Perlas en el desierto. Antonio García Rubio

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Perlas en el desierto - Antonio García Rubio Sauce

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soñado por el Padre. Todos, como hijos de la humanidad, conformados por las manos de Dios y llevando su huella y su marca en las manos. Todos formando la gran familia de la plenitud.

      Las religiones –dice Melloni– se han equivocado en su pretensión de totalidad, que les ha hecho secuestrar el Misterio. Cada una ha pensado que agotaba los caminos hacia el Absoluto absolutizando su propio camino, en lugar de aceptar y de alegrarse de que pueda haber otros múltiples accesos para llegar a esa misma Plenitud 10.

      Foucauld puede decir que cada hombre es un hermano muy querido. Nadie es ajeno a quien proclama el Evangelio, aunque sea diferente o se postule como enemigo.

      «¡Qué grande es Dios! ¡Qué diferencia entre Dios y todo lo que no es él!» 11

      «Yo pensaba que el hombre era grande y me equivoqué, pues grande solo es Dios», así rezaba un canto infantil del posconcilio que se cantaba en las catequesis infantiles. Solo Dios es grande. Suena a ese «Alá es grande» de los hermanos musulmanes, con los que Carlos aprendió a volver a mirar la grandeza de Dios y el sentido de su vida. Su grandeza se experimenta cuando está presente en el corazón del hombre. Y la ruina se vive cuando desaparece o no aparece. Un Dios grande, no un dios pequeño y manipulado. El evangelizador conformado con Cristo siente un santo temor de convertir al Dios grande y misericordioso en un diosecillo manoseado al que utilizar en su propio provecho.

      «Aquí soy el confidente y a menudo el consejero de mis vecinos» 12

      El que vive para el Evangelio sabe que vive para el servicio de los hermanos. Esa es una de las pruebas de la veracidad de la fe de los hombres elegidos para llevar en su mochila el Evangelio.

      «¡Sentirse en manos del Amado, y de qué Amado; qué paz, qué dulzura, qué abismo de paz y confianza!» 13

      Foucauld enseña algo que está más allá de lo inmediato, de la vida común, de lo que se ve y se toca. Aunque está en el centro. Se ha de entrar a través del silencio y de la oración personal y comunitaria en las entrañas del misterio del amor de Dios. Y ahí el evangelizador ha de sentirse en las manos del Amado, en ese abismo de paz ilimitada y de confianza; las mismas que tiene el niño confiado en los brazos de su madre o su padre, como canta el salmista: «Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo materno. ¡Mi deseo no supera al de un niño!» (Sal 131,2). Todo un proceso vivido místicamente, como paz y dulzura en el Amado. La relación interpersonal con el Amado, en la oración y en la calidez del servicio a los pequeños es el don por excelencia y el motivo para que la Evangelización sea verdadera. Es el Amado el que estruja con ternura, el que le da al cristiano su forma y su figura, el que cambia todo en el hombre y lo vuelve nuevo.

      «Es el trabajo que prepara la evangelización: crear la confianza, la amistad, el apaciguamiento, la fraternidad» 14

      ¿A qué aspira el cristiano adulto que se ha preparado diariamente, se ha formado y conformado con el Amado a la hora de ponerse en marcha como un obrero del Evangelio? Carlos de Foucauld lo retrata perfectamente con cuatro palabras: confianza, amistad, apaciguamiento y fraternidad. Es un trabajo fecundo de preparación de la tierra, para que sea el lugar en el que el Reino de Dios comience su aventura. Una aventura que culminará en la presencia del Hijo resucitado, Señor del universo. El evangelizador se ha de apaciguar, generar confianza, cultivar la amistad, que es don de Dios, y hacer florecer la fraternidad en la diversidad, que es el andamiaje del Cuerpo de Cristo, en la vivencia del Evangelio de la reconciliación de todos en el Uno y Trino.

