Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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—No llego a comprender mi situación, dominus —me defendí—. Fui atacado por una patrulla romana. Resulta evidente que me confundieron con un galileo sedicioso.
—Pues en este papiro se asegura que has sido hecho esclavo y deportado por manifiesto enfrentamiento a Roma y por blasfemia hacia los sacerdotes. ¿Sabes?
«Maldito sea, así que era eso», pensé. Josef Caifás cumplía su venganza contra los Eleazar tras oponerse mi padre en el sanedrín a sus negocios bastardos con los romanos. Estaba claro y el enigmático mensaje de un alma caritativa así me lo había pronosticado, recomendándome la huida.
Comenzaba a adivinar. Me habían preparado una emboscada. Y, hecho esclavo, jamás regresaría a Jerusalén y no se ensuciarían sus manos con la sangre de un escriba.
Luego me preocupé por mi madre, mi hermana y mi tío Zakay, y también por Naomi, y los ojos se me anegaron en lágrimas por la suerte que correrían, aunque pensé que el sacrificio de mi padre y de su primogénito bastarían al codicioso Caifás y que mis familiares, inofensivos a todas luces, se salvarían de su odiosa e injustificada ira.
Y también estaba seguro de que, pasadas unas semanas, anunciarían apesadumbrados mi accidentado fallecimiento y el de mi sirviente y aportarían pruebas contundentes, presentando dos cuerpos descompuestos, corruptos, inidentificables y devorados por las alimañas y los buitres, tras encontrarlos casualmente un pastor, pagado por el templo, en el profundo barranco donde fuimos arrojados. Nuestras facciones estarían desfiguradas, no así los vestidos, en especial mi túnica de levita, que sería reconocida como auténtica.
Y en ese momento comprendí que aquel fardo que lanzaron después sería un cadáver anónimo que correspondería al mío. Y los bandidos que merodeaban por las veredas de Jericó serían los malvados y necesarios causantes. Incluso los viajeros que nos precedían y que se esfumaron tragados por la tierra serían guardias del Templo, que nos habían estado vigilando y que advirtieron a los romanos de nuestra llegada.
Todo debidamente planeado y ejecutado para mi dolor y el de mi familia, a la que ya no vería jamás, si no era en la otra vida.
—Dios de mis padres, envíame tu nezá, tu paciencia divina, o moriré —recé.
El esclavista tuerto me soltó y me condujo a un cobertizo de traza ruin donde había media docena de jóvenes esclavos tirados sobre un jergón de paja infestada de inmundicias y de piojos, que lamentaban su aciaga suerte en desconocidas lenguas. ¿Qué espantoso destino nos aguardaba? Lo ignoraba y un temor macabro acabó derribándome en un rincón. Estaba desfallecido por el hambre y la sed. Dos esbirros me encadenaron por el cuello a una argolla oxidada y me golpearon el costado con saña.
La tarde oscureció la luz del sol y me ovillé como un gusano herido con la cabeza entre las piernas, incapaz de aceptar mi trágico sino. Me había convertido en un objeto de intercambio y por ende lucrativo para otras personas. Y por no poseer no poseía ni mi cuerpo. Muy pronto sería valorado únicamente por mi utilidad y mi futuro amo tendría sobre mí derecho de patíbulo y de cuchillo, y mis hijos, si es que los tenía, también serían esclavos.
Y para mí, renunciar a la libertad era como desistir de la condición de hombre. No lo comprendía y mi alma se rebelaba. Traje a mi memoria a la dulce Naomi y entré en un llanto demoledor, pues entendí que ya no la vería jamás. Mi alma se revolvía enloquecida. Todo aquello era un abuso más del poder sobre los más débiles y preferí estar muerto.
