Camino al colapso. Julián Zícari
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Con el discurso de subordinación y de reconversión a favor del capital, la CGT, los sindicalistas y –en especial– los trabajadores, fueron perdiendo protagonismo como actores merecedores de interpelación del nuevo discurso. De a poco dejaron de ser “la columna vertebral” del movimiento o los agentes que recibirían los mayores beneficios como en las viejas épocas, pasaron a ocupar un lugar relegado y debieron también ellos renovar sus banderas, consignas y objetivos. Así, se puso en marcha el proyecto de crear un “nuevo sindicalismo empresarial”, que dejaría de lado la cultura de la confrontación para pasar a negociar y estar en concordancia con el empresariado y con las necesidades de lo que pasaban a considerar solo un afiliado/usuario y no más un actor político5.
Ante la visibilidad pública, a los dirigentes sindicales solo pasó a importarles los ingresos provenientes de las obras sociales, la cantidad de afiliados o evitar problemas públicos por cuestiones legales ligadas a la corrupción. Así, de manera solidaria, contrapuesta y complementaria como indica Grassi (2003: 119) “mientras los grupos empresarios mantenían diferencias reales de intereses en correspondencia con los sectores económicos a los que representaban, pero lograron reconstruir un bloque hegemónico, el sindicalismo se enfrentó a un juego de controversias, rupturas, coaliciones transitorias, en correspondencia con los intereses inmediatos de sus propias organizaciones y con el posicionamiento partidario y poder interno de los líderes, pero que no representaba ni se conectaba con las necesidades de la heterogénea configuración de las clases y los sectores que son la fuente de su legítima existencia”. La protesta popular pasó casi de un solo golpe a fragmentarse, aislar sus luchas y a asumir –cada una de ella– una perspectiva particularista, como si cada reivindicación, reclamo o resistencia fuera solo una demanda de grupos desconectados unos de otros, pasando cada conflicto a ser entendido desde el nuevo discurso dominante como simples “problemas sectoriales” o de “coyuntura”. De ese modo, los cientos de marchas de los jubilados reclamando aumento en sus haberes, los paros y movilizaciones de los maestros o las luchas de los empleados públicos que intentaban detener o resistir las privatizaciones en sus empresas no lograron articularse de modo tal de responsabilizar a un mismo enemigo común, el proceso neoliberal como instancia global, como el mismo proceso o causa de todos ellos.
Esta lógica de individuación y aislamiento que se logró en la luchas y en las resistencias de los actores sociales subalternos no debe ser descuidada, ya que permitió además el enorme triunfo ideológico de invertir los términos de la responsabilidad en los agentes. En este sentido, si en los tiempos de oro del Estado de Bienestar la pobreza o el desempleo eran entendidos como la insuficiente implementación de las políticas gubernamentales, a partir del nuevo giro discursivo la carga pasaría a estar asignada de forma opuesta: quienes padecían una situación inequitativa (no tener empleo, bajos suelos, etc.) pasaron a ser culpabilizados, ya sea por sus propias carencias de formación, experiencia o simplemente por la ‘mala suerte’. Donde el progreso o malestar social se trastocaron en “éxito” o “fracaso” del individuo, destruyendo el sentido de lo comunitario y colectivo. Con lo cual, los fuertes núcleos de la protesta social pasaron a presentarse como esporádicos e inorgánicos contingentes de trayectorias individuales agregadas, convergiendo solo bajo la forma de “estallidos”, sin estructuras o instituciones de contención con las cuales contar –salvo las ya señaladas–, lo que impedía la institucionalización y una mayor eficacia en su accionar. Así, el campo de la lucha popular fue perdiendo poder, herramientas y formas para contrarrestar el avance empresarial, por lo que el trabajo se puso de rodillas ante el capital.
