Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre
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Si sobrevivía a la dolorosa operación, sería el eunuco de un harén persa.
Después vi cómo el griego introducía en la perforación efectuada en el pene del muchacho un huesecillo diminuto, y lo recubría luego con varios pellejos de tripa seca, cauterizando la herida con una mezcla de aceite, musgo, raíces de almástiga y hojas de acanto maceradas. Sin muchos miramientos lo tendieron en un banco de madera frente a mí, colocándole un paño de estameña entre las piernas tintas en sangre.
Acto seguido ejecutaron la misma y horrible emasculación a los otros tres aterrados muchachos, que se consolaban entre sí llorando pegados unos a otros, mientras se observaban con miradas patéticas, ansiando un leve consuelo, que yo en vano traté de ofrecerles y que rehuyeron de malas formas. Era la desesperación, pues eran unos seres inocentes a los que el mundo aún no había pervertido.
Mi alma se hallaba desollada y me agarré como un náufrago perdido al madero de la oración, mientras me oprimía una sensación de repulsión hacia aquellos verdugos. Aquella ha sido la experiencia más traumática y dolorosa de cuantas he vivido y mis emociones me amenazaban cada día con degenerar en locura.
Permanecimos cerca de una semana en aquel tétrico cobertizo de espanto, fiebres, hambre y desesperanza. A los castrados apenas si les dieron unos sorbos de agua, pues era contraproducente tras la operación y los haría sufrir más, ya que desearían hacer aguas menores y se les infectarían las heridas. Se hallaban al borde del derrumbe físico y también de la locura, atenazados por una sed desesperante y por un dolor intolerable, y sin poder orinar, debido al taponamiento de la astilla. Pedían que los mataran a gritos en sus lenguas bárbaras, a pesar de estar devorados por la calentura, temblar de frío y no tener apenas fuerzas para incorporarse o hablar.
Fuimos vigilados por los celosos guardas del mercader Sayed, que apareció al tercer día ataviado con un albornoz armenio y un gorro de seda, al ser avisado de que dos de los castrados se estaban muriendo. La agónica imagen de los dos chiquillos ni lo inmutó. Antes bien, ordenó inmisericorde:
—Llamad a ese físico borracho y que él decida, ¡maldita sea mi estampa!
Un silencio cortante se adueñó de la escena. Un mutismo de pavor y de perturbador estremecimiento nos atenazó. Observé los ojos fieros de los jóvenes, como de bestias desnaturalizadas por la amargura y el tormento que soportaban y también por el aterrador futuro que los aguardaba. Y pregunté al cielo qué terrible pecado habían cometido aquellos inocentes y desamparados niños para merecer semejante agonía.
Con déspota sequedad entró el terapeuta griego en el habitáculo, como si fuera el ángel mortífero que decidía sobre nuestro destino en la tierra.
Entre resoplidos y murmuraciones fue examinando la emasculación efectuada a los castrados y fue negando con la cabeza. Abrió la caja donde guardaba sus útiles de cirugía con una frialdad que helaba el resuello. Cogió una aguja de cobre reluciente, se acercó al primer castrado moribundo, que hipaba como un corderillo y que lo miraba implorante. Le tomó la cabeza con ruda insensibilidad, colocó la fina lanceta en el occipucio y con una punción certera la hundió entre las cervicales, rematándolo como una res en el matadero, con una displicencia que me dejó helado.
El desventurado chiquillo crispó su carita con la contorsión final y expiró sin emitir un solo gemido y con la cabeza desmadejada hacia un lado.
Después, con idéntica e insensible indolencia repitió la letal operación con el otro desahuciado agonizante, que murió con la lengua fuera y los ojos desorbitados.
Una vez apuntillados los dos niños, los verdugos recogieron los cadáveres con unos ganchos y los sacaron para enterrarlos en una poza de cal que yo había descubierto días antes al evacuar mi vientre, dejando tras de sí un rastro sanguinolento.
—Sayed, estos dos te sobrevivirán. Les voy a quitar los tapones y ya podrán orinar y alimentarse. Sacarás un buen precio por ellos. Han quedado perfectos —opinó.
Tras el trágico desenlace, el médico nos limpió las heridas y nos dio a beber agua, tan caliente como la orina de un camello, y los dos castrados supervivientes evacuaron junto a la puerta un líquido viscoso durante largo rato. Y a pesar del dolor, gimieron de placer.
Habían conservado la vida y parecían felices. Algo incomprensible para mi razón.
La imagen de barbarie que presencié aquellos días jamás se ha borrado de mi mente. No podía ser más cruento e inhumano el proceder de aquellos carniceros brutales. Percibí mi alma traspasada por la desdicha de aquellas criaturas, y a veces todavía resuenan en mi cerebro sus infantiles gritos de impotencia, mientras morían entre lamentos y bañadas en sangre sus entrepiernas. Aún no habían probado las delicias de la existencia y sí todos sus sinsabores. ¿Podría ya algo sostenerme en el mundo?
A los dos castrados sobrevivientes y a mí nos devolvieron al lóbrego cercado, donde siguieron tratándonos como bestias. Nos fustigaban con los bastones sin motivo alguno y a uno de ellos lo sodomizó un esbirro durante varias noches, ante las risotadas de sus congéneres. Yo apartaba la mirada, protestaba, y me caía una lluvia de palos.
Estábamos resignados a ser esclavos, y en mi despreciable insignificancia mi alma se partió en dos, tras sucumbir ante tamaña desgracia. Atravesé oscuros desiertos de tormento interior y me refugié en los confines inaccesibles de mis recuerdos. Admití con resignación que tal vez la muerte resultara a la postre una liberación para tanto sufrimiento. Me veía como un desheredado del mundo y me encontraba solo e indefenso a decenas de estadios de mi querida Jerusalén y de mi gente.
Observé desalentado la trémula luz de la claraboya, y razoné que mi certeza de liberación era tan mínima como aquel débil rayo que caía sobre los mohosos hierros que aprisionaban mis pies magullados. La esclavitud, pensé en aquel instante, transmite una sensación opresiva y el entendimiento de quien la padece se niega a aceptar su dolorosa realidad.
Con una incontenible irrupción de llanto, maldije al cielo. Ezra ben Fazael Eleazar, recién nombrado escriba de la ley de Dios, había muerto. Con los dramáticos sucesos que se habían producido, la amenaza de sepultar mi pasado era real.
Mi capacidad de razonar se abismaba en la incoherencia y la desolación. Al instante, un silencio sobrecogedor se adueñó de aquel lugar de miseria y de cadenas.
VIII
AFRODITA CORINTIA
Año XIV del reinado de Tiberio César
En los primeros meses de esclavitud soporté un dolor desmedido.
Los abusos, el terror y el tormento eran nuestra ley. El tétrico antro donde estaba encerrado no era sino un inmundo depósito de esclavos de donde solo saldríamos muertos, o para ser vendidos en los mercados cercanos a Cesarea, o bien para embarcarnos hacia Occidente. A mí, que estaba destinado a Roma, me arrastraron sin conmiseración a un barracón cercano a las murallas.
Un miedo espantoso me dominó y comprendí que el destino del hombre es indisociable del sufrimiento.