Camino al colapso. Julián Zícari
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El desconcierto en el cual se hundía la situación argentina era muy grande. No solo el Estado estaba en crisis, sino también el tipo de sociedad del cual se desprendía. La autoridad pública, las alianzas políticas o el ahogo financiero eran tan solo algunas de sus marcas. La hiperinflación si bien parecía ser el problema más patente no era el único. Sino que más bien era la consecuencia económica de una avasallante crisis política bajo la cual era imperioso rearticular a los diversos actores sociopolíticos bajo una nueva arquitectura política.
Las nuevas leyes de empleo significaron un retroceso gigantesco en términos de protección social y laboral. Se legalizaron los contratos basura, se ampliaron los tiempos del periodo de prueba, se redujeron las indemnizaciones por despido y por accidentes laborales. Parte del sueldo comenzó a poder pagarse en especias a partir del sistema de tickets de alimentos, se impuso un límite a las asignaciones familiares en algunas categorías salariales y se bajaron los aportes patronales. La edad jubilatoria se elevó cinco años (los hombres se retirarían a los 65 años y las mujeres a partir de los 60), alargando la edad “productiva” para que el mercado tuviera mayores recursos. Además, los nuevos convenios colectivos incluyeron la negociación por empresa y por establecimiento, descentralizando las negociaciones laborales y salariales que habían sido el pilar de fortaleza del sindicalismo argentino. “De esta manera, –explicaba el presidente– desaparecerán los poderosos sindicatos con alta influencia en la vida política del país” (Clarín 26/06/1991 citado en Grassi, 2003: 119). Menem celebró el 17 de octubre de 1990, paradójicamente, con un decreto que limitaba el derecho a huelga y llamó a debilitar al todopoderoso poder gremial, el cual no era más que figurado como un estorbo para la modernización, ya que si el trabajo argentino quería ser competitivo con respecto al mundo este debía “flexibilizarse”. De ahora en más, algunas ramas podrían extender la jornada laboral a 12 horas diarias, las empresas podrían dar a sus empleados vacaciones en el periodo del año que encontraran conveniente o conceder francos sin previo aviso y sin remuneración. El mismo Menem después del primer paro general de la CGT, en noviembre de 1992, celebró “El paro fue un fracaso total […] se terminó la omnipotencia de los dirigentes sindicales” (La Nación 10/11/1992 citado en Grassi, 2003: 119).
Explicar este avance violento, desmedido y unilateral en el ámbito laboral, y especialmente contra los sindicatos, solo puede hacerse entendiendo la propia interna del peronismo. En efecto, como se vio, si bien el partido gobernante era el peronismo, Menem no era inicialmente ni su presidente ni contaba con el sometimiento absoluto de todas sus facciones; donde muchas de las bancas parlamentarias eran más bien de los renovadores. Pese a esto, Menem entendía que era vital para su proyecto contar con el apoyo interno peronista, ya que sin él podría verse condenado al desastre. Aunque siempre considerando que su giro neoliberal, frente a un partido mayoritariamente estatista, podría volverlo a la vez enterrador y víctima de intentar llevar a cabo semejante proeza de transformación. Porque la experiencia peronista de los años 70 había demostrado lo peligroso que se podría volver un partido tan indócil como el peronista y la lucha interna de sus facciones. Así, comenzó a manejar muy bien la regla de oro del partido que señalaba que ‘el que gana, gobierna; y el que pierde, acompaña’, lo cual le facilitaría construir alianzas estratégicas con los diferentes actores, puesto que ahora el control del Estado –con sus recursos, cargos, presupuestos y demás prerrogativas– estaba en manos de Menem, y con ello, la supervivencia de más de un dirigente pasó a depender de él.
De este modo se establecieron dos tácticas prioritarias: vaciar de autoridad al partido justicialista como fuente genuina de poder –restándole recursos a las corrientes internas–, y por el otro, colonizar al partido desde el Estado (Levitsky, 2003: 225). A los díscolos, el vicepresidente Duhalde les advertía: “A nadie le interesa quién es el presidente del partido. El conductor del movimiento es Menem” (Clarín, 08/06/1990). Así, señaló un protagonista: “Muchos renovadores llegaron a la conclusión de que aliarse con Menem era la mejor manera de sobrevivir políticamente. Como dijo un dirigente local, ‘todo el mundo corrió hacia Menem porque tenía miedo de perder lo que había logrado’” (Levitsky, 2003: 222)4. De manera pronta, Menem comenzó a desarticular facciones a partir de sumar a sus miembros como funcionarios, muchas veces a título individual a su gobierno y como forma de disciplinar disidencias. Sobre todo, en el ámbito gremial y obrero. Así el gobierno debió comenzar a armar su relación con los sindicatos como un pilar al que debía cooptar y disciplinar a la vez y del que era indispensable contar con su apoyo. Por ejemplo, el primer ministro de trabajo fue Jorge Triaca, proveniente de las “62 organizaciones”, quién facilitó de forma extrema el proyecto menemista, señalando que ‘como sindicalista’, “si Menem dice que necesita seis años sin paros, vamos a tener que respetarlos” (La Nación, 10/06/1989). Otro gremialista se manifestaba en la misma dirección: “No debemos pedir participación en el gobierno, puesto que ya la tenemos porque somos gobierno” (Clarín, 03/08/1989). Siendo todavía más radical el gastronómico Luis Barrionuevo: “Acá en la Argentina se terminó, por mucho tiempo, la confrontación… No es tiempo de poner palos para trabar la rueda ni hay derecho de reclamarle nada a un presidente como Carlos Menem. Lo que él pueda dar lo va a dar porque conoce las necesidades de su pueblo” (citado en Grassi, 2003: 118), rematando “acá la única es estar con Menem” (Clarín, 04/08/1989).
La mayoría de los grupos obreros, sobre todo los orgánicos al partido, se fueron sumando en forma de aluvión a los ‘nuevos tiempos’. En muchos casos, con la dirigencia gremial se trató de un simple intercambio de prebendas o algún puesto en el gobierno. Por ejemplo, la CGT San Martín prestó su apoyo a la ley de flexibilización laboral y de contratos de trabajo obteniendo como contrapartida la ley 24.070, con la cual el Estado se hizo cargo de las deudas de las Obras Sociales y de los sindicatos (Rapoport, 2000: 942). En otros casos, adscribieron directamente a los postulados tratando de evitar la confrontación y las huelgas entendiendo que el país debía modernizar sus relaciones laborales, abandonando la puja distributiva. Por último, sectores minoritarios rompieron la unidad gremial como método de resistencia. Aunque cada quiebre representó tener un sindicalismo más dividido y debilitado, donde los grupos mayoritarios fueron aquellos que se sumaron en distintas formas y motivos al discurso neoliberal que se propugnaba desde el poder ejecutivo.
Es así que varios dirigentes gremiales estuvieron al frente de las negociaciones en las privatizaciones –obteniendo ‘acciones obreras’ de las compañías que pasaron a cotizar en la bolsa–, mientras que muchos se hicieron dependientes de los fondos de la ANSSAL para mantener en orden las cuentas sindicales. Además, la política obrera menemista fue contundente y sumamente dura con los disidentes. Se sacaron personerías gremiales, se intervinieron sindicatos, declararon ilegales huelgas y –cuando no– se utilizó la represión lisa y llana de la policía frente a las manifestaciones en distintos lugares del país. Decía Menem: “100 mil trabajadores que puedan concentrarse en Plaza de Mayo, no podrán contraponerse a los 5 millones de votos que hemos conseguido” (La Nación, 28/09/1991). Con lo cual, el sindicalismo no pudo organizar