Con los dirigentes sindicales cooptados, los recursos del Estado a favor de Menem, el triunfo electoral que lo acompañaba y el progresivo apoyo de los sectores de poder económico concentrado, Menem terminó por adueñarse del justicialismo y de barrer los núcleos de oposición que se resistieron6. Frente al vendaval de transformaciones que Menem estaba llevando a cabo, desde el ‘ala política’ solo 8 diputados de un total de 120 (el 7%) con los que contaba el PJ se animó a romper filas contra él, reclamando pelear por volver al “verdadero peronismo”. En agosto de 1990, Antonio Cafiero, al intentar un plebiscito para lograr su reelección en la gobernación de Buenos Aires, fue derrotado por una abrumadora mayoría (el 67% de los votos) en su contra, resultado que puso fin a sus sueños de representar una alternativa a Menem. Al año siguiente, en las elecciones por esa misma gobernación, la lista peronista enfrentada al menemismo –que llevó al sindicalismo disidente de Ubaldini– solo consiguió el 3% de los votos en toda la provincia; de manera inversa, en esa elección, el candidato del gobierno (el vicepresidente Eduardo Duhalde) consiguió una victoria abrumadora, con lo cual el oficialismo se quedó con el distrito más importante del país. Así, cada resistencia interna fue barrida, demostrando a los ojos de los dirigentes justicialistas que las posibilidades de competir contra el Presidente eran mínimas. Lo cual hizo menguar las críticas y ganar en disciplinamiento interno y se terminó por reforzar aún más el poder de Menem. Ya para noviembre de 1992, cuando la CGT decretó el primer paro general contra el gobierno, el PJ se opuso de manera abierta por primera vez desde el retorno de la democracia a una huelga, argumentando que “no había motivos” para realizarlo (Levistisky, 2003: 189). Durante todo el periodo, ni una sola vez el Consejo Nacional Partidario estuvo contra las medidas adoptadas por Menem, y se aprobó la mayoría de ellas no solo con el aval del PJ, sino con el voto de casi todos sus legisladores en el Congreso, haciendo que la acción oficial pasara únicamente por los dictados del poder ejecutivo7.
Sin embargo, la concentración de poder en manos de Menem no se remitió unicamente a conseguirla al interior de su partido, sino que esta se amplió de manera paralela a los distintos niveles del Estado. No solo el PJ era el grupo preponderante en ambas cámaras del Congreso nacional, lo cual le permitía tener la llave del poder legislativo, sino que además a partir de abril de 1990 había conseguido ampliar el número de miembros de la Corte Suprema de Justicia, pasando de 5 a 9, la cual fue utilizada por el gobierno para poner como jueces a amigos personales que le respondían en forma directa. Así, con esta modificación, pasó a garantizarse una “mayoría automática” en el máximo tribunal judicial del país, que fallaba constantemente a su favor, el cual sería utilizado en reiteradas oportunidades para legalizar las más diversas maniobras y piezas vitales del nuevo orden social que se estaba construyendo. Por su parte, se recurrió sistemáticamente al recurso jurídico del per saltum, con el cual el poder ejecutivo logró evitar demoras, apelaciones, sentencias desfavorables y la intervención de los diferentes niveles judiciales para que todas las causas que encontraba como prioritarias fueran directamente tomadas por la Corte Suprema de Justicia, obteniéndose siempre fallos a favor del gobierno. Con ello, por ejemplo, en el caso de la venta de Aerolíneas Argentinas, no solo se usó el per saltum, sino que además uno de los flamantes jueces supremos, Rodolfo Barra –que era amigo personal de Menem y miembro del PJ– había participado en la confección de los pliegos para licitar la venta. De la misma manera, en una seguidilla maratónica de sesiones, el renovado tribunal destrabó la venta en otras privatizaciones, declaró la constitucionalidad del decreto del Plan Bonex por el cual el Estado se había apropiado de los depósitos bancarios de miles de personas, así como también falló a favor del ministerio de Obras Públicas en diversas compulsas bloqueadas por jueces de primera instancia