Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre

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Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre Novela Histórica

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Después de la Fiesta de las Cenizas, dentro de dos semanas, y entonces sí que nos separaremos para siempre. Nos tratan como bestias sin sentimientos.

      —Rezaré a mi Dios para que te favorezca —le ofrecí mi afecto.

      —Yo lo hago a diario a la nacida de las olas, mi madre Afrodita, y también a la Bona Dea y a Vesta, guardianas de las mujeres —me replicó con gesto devoto.

      El jefe de los esclavos de la casa dio unas palmadas y nos conminó a que abandonáramos el patio para ingresar en las ergástulas provistas de cerrojos donde seríamos confinados hasta el día de la subasta, con breves descansos para comer y asearnos en el pilón, donde se apiñaban los excrementos de pájaro, las moscas y las avispas.

      Desde las ventanas, pude contemplar algunos episodios de las vísperas de la Fiesta de las Cenizas de Vesta y comprobar cuán alejados estábamos los pueblos semitas de los mediterráneos en cuanto a las costumbres, la moral, las prácticas religiosas y la búsqueda de la felicidad. En los romanos prevalecía el ansia de vivir, el libertinaje y la relajación de las tradiciones, permitidas por unos dioses amorales, pervertidos y amantes del placer.

      El villicus, el encargado de nuestra custodia, un sujeto obeso, calvo y de buen ánimo, nos explicó que en aquella fiesta se glorificaba a la diosa Mens, la deidad romana del Talento, y nos explicó que eso era lo que debíamos mostrar a nuestros futuros compradores para atraer a amos compasivos.

      —En este día festivo —nos explicó—, las vestales, las vírgenes custodias del fuego sagrado de Roma, arrojan desde los tiempos del rey Numa las cenizas al Tíber. Lo hacen en el puente Aurelio, y después ofrecen un espectáculo de danzas de la diosa por las calles, seguidas de las lobas y furcias de la ciudad, quienes casi desnudas ejecutan delirantes y voluptuosos bailes.

      Un enardecido esclavo lirio que deseaba verlas gritó desaforado:

      —¡Animemos a esas putas de la lujuria desde las ventanas!

      —Si de aquí sale una sola voz, probaréis mi látigo, escoria —le cortó el jefe.

      El trato y la comida mejoraron considerablemente. Pero nada me entretenía. Mi ansiedad crecía pues en unas horas se decidiría la perspectiva de lo que me restaba de vida, y también la suerte de Priscila y de mis compañeros de fatalidad. Encendieron las antorchas y avisté decenas de carromatos que entraban en Roma por la Vía Lata llenos de pescados, carnes y hortalizas, en dirección al Emporium de la Puerta del Quirinal, donde se hallaban los almacenes de mercancías.

      Luego vino la noche y todo se volvió negro, como mi inquietud.

      En los días siguientes mantuve algunas cortas pláticas con la helena, que llenaron de deleite aquellos angustiosos momentos de incertidumbre. Para evadirnos de nuestra negra suerte hablamos de las esencias que yo elaboraba en Jerusalén. Le expliqué cómo se obtenía el perfume de Jezabel que tantos beneficios reportaba a los Eleazar, cómo hacíamos la recogida de las aceitunas en el Monte de los Olivos y de mis estudios en la Academia, y ella me reveló cómo había sido entregada siendo muy niña a la diosa Afrodita del templo de Corinto por sus mismos padres, como un óbolo sacro de la familia.

      A retazos supe de su pasado, mezcla de verdades y de fantasías. Me habló de sus deberes como servidora de la diosa y como danzarina del templo, y cómo había sido denunciada a la gran sacerdotisa por un grupo de eunucos por una falta que no había cometido. Conminada a abandonar el templo, un tal Eudoro, el gran eunuco del santuario, aprovechó su vulnerabilidad y la vendió fraudulentamente en el puerto a Sayed, aunque no me desveló el oculto misterio de su expulsión.

