Pontbriand, apodado el «morabito [marabout: hombre de Dios] cristiano», el «morabito blanco», el «hermano universal». Carlos de Foucauld recibe el don sagrado de la fe en una Iglesia de la que se había apartado. Y mantiene un diálogo sincero con sus hermanos del islam, a los que se acerca a través de la humanidad de Cristo Jesús. Él mismo se entraña en Jesús y se nutre de él en su soledad infinita; como infinitas son las arenas del desierto entre las que acabó encontrando la muerte y la vida inmortal.
Foucauld es consciente de las diferencias entre los hombres y sincero defensor de la fe de sus adversarios y amigos; es un creyente sin igual, desmesurado en su vida y en sus búsquedas, absolutamente original y capaz de impactarnos y provocarnos. Y, a la par, es un auténtico testigo del Evangelio y de la evangelización en medio de la noche oscura, de la zozobra y de la indiferencia hacia su fe de la mayoría que le rodeaba. Es un creyente firme, convencido hasta los tuétanos.
Es Foucauld quien me ha despejado la mente en la búsqueda de un camino para pensar en ese cristianismo reformado y renovado que ha de abrirse paso necesariamente en medio de la diversidad social, cultural y religiosa de nuestra sociedad. Para andar por esta senda, lo primero de todo veo necesario el renacer de un cristianismo de mujeres y hombres bautizados adultos, que sean luminosos, atractivos, fraternos y comprometidos. Y ese camino necesariamente pasa por la incorporación del laicado cristiano a la vida pastoral y evangelizadora del siglo XXI. El camino auténtico, que nace del Evangelio y nos lleva a él, ha de volver a concentrar su mirada en el sacramento clave. El único sacramento que nos adentra en el misterio trinitario y en el misterio de la sanación y salvación del hombre. El sacramento que nos iguala a todos y nos hace ser una fraternidad unida y creíble: el bautismo. En el bautismo nos encontramos todos. El bautismo es el sacramento que recrea el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia universal y concreta.
El papa Francisco clama un día sí y otro también contra el clericalismo. Contra ese modo de vivir la Iglesia que se ha vuelto autorreferencial y se ha alejado del pueblo creyente y de la fuente de agua viva. Ese modo que, olvidando su nacimiento común en el bautismo, se ha institucionalizado como un grupo de aparentes selectos que toma el mando de la situación y el protagonismo de la historia de la salvación. El clericalismo está concluyendo, y ha de dar paso, si queremos que el pueblo de Dios vuelva a poner sus ojos en la fe cristiana, a un nuevo modo de ser y de vivir la fe en el mundo, partiendo del desarrollo del bautismo desde las vocaciones laicales.
Un bautizado adulto se sabe responsable de mantener el compromiso activo de su fe, de tejer los hilos de la fraternidad y de experimentar una tendencia natural a la comunión con sus hermanos cristianos. Renace en el tiempo presente como un espíritu luminoso y como un amante del diálogo sincero con los miembros de otras tradiciones religiosas. El laico cristiano, que se asienta en una relación abierta y sincera con los otros, está aprendiendo a valorar la infinita y bella pluralidad de las diferencias. Y, cuando se acercan por primera vez a un hermano anglicano, abrazan a un musulmán o enlazan su mano con una mujer judía, experimentan que se les caen los prejuicios y que en esos gestos tan elementales notan que les cambia la mirada de su corazón creyente y les salen alas con las que emprender nuevos vuelos en la historia de la salvación.
Solo desde esta adultez, profundamente bautismal y laical, que se tiene por imperfecta, que respeta y se sabe entre iguales, podrá nuestra Iglesia pedir respeto para su fe y sus tradiciones. Esta actitud de apertura a las diferencias supone una verdadera purificación personal y comunitaria. Foucauld fue el gran precursor. Nos muestra un camino de conversión que reconoce en los otros algo trascendente que nos cuestiona y alienta, consciente de que nosotros portamos un fuego esencial que enriquece y sana a los otros. La adultez bautismal es la aceptación serena de la diversidad, que lentamente nos encamina a un nuevo modo de ser y vivir la fe y hacia la reconciliación y la paz con la humanidad. Un proceso íntimamente ligado al santo Evangelio.
Y, como es sabio mirar desde otras perspectivas, miremos también desde la óptica de un rabino judío actual. En el libro La dignidad de la diferencia. Cómo evitar el choque de civilizaciones, Jonathan Sacks parte del planteamiento de Platón de que
las particularidades son imperfecciones, fuentes de error y de prejuicios. Y que la verdad, por el contrario, es abstracta, atemporal, universal, la misma para todos en todas partes. Ese pensamiento ha llevado a la filosofía y a las religiones occidentales a estar hechizadas por el fantasma de Platón. Y el resultado es inevitable y trágico. Si toda verdad –religiosa o científica– es la misma para todos en todo momento, entonces, si yo tengo razón, tú tienes que estar equivocado 5.
Aquí está, según él, la raíz de muchos males, de crímenes horrendos y del increíble derramamiento de sangre a lo largo de estos siglos. Y así Occidente, bajo estos esquemas religiosos, políticos o económicos, ha exterminado las formas más frágiles de vida y ha hecho disminuir «la diferencia».
Sacks se une a un camino abierto para las religiones por el que muchos ya transitan desde hace tiempo:
La proposición que hay en el centro del monoteísmo es que se adora a la unidad en la diversidad. La gloria del mundo creado es su asombrosa multiplicidad: las miles de lenguas habladas por la humanidad, la proliferación de culturas, la inabarcable variedad de expresiones imaginativas del espíritu humano, en la mayoría de las cuales, si escuchamos detenidamente, oiremos la voz de la sabiduría, que nos dice algo de lo que necesitamos saber 6.
Esta es «la dignidad de la diferencia» de la que habla.
Estamos en un tiempo nuevo, y el hermano Carlos es una lámpara resplandeciente que lo ilumina. Cada día son más los cristianos, con el papa Francisco a la cabeza, enamorados de este mundo de diferentes. Así podemos dar gloria a Dios y hacer que el universo progrese por caminos de paz, de comprensión, de concordia y de crecimiento hacia el Reino. Cada cual ha de renunciar a algo, nunca algo esencial, para evitar el choque y para que sea posible el diálogo de civilizaciones.
Y es en esta perspectiva y en este tiempo en los que nace este escrito, en el que he creído que un hombre como Carlos de Foucauld, un hombre con su temple y situado minoritariamente en el centro de la vida del islam podía ser el que nos diera las claves para afrontar la evangelización en medio de las diferencias y en el tiempo presente de la fe.
Pienso con humildad de corazón y desde el silencio al que me invita Foucauld que es hora de que dejemos a un lado durante un tiempo la evangelización directa y obsesionada