Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Márchate de Jerusalén, aunque sea por un tiempo. No esperes a que transcurra la Pascua. Huye ahora que puedes. Después será demasiado tarde.
Te advierto de la existencia de un peligro muy cierto que atañe a tu supervivencia. Las cosas andan revueltas en las altas instancias de Jerusalén, que ven cómo profetas, sacerdotes esenios y maestros de la ley claman contra la corrupción del Templo de Yavé. Cuanto te transmito lo hago con sincera franqueza: pon tierra de por medio.
No te interesa saber quién soy. No especules, ni indagues. Sé que no presentarás este escrito personal ante el Tribunal como una prueba, pues nada podrás acreditar, y nadie lo suscribe con su rúbrica y su sello. Es simplemente la advertencia de un espíritu afín al tuyo.
En Jerusalén la Santa, que es como rocío para Israel.
Al concluir la lectura creí que me habían propinado un rodillazo en el estómago. Me quedé mudo, estupefacto y también aterrorizado. Su lectura, de una temeridad asombrosa, me había suscitado un torrente de dudas y también de miedos. Tachaba de impíos a los sacerdotes del Templo y también a las cabezas coronadas de Israel.
¿Qué podía yo, un joven escriba, contra aquel implacable aparato de intereses y de dominio? Nada novedoso me aclaraba sobre los causantes del homicidio de mi añorado progenitor, pues tanto mi madre, como mi tío y yo mismo pensábamos que tras su asesinato estaban las magistraturas sacerdotales, donde el jefe del clan Eleazar era un molesto aguijón de opiniones controvertidas.
¿Tan enrarecido estaba el ambiente en las prefecturas de la ciudad que tenían que valerse de cartas anónimas para advertirme de un peligro tan dudoso? ¿Debía creerlo? ¿Era una pantomima de un desconocido bromista? ¿Quizá del viejo consejero del rey Antipas, Corinto, que admiraba a mi padre y pedía su consejo a menudo? ¿Tal vez del palaciego Manaén, quien hacía ostensible su desprecio por los sacerdotes del templo? ¿Habría sido Chuza, el intendente de Herodes, cliente y aliado en negocios de los Eleazar? ¿Acaso se trataría de Sekhmet, el mayordomo de palacio que nos encargaba los afrodisiacos, aceites perfumados y ungüentos para la corte? Todos eran amigos.
Confundido, dudoso e impresionado, percibí el veloz latido de mi corazón, y casi caigo, perdido el sentido, en el frío suelo del habitáculo. ¿Debía tenerlo en cuenta, sentirme agradecido, u olvidarlo sin más y seguir la rutina de mi existencia?
Un golpe de brisa fugacísima me devolvió a la confusa realidad.
Nada confiaría de momento a mi tío y a mi madre, y menos aún a Naomi, a la que pronto vería, y aguardaría una señal más clara. No debía preocuparlos con algo que no podía contrastar. Sin embargo, multiplicaría mis cuidados, me recogería pronto y no frecuentaría lugares poco transitados.
Con el semblante escandalizado, no dejaba de meditar si aquella era la advertencia de una soez alcahueta, de un espíritu atormentado, o de un compañero mediocre, envidioso de mis adelantos en la Academia, o si verdaderamente se trataba del aviso de una persona preocupada por mi integridad física.
Y como el enigmático mensaje me ofrecía un testimonio de futuro para confirmar su veracidad, fuera o no verdad, sí pensé que desde aquel preciso momento ya no podría dormir tranquilo y que mi vida se convertiría en una continua vigilancia y en un desasosiego temible. Debía tomar las medidas necesarias, pero sin que se notara.
Por lo pronto interrumpiría mis trabajos en Getsemaní, aunque proseguiría con la fabricación del aceite sacro y satisfaciendo los pedidos para las sinagogas de Judea. Intenté ordenar mis ideas y aspiré el aroma del oleum obrado para el templo.