      La griega era una mujer insondable, compasiva y sofisticada y me reconfortó con sus palabras. Siempre le he debido mucho a esa mujer. Recuerdo que la víspera de la subasta intentó elevarme el ánimo y me dijo:

      —Una cosa es ser vendido como esclavo y otra bien distinta que tu corazón lo asuma. Obedece a tus amos, pero que tu alma sea libre. Solo así soportarás tu fortuna.

      —Nunca podré olvidarte, Priscila. Que el Dios de Israel te proteja —le deseé.

      Le costó gran esfuerzo no llorar y nos separamos para siempre juntando nuestras manos y yo acariciando sus sonrosadas y tibias mejillas. Con nuestro más que posible alejamiento, añadí un sufrimiento más a mi abatido espíritu.

      Llegó el día de la subasta y mi corazón galopaba desaforado en mi pecho.

      El numeroso grupo de esclavos, aseados y embadurnados de aceite para parecer más lustrosos, íbamos precedidos por el fatuo Sayed y sus inhumanos guardias camino del mercado que se alzaba a espaldas del templo de Cástor y Pólux.

      Aunque las calles olían a bosta de caballearías, a salchichas fritas y a agua corrompida, el habitual tufo de Roma, el estío romano me pareció esplendoroso aquella mañana de la venta. Las anémonas florecían en las laderas del monte Celio, único encanto que percibieron mis sentidos, aunque en unas horas se escribiría en el libro de mi historia un oscuro futuro. Las piernas me temblaban cuando nos cruzamos con el habitual bullicio romano de su plebe holgazana y de sus arrogantes patricios, así como los roñosos veteranos que exhibían sus heridas y solicitaban por compasión unas monedas.

      ¿Sería uno de ellos mi futuro dueño? Los miré con sospecha y recelo.

      El chipriota no solía vender sus esclavos a tratantes particulares y él en persona dirigía sus pujas cuando se trataba de ofrecer carne humana en Roma. Eran famosos sus gladiadores tracios vendidos al anfiteatro y a los lanistas del Lacio. Llegamos a un lugar donde había clavada en el suelo una lanza, o asta, con un gallardete del color del oro, de donde procedía la palabra «sub-asta».

      Sayed conversó en secreto con el edil, el alguacil del mercado, quien le señaló el estrado para que ubicara a sus géneros y recibió una bolsa del chipriota para comprar su favor de concederle un sitio de privilegio. Nos colocaron en unos bancos, tras una burda cortina, donde nos sacarían uno a uno para ser vendidos. Y allí estaba Priscila, con la mirada perdida. Poseía un fuerte dominio de sí misma y no dejaba entrever ninguna inquietud y sí un gran dominio de sus sentimientos. No me miró, y yo aguardé excitado y tenso nuestra suerte.

      Uno de los vigilantes nos fue colgando unos letreros del cuello, el titulus, en el que se anunciaba nuestro oficio, cualidades y carácter. En el mío se me señalaba como maestro asu, según la nomenclatura oriental, un olearius para los romanos, y mis méritos se exageraban. Luego me tintaron de yeso los pies, anunciando que yo era un incisus, o sea, un esclavo del César, no un bandolero, ladrón o facineroso, al que simplemente habrían ejecutado, sino un esclavo distinguido. A Priscila le engancharon una tablilla con el título de ornatrix, pero ella ni la miró.

      Un desgarbado cuestor, el recaudador del César que también se llevaría su parte de mi trato, subió al estrado, presentó al mercader chipriota y comenzó la almoneda.

      —¡Romanos, hoy nos visita desde Kition el ilustre mangón, Sayed de Chipre!

      El esclavista, ante un nutrido grupo de mirones, compradores y vocinglero público, comenzó a presentar sus artículos humanos y sacó a varios esclavos musculosos.

      —¡Nobles optimates y quirites! ¿Necesitáis prospectores para las minas o remeros para vuestras galeras? ¡Estos magníficos hombretones poseen experiencia en ese menester! ¡Por mil quinientos sestercios cada uno, se inicia la venta! —propuso zalamero.

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