Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La Torre

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Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre Novela Histórica

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a Jerusalén, donde sería nombrado escriba oficial, un personaje entre laico y sacerdote, e interpretador de la ley en cualquier tribunal hebreo.

      Los días intermedios los empleamos en conocer las hondonadas de Jericó, las ostentosas moradas de los sacerdotes del Templo que utilizaban en verano y las riberas del Jordán, y yo a confraternizar con Naomi y hablarle de los preparativos del casorio.

      Poseía Naomi un pequeño jardín que se había hecho plantar cerca del palmeral. Un seto alto de arrayanes separaba la casa del huerto y del bosque de palmeras, con un banco de piedra, y allí pasábamos largas horas hablando de nuestros proyectos futuros, besándonos y acariciándonos.

      Crecían a nuestro alrededor rosas de Arabia, espliegos y jazmines, que exhalaban olorosos aromas. Una hiedra silvestre y una parra de rezumantes pámpanos hacían de aquel lugar un oasis de verdor. Y en él conocimos la hondura de nuestros jóvenes corazones y también nuestros cuerpos, que recorrimos con dedos y labios ansiosos.

      Jamás olvidaré la imagen de Naomi sentada allí bajo la luz dorada del atardecer, con su cabellera rizada y derramada sobre sus hombros y el vestido de muselina que insinuaba sus formas sugerentes.

      Por la mañana, las hojas estaban llenas de gotas de rocío, y Naomi solía empaparme con su frescor, mientras corría y se escondía para que yo la encontrara.

      Bosem, mi paciente madre, y mi hermana Arusa habían recuperado parte del ánimo decaído con las delicias de Jericó y aquella acogedora familia, que muy pronto sería la mía, y que había convertido las fiestas pascuales en eje de la más exquisita gastronomía judía. Los padres de Naomi no organizaron una persecución vigilante sobre nuestros paseos en solitario como hacían otras familias judías, y nos alentaban a que platicáramos sobre nuestros futuros esponsales, algo insólito en nuestra cerrada familia de levitas, tan cercanos al Templo.

      Naomi, además, era una mujer formada en las Sagradas Escrituras por el escriba de la sinagoga de Jericó, y junto a sus hermanos asistía también a lecciones de retórica y álgebra con maestros judíos helenizados para ayudar a su padre en la administración de la plantación y de sus negocios.

      Yo había quedado impresionado por su educación y la forma de utilizar los ábacos, plumas, papiros y tinteros, y aunque en Jerusalén había alguna mujer profetisa del templo, varias expertas en medicina y viejas lectoras del Pentateuco, su formación me pareció inestimable e insólita, por lo que me consideré muy orgulloso, aunque no fuera usual entre las muchachas de Judea.

      Le prometí que la enseñaría a elaborar elixires curativos, perfumes y ungüentos para la piel, y a fabricar el óleo de la unción, y que me ayudaría junto a mi hermana Arusa en el herbolario de la casa, pues, aunque fuera a ser elevado a la dignidad de escriba, como era costumbre entre nosotros, seguiría con el negocio de la familia.

      Enternecida se echó en mis brazos antes de emprender el viaje de regreso y me regaló una tierna mirada llena de complicidad, que no pasó desapercibida a mi madre, quien aprobaba sin ambages mi casamiento con muchacha tan afable y preparada.

      El carromato en el que regresamos saltaba en el camino pedregoso de Jericó.

      Me removía intranquilo meditando sobre los días vividos en la casa de Naomi, pero sin olvidar la enigmática carta y las advertencias que me revelaba. A media tarde arribamos a la ciudad de David, cuya grandiosa visión me había visto nacer, con su composición única de brillos rutilantes en las terrazas. En medio de una tonalidad púrpura y oro, se perfilaba la presencia de centenares de jerosolimitanos que apuraban el sol último de la tarde.

      Las cornejas abandonaban los farallones amurallados en busca del cobijo de los olivares, y la capital de la tribu de Judá, que cada día multiplicaba sus riquezas al amparo del templo de su dios único, temible e invisible, centelleaba ante nuestros ojos.