      «Para los hijos de la Iglesia, incluso las aparentes derrotas son un Te Deum perpetuo, porque Dios está con nosotros» 15

      Nada han de temer el hombre y la mujer que se han impregnado del buen olor del Evangelio y se saben llamados a las tareas del Reino. Su entrega vital, como la de Cristo, la de Carlos o la de tantos cristianos, puede convertirse en una aparente, frustrante o rotunda derrota. Esto nos es fácil de entender en una sociedad que busca con ansiedad el triunfo y el éxito. El creyente es estrujado como la naranja para obtener un buen zumo. Y para el cristiano que dedica la vida a la obra de Dios, toda derrota, la vida misma, acaba siendo alentada y animada con un canto de victoria y de gloria, como el Te Deum:

      A ti, oh Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos. A ti, eterno Padre, te venera toda la creación [...] Salva a tu pueblo, Señor, y bendice tu heredad. Sé su pastor y ensálzalo eternamente. Día tras día te bendeciré y alabaré tu nombre para siempre, por eternidad de eternidades.

      La victoria de la cruz ha provocado en el evangelizador la experiencia de una fe adulta que le susurra al oído que todo está bien y que llegará a su culminación victoriosa. Y eso le hace cantar gozoso. Dios camina con su pueblo, y solo él conoce bien adónde va cada vida y la vida entera de la humanidad. Y, a pesar de las noches oscuras, los que proclaman el Evangelio confían alegres y pacientes en él. Y en la espera del día entonan cantos de alabanza; esa es la gran fiesta de la comunidad creyente.

      La alabanza es una necesidad del amor. La alabanza no es otra cosa que la expresión de la admiración; por lo que necesariamente se encuentra (o contenida interiormente, pero existiendo muda, silenciosa en el fondo del alma, o publicada hacia fuera por la palabra) dondequiera que haya verdadero amor. Alabemos por tanto a Dios, interiormente con la muda alabanza de una contemplación amorosa, y exteriormente con las palabras de admiración que, al admirar sus perfecciones, saldrán de nuestros labios. Sirvámonos a menudo para ello de los cantos de alabanza de la Sagrada Escritura, ya que Dios ha sido lo bastante bueno como para entregamos esas palabras divinas con las que nosotros, tan pobres e impotentes, podemos rendirle una alabanza celeste 16.

      SÍNTESIS DE LA PRIMERA PERLA DESCUBIERTA EN EL DESIERTO DE FOUCAULD

      La Iglesia ha de cultivar hoy, como efecto de la profunda crisis histórica del cristianismo, una nueva y revolucionaria generación de cristianos bautizados, transformados por el fuego del amor de Dios y sensibles con el Evangelio.

      Cristianos que, nacidos en el silencio orante y la inserción en el pueblo pobre, sepan ser discretos y humildes portadores de luz. Discípulos y pescadores de hombres.

      Cristianos formados, adultos, capaces de dialogar sin miedos, de ser hermanos, hijos de Dios, miembros de una sociedad plural. Cristianos cuyo objetivo es una comunidad renovada de adultos en formación continua.

      Cristianos que realizan un exhaustivo discernimiento sobre su madurez humana y sobre su grado de vivencia de la fe y del Evangelio, con un auténtico y audaz acompañamiento espiritual.

      Cristianos con una tarea prioritaria: aventurarse en el conocimiento y la vivencia del Evangelio, sustentado en la confianza y la alabanza.

      Cristianos que, si renacen como hombres adultos, hijos de comunidades adultas, profundos en la fe, conformados con Cristo y configurados con él, estimularán el nacimiento de una nueva generación de cristianos capaces de afrontar el diálogo con el humanismo excluyente. Y proclamarán el Evangelio en el ambiente de una sabia y humilde convivencia comunitaria.

      SEGUNDA PERLA:

      LA CONVERSIÓN AGRANDA EL TEMPLE DEL AVENTURERO

      FRAGUAR Y CONFORMAR UN HOMBRE DE FE

      Un curioso afán aventurero me ha guiado a lo largo de mi vida. No puedo negarlo. Me educaron en casa y en la parroquia para ser un aventurero de la fe desde niño. Pero este aventurero poco tiene que ver

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