Perlas en el desierto. Antonio García Rubio

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Perlas en el desierto - Antonio García Rubio Sauce

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aunque le apasione investigar y conocer mundos, ya no por descubrir, y descubrirlos por sí mismo. El posmoderno sí que «ha dado en no creer en nada», que decía Machado 1, alardeando de una segunda inocencia.

      La búsqueda de la verdad, objetivo del aventurero del pasado, parece haber desaparecido del horizonte y del pensamiento actual. Y en su lugar, de un modo desgarrador, los hombres huyen de las verdades recibidas. ¿En qué mundo puede rastrear un joven explorador y aventurero de este siglo? ¿En una tableta? Por ahí comienzan los nuevos innovadores. Pero, para los jóvenes, y para una mayoría en el mundo occidental, las aventuras actuales acaban siendo nocturnas. Y las verdades que se buscan vienen cosidas entre salchichas y cervezas, cuando no drogas y fuertes bebidas, para salvar las noches del jueves, del viernes y del sábado de cada semana. ¿En qué laberinto de pasiones inútiles habrá que entrar para favorecer un poco de aventura legítima? Se da una grave frustración en muchos jóvenes aventureros. Por ello, los aventureros del Evangelio han de tener en cuenta esta realidad. Nos lo sugiere la misma vida de Foucauld.

      Carlos de Foucauld puede ser un maestro que oriente la gran aventura del Evangelio. Él es el símbolo de las rodillas que se hunden en el barro de la propia historia y que acaban doblegando a un espíritu indómito, reconvirtiendo magníficamente el afán aventurero. Toda su historia es una historia de aventuras, de conversión, de aventura convertida.

      El camino de la conversión y de la aventura es, según Foucauld, la oración: «La mejor oración es aquella en la cual hay más amor». O como decía Mahatma Gandhi: «La oración cotidiana añade algo nuevo a la vida».

      La llamada de Dios –dice Carlo Carretto– es algo misterioso, porque viene de la oscuridad de la fe. Además, tiene una voz tan débil y discreta que se necesita todo el silencio interior para percibirla. Y, sin embargo, no hay nada tan decisivo y perturbador para un hombre sobre la tierra, nada más seguro ni más fuerte 2.

      En el recorrido de la existencia de cada creyente es necesario tomar algunas decisiones rigurosas, como hizo el vizconde de Foucauld aconsejado por el padre Henri Huvelin. Decisiones que transforman y dan un vuelco completo a la vida. Foucauld, que sintió en su barro la llamada perturbadora de Dios, ya era un aventurero antes de tener fe; y palpitaba con el espíritu aventurero de finales del siglo XIX.

      Foucauld realiza algunos viajes de exploración entre 1882 y 1886.

      Seducido por el África del Norte pide la baja en el ejército y se traslada a Argel para preparar científicamente un viaje de exploración a Marruecos. Estudia las lenguas árabe y hebrea. Como ya hemos visto, llegará a decir: «El islam me ha provocado una honda convulsión» 3. Entre junio de 1883 y mayo de 1884 recorre clandestinamente Marruecos, disfrazado de rabino, con el rabino Mardoqueo como guía. Su vida peligra en varias ocasiones. Queda impresionado por la fe y la oración de los musulmanes. Entre 1885 y 1886 viaja por los oasis del sur de Argelia y de Túnez. Al volver a París se reencuentra con su familia y, de un modo muy especial, con su prima Marie de Bondy. Por aquellos días vive como un asceta, con austeridad espartana. Se interroga acerca de la vida interior y la espiritualidad. Sin fe, entra en las iglesias y repite una extraña oración: «Dios mío, si existes, haz que te conozca».

      El aventurero del desierto se queda atónito y paralizado en su existencia. Los musulmanes, que le han ayudado a entender su vida como radicalmente disoluta, le llevan también a comprender que la aventura de su ego, roto y buscador de acontecimientos que le satisfagan, no tiene ningún sentido. Y desesperadamente, como diría nuestro poeta Blas de Otero, busca y busca un algo, qué sé yo qué:

      Desesperadamente busco

      un algo, qué sé yo qué, misterioso

      capaz de comprender esta agonía

      que me hiela, no sé con qué, los ojos.

      Desesperadamente, despertando

      sombras que yacen, muertos que conozco

      simas de sueños, busco y busco un algo,

      qué sé yo dónde, si supierais cómo.

      A veces me figuro que ya siento,

      qué sé yo qué, que lo alzo y lo toco,

      que tiene corazón y que está vivo,

      no sé en qué sangre o red, como un pez rojo.

      Desesperadamente lo retengo,

      cierro el puño, apretando el aire solo...

      Desesperadamente sigo y sigo

      buscando sin saber por qué, en lo hondo.

      Desesperadamente, esa es la cosa.

      Cada vez más sin causa y más absorto,

      qué sé yo qué, sin que, oh Dios, buscando

      lo mismo, igual, oh hombres, que vosotros 4.

      Y, curiosamente, solo un aventurero que renuncia a sus aventuras juveniles, centradas en su ego, será capaz de emprender una aventura aún mayor: la que responderá a esa búsqueda desesperada y narrada por el poeta. Foucauld lo aprenderá pronto, aprenderá dónde está la fuente de su nueva aventura: «Es necesario orar mucho para mantenernos fieles en cualquier situación». A esta experiencia de Foucauld se asemeja cualquier vida que se sienta atraída por el fuego del Evangelio. La de muchos cristianos que, alejados de la fe durante unos años, sin dejar de estar en ella, buscan aventuras en esos frentes nocturnos que les hacían sentirse «cansados de buscar la vida», como cantaban los de Mi Pequeño Mundo 5.

      RODILLAS CLAVADAS EN EL BARRO

      Esa naciente aventura desconocida para Foucauld comienza, gracias al padre Huvelin, con un extraño acto –para muchos hombres de hoy– de acatamiento que doblega su ser y le provoca una profunda conversión. Es en ese instante de su vuelta a casa en el que, incompresiblemente, el hermano Carlos cae de rodillas. Ahí y así emprende un tiempo nuevo unido al tiempo de Dios, al kairós de Dios, para el que ya estaba predispuesto. Este concepto de la filosofía griega representa un lapso indeterminado en el que algo importante sucede. Su significado literal es «momento adecuado u oportuno». En nuestra teología cristiana se asocia al «tiempo de Dios». Es el tiempo de la conciencia en el que se hace presente la luz, renace la esperanza y comienza, aquí y ahora, la libertad, la liberación, el presente Reino de Dios.

      Todo se convierte, a partir de este kairós, en una nueva andadura. Foucauld se hunde definitivamente de rodillas en el barro de su propia miseria, de su árido y conmovedor desierto; y así, con el gesto de doblegarse hace posible que del barro y las arenas del desierto nazca, por obra de la gracia que provoca el padre Huvelin, un nuevo espíritu indómito, libre, increíble y triplemente aventurero. Esta es una conversión progresiva en Carlos de Foucauld. Esa gracia de la conversión va a purificar poco a poco su temperamento. Y de no ser por ella, y por la influencia indecible del padre Huvelin, habría sido conducido al fanatismo y al fundamentalismo, tentación tan actual en muchos ambientes juveniles de hoy y de siempre.

      A partir de ese instante de luz, la vida entera de Carlos de Foucauld se convierte en una anónima, sigilosa y verdadera aventura, y su persona, en un guía espiritual para todo aquel que desee adentrarse en el secreto y en el itinerario del cómo y del dónde se fragua un hombre de Dios. Y

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