Decidí no decir mi verdadero nombre jamás, ni mencionar un posible rescate de mi familia. Sería inútil, pues los jerarcas de mi ciudad ya habían decidido mi destino. Pensé que, si amas, pero no posees la libertad, es mejor pasar por un individuo desconocido. Mi resistencia comenzó a resquebrajarse. Había entrado en un mundo donde las palabras «compasión», «humanidad» y «clemencia» no existían y donde uno podía deshonrarse a sí mismo por un trozo de pan duro.
Transcurridos unos días en los que creí descender a los infiernos, probé el fragor del látigo y sufrí el hambre y la sed más atroces y las degradaciones más humillantes. Me sentía como si estuviera enterrado vivo bajo la losa de un mañana sin futuro.
Al clarear un alba brumosa, nos sacaron a empellones de la empalizada y pude observar que en aquel antro de dolor había casi un centenar de animalizados esclavos entre mujeres, hombres y niños, que aguardábamos ser vendidos en los mercados del Imperio. Al grupo de jóvenes y niños que habíamos dormido juntos nos asearon con agua helada, nos alimentaron con un sopicaldo de sebo y avena y nos condujeron a un habitáculo de mampostería donde nos recibió un cirujano griego, un arquíatra, hombre de cuerpo menudo, barba rala y manos sarmentosas, que olía a vino que apestaba.
—¿Cuál es el de la incisio? —preguntó al sayón que nos mantenía atados.
—Este, el mayor de todos. —Me señaló con el látigo.
Me tumbaron sin miramientos boca abajo sobre una mesa agrietada y me ataron. El cirujano, tomando un escarpelo en su mano, me hizo un profundo tajo cerca del cuello. Comprobé con dolor que no consistía en sajar una simple herida, sino que con el cuchillo curvo me abrió la carne, causándome dos labios, para que cuando cicatrizaran apareciera un borde que propalara mi condición. Eso significaría que había sido hecho esclavo por el ejército como botín de conquista y que el erario de Roma y del César tendrían parte en mi venta.
—¡Ya eres un esclavo de Roma! —informó el físico.
Presentí que ya no podía detener el curso de los funestos acontecimientos y que la autocompasión suele ser indecorosa, pues los verdugos se alegran de tu sufrimiento.
—Será un magnífico zapador en las minas de plomo de Cerdeña —me intimidó otro, y lo miré con un escalofrío aterrador.
Noté la sangre caliente escapar por mi espalda y cómo después me aplicaba un chorro de vino barato y un apósito de lino para cubrir la herida. Me dio luego una esponja empapada en vinagre y me ordenaron en griego que me sentara en el poyo, bajo la ventana, y que la apretara. Y lo hizo propinándome una terrible patada con las botas claveteadas de hierro que me abrió otra herida en la pierna.
Al poco una atmosfera de desolación penetró en el cobertizo, y mi temor inicial se fue transformando en un odio profundo hacia Sayed, el mercader tuerto, y sus esbirros sin alma.
Iba a presenciar uno de los más macabros e inhumanos martirios que se puedan hacer a un ser humano. Me quedé inmóvil, estupefacto y sin habla al contemplarlo. Los sayones encendieron varias luminarias y ataron las manos a la espalda a los otros cuatro muchachos, que atemorizados y sin saber qué iban a hacerles se miraban entre sí con alarma.
Uno de los verdugos acercó un cántaro del que dio de beber a los cuatro jovenzuelos, quizá un tranquilizante de cardamomo indio y adormidera por el tufo que emitía. Los desnudaron y sujetaron las piernas y el pecho con correas, y uno de los vigilantes embadurnó con jabón sus genitales y los afeitó uno tras otro.
De pronto comenzaron a lanzar unos lamentos desgarradores que ponían el vello de punta, conocedores de lo que los aguardaba. Los amordazaron y el impávido físico tomó en sus manos una caja de bronce repleta de relucientes sondas, pinzas, espátulas y specula, donde descubrió un escalpelo curvo que brillaba con la luz de las lucernas y que el médico limpió en su sucia túnica.
Cogieron