Aunque notaba un pequeño vértigo, volví a leer el escrito. La intacta paz de mi espíritu se había roto para siempre. Subí a mi habitación y me tumbé desmadejado en el lecho, mientras observaba a través del ventanal el discurrir del día.
El sol iba declinando su curva de luz, dejando tras de sí una estela de color naranja y polvo dorado en suspensión. Y los pájaros, que habían revoloteado sobre la ciudad durante el día devorando grano y restos de comida, regresaban para anidar en los cipreses del valle jerosolimitano de Tyropeón, un lugar doloroso para mis recuerdos.
VI
PÉSAJ, PASCUA
Año XIV del reinado de Tiberio César
Me daba un miedo infinito engañarme a mí mismo y mi inquietud se multiplicó.
Las palabras impresas en la anónima carta seguían despeñándose como rocas afiladas sobre mi mente aturdida. Y me hallaba terriblemente desorientado.
Un hervidero de luminosidad encendía las techumbres de Jerusalén, y sin embargo una sensación de inquietud se había apoderado de mí cuando abandonamos la capital de Israel el amanecer de la víspera de la Pésaj, la Pascua.
Mientras los creyentes viajaban a la Ciudad Santa, nosotros salíamos de ella, afectados por el trágico desenlace de mi padre y por el estado doliente de mi madre. Mis ojos se dirigieron hacia la fortaleza Antonia, una vergüenza en el extremo occidental del templo, donde vi a los romanos sombríamente dispuestos para hacer frente a los revoltosos y como advertencia de que no tolerarían la más mínima insurrección. El pueblo y las autoridades sabían que Roma no discutía sobre su dominio, y que crucificarían o pasarían a cuchillo a quien se les enfrentara.
Yo había traspasado el ciclo vital de maar, del adolescente judío, y me había convertido en un bachur, un mozo casadero, que muy pronto obtendría el nombramiento de escriba de la ley con todos sus privilegios. Durante el viaje derivé mis pensamientos hacia Naomi, mi refugio ante las dudas y temores que se despeñaban por mi mente.
Nos cruzamos con muchos viajeros y peregrinos que se dirigían a Jerusalén a efectuar sus sacrificios y vi que algunos llevaban en sus manos ramas de olivo y abedul. Encontré a Naomi sentada junto a su hermana en el borde del pozo que precedía a su casa, de agua tan fresca que muchos vecinos iban a él a llenar sus cántaros y pellejos. Mis pesadumbres cesaron cuando estuve frente a ella. Era mi refugio.
La casa de Uziel ben Gadara me pareció el lugar más hermoso de Judea, y su recibimiento fue dadivoso. Mi madre les ofreció cuantiosos regalos, entre ellos un cordero sin mácula que había apartado el día décimo y que serviría como sacrificio pascual. Sería inmolado al ocaso, a fin de que estuviera preparado el día decimoquinto, la gran fiesta judía, y comido por las dos familias después de ser asado y acompañado del matzá, el pan ácimo, y las hierbas amargas preceptivas.
Naomi y Keren se pusieron encarnadas y nos sonrieron. Mi prometida, que ya era una bógeret, una mujer que, cumplidos los trece años, era apta para el enlace, apenas escondía su rostro con un velo transparente y adornaba su cabeza con una diadema de la que colgaban cordoncillos de plata y abalorios. Estaba muy hermosa y la contemplé embelesado.
Naomi me pareció más crecida, con sus labios carnosos y sus atractivos gestos de enamorada. Sus cabellos, sus ojos grandísimos y su pulcra túnica eran de una belleza suprema. Le tomé una mano y le besé el borde de la manga.
—Venid, ¿no estáis cansados del viaje? —nos invitaron a tomar un refrigerio.
Celebramos con respetuosa observancia la Pésaj, para conmemorar la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto. Comimos el cordero ritual cocinado con vinagre y hierbas, la ensalada de berros, lechuga y aceitunas y el postre que más me gustaba desde pequeño: el jaroset, una delicia culinaria de frutas, trigo, aceite y almendras