      Era mi hogar adorado, y muy pronto el de mi esposa y mis hijos.

      Entramos por la orilla del valle de Cedrón, donde se abría la gran puerta articulada de las Aguas, con los batientes de bronce bruñido, y sobre la que sobresalían las poternas vigiladas por los legionarios romanos.

      Contemplé la blancura y magnificencia del Templo, dominado por una casta de perros avariciosos, los despreciables sadoki o saduceos, que no merecían la fortuna que el gran Dios les había regalado.

      Cruzamos el barrio bajo, donde pude observar que de nuevo Jerusalén volvía a su población habitual, que el millón de peregrinos pascuales la habían abandonado, prometiendo a Yavé —el que subyuga a los enemigos de Israel— que regresarían al año siguiente para contemplar su Templo con espanto y sumisión.

      Entré en mi casa con desconfianza. No podía olvidar el anónimo que me invitaba a abandonar la ciudad para salvar mi cuello y miraba a todas partes por si se ocultaba algún sicario invisible.

      Nos recibió mi tío Zakay, con su esposa Mirian y su pequeño hijo Noah, junto al límpido muro de entrada. Purificamos las manos y pies y besamos la mesusá, la cajita sacra con un trozo de las Sagradas Escrituras que colgaba del portón de cedro.

      Nos ofrecieron agua almizclada, queso con miel e higos secos de Esmirna, y mi tío, extrañamente misterioso, me rogó que lo siguiera al herbolario para comunicarme los pedidos de aceite sacro que nos habían solicitado en mi ausencia, en tanto se oían en la casa conversaciones entre las mujeres.

      Como la noche había caído sobre Jerusalén, encendió una lámpara y me precedió misterioso y en silencio. Nunca le había escuchado una voz tan cortante.

      —Ezra —me habló circunspecto—, cierra la puerta, te lo ruego, y siéntate.

      Y para disimular su aparente desasosiego se acarició su barba corta perfumada.

      El laboratorio donde yo trabajaba con total exclusividad distaba de ser la revuelta covacha heredada de mi padre y lo había adecentado con nuevos estantes, lámparas de Tiro y renovados albarelos, redomas, frascos corintios y vasijas egipcias. Lo había decorado mi hermana Arusa pintando en las paredes ramas de olivo y racimos de uvas, y si bien no era la obra de un maestro, le conferían un cierto lujo babilónico.

      Mi tío Zakay era un hombre de alta estatura, larga melena, grata presencia y hablar pausado. Estaba dedicado de lleno a los negocios, y viajaba con frecuencia a Damasco, Haran, Sidón, Alejandría y Cesarea, donde la familia poseía intereses comerciales. Yo lo quería y en Jerusalén lo tenían por uno de los comerciantes más honrados y mejor informados de la ciudad.

      Era el hermano menor de mi padre, frisaba la cuarentena, vestía con elegancia, se tocaba con turbantes amarfilados y desde la pérdida de mi recordado progenitor se había convertido en el baluarte imprescindible de los Eleazar. Yo experimentaba hacia él un afecto semejante a la admiración.

      De conducta algo disoluta, hacía tiempo que había renunciado a flirtear con la clientela de acaudaladas matronas de la aristocracia de Jerusalén, que no solo buscaban en nuestra tienda mis emplastos, afrodisíacos, hierbas curativas y aceites de baño, sino también sus cautivadoras cortesías y manifiesta gallardía.

      ¿Pero qué había ocurrido en mi ausencia que su rostro estaba tan alterado?

      Tenía las manos temblorosas y su boca fina y grande traslucía impaciencia. Zakay era un hombre reservado y no confiaba a nadie sus problemas e intenciones, por lo que pensé que algo grave había acontecido en Jerusalén, o relacionado conmigo.

      Dejé transcurrir un instante y aguardé sus confidencias. Zakay tardó un tiempo

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