Colección de Julio Verne. Julio Verne
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No sé si Conseil tuvo o no en cuenta mi recomendación, pero la profunda concentración en que se quedó sumido parecía indicar que se hallaba calculando cuántos quintos de milímetro pueden contener cuarenta millas cuadradas, mientras yo continuaba observando el fenómeno.
Durante varias horas, el Nautilus cortó con su espolón aquella agua blancuzca, deslizándose sin ruido por el agua jabonosa, como si estuviera flotando en los remolinos de espuma que forman las corrientes y contracorrientes de las bahías.
Hacia media noche, el mar recuperó súbitamente su aspecto ordinario, pero detrás de nosotros, y hasta los límites del horizonte, el cielo, reflejando la blancura del agua, pareció durante largo tiempo acoger los vagos fulgores de una aurora boreal.
Capítulo 2
Una nueva proposición del capitán Nemo
El 28 de febrero, al emerger el Nautilus a la superficie, a mediodía, nos hallábamos, a 9º 4’de latitud Norte, a la vista de tierra, a unas ocho millas al Oeste. Vi una aglomeración de montañas, de unos dos mil pies de altura, modeladas en formas muy caprichosas. Una vez fijada la posición, volví al salón donde al consultar el mapa reconocí que nos hallábamos en presencia de la isla de Ceilán, esa perla que pende del lóbulo inferior de la península indostánica.
Fui a la biblioteca a buscar algún libro sobre la isla, una de las más fértiles del mundo, y hallé un volumen de Sirr H. C., Esq., titulado Ceylan and the Cingalese. En el salón, tomé nota de la situación y extensión de Ceilán, a la que la Antigüedad dio nombres tan diversos. Está entre 5º 55’y 9º 49’ de latitud Norte y entre 79º 42’ y 82º y 4’, de longitud al Este del meridiano de Greenwich. Tiene doscientas setenta y cinco millas de longitud y ciento cincuenta de anchura máxima; su circunferencia, novecientas millas, y su superficie, veinticuatro mil cuatrocientas cuarenta y ocho millas, es decir, un poco inferior a la de Irlanda.
El capitán Nemo y su segundo entraron en el salón. El capitán echó una ojeada al mapa y luego se volvió hacia mí.
-La isla de Ceilán -dijo-, una tierra célebre por sus pesquerías de perlas. ¿Le gustaría visitar una de esas pesquerías, señor Aronnax?
-Naturalmente que sí, capitán.
-Bien, pues nada más fácil. Veremos las pesquerías, pero no a los pescadores. Todavía no ha empezado la explotación del año. Voy a ordenar, pues, que nos adentremos en el golfo de Manaar, al que llegaremos esta noche.
El capitán dijo algo a su segundo, que salió en seguida. Pronto el Nautilus se sumergió nuevamente, a una profundidad de treinta pies, según indicó el manómetro.
Busqué el golfo de Manaar en el mapa y lo hallé en el noveno paralelo, en la costa occidental de Ceilán. Está formado por la alargada línea de la pequeña isla de Manaar. Para llegar a él había que costear toda la parte occidental de la isla.
-Señor profesor -dijo el capitán Nemo-, la pesca de perlas se efectúa en el golfo de Bengala, en el mar de las Indias, en los mares de China y del Japón, en aguas de América del Sur, en el golfo de Panamá y en el de California, pero es en Ceilán donde se hace con más provecho. Llegamos un poco pronto, cierto. Los pescadores no se concentran en el golfo de Manaar hasta el mes de marzo. En ese tiempo y durante treinta días sus trescientos barcos se entregan a esta lucrativa explotación de los tesoros del mar. Cada barco tiene una dotación de diez remeros y diez pescadores. Éstos, divididos en dos grupos, bucean alternativamente descendiendo hasta una profundidad de doce metros por medio de una pesada piedra entre sus pies, que una cuerda liga al barco.
-¿Continúan usando ese medio tan primitivo?
-Así es -respondió el capitán Nemo-, pese a que estas pesquerías pertenezcan al pueblo más industrioso del mundo, a los ingleses, a quienes fueron cedidas por el tratado de Amiens en 1802. -Creo que la escafandra, tal como usted la usa, sería de gran utilidad en estas faenas.
-Sí, ya que estos pobres pescadores no pueden resistir mucho tiempo bajo el agua. El inglés Perceval, en la descripción de su viaje a Ceilán, habla de un cafre que resistía cinco minutos bajo el agua, pero esto no es digno de crédito. Sé que algunos llegan a resistir hasta cincuenta y siete segundos, e incluso los hay que permanecen ochenta y siete segundos. Pero son muy pocos los que pueden aguantar tanto, y cuando salen echan sangre por la nariz y los oídos. Yo creo que la media de tiempo que los pescadores pueden soportar es de treinta segundos. Durante ese tiempo, se apresuran a meter en una pequeña red todas las ostras perlíferas que pueden arrancar. Pero generalmente estos pescadores no llegan a viejos. Su vista se debilita y sus ojos se ulceran, sus cuerpos se cubren de llagas. Y con frecuencia sufren ataques de apoplejía bajo el agua.
-Sí, es un triste oficio, y tanto más cuanto que sólo sirve a satisfacer los caprichos de algunos. Pero, dígame, capitán, ¿qué cantidad de ostras puede pescar un barco al día?
-De cuarenta a cincuenta mil. Se dice que, en 1814, el gobierno inglés acometió por su cuenta la explotación y, en veinte días de trabajo, sus buceadores cogieron setenta y seis millones de ostras.
-¿Están bien retribuidos, al menos, estos pescadores?
-Apenas, señor profesor. En Panamá, sólo ganan un dólar a la semana. Se les paga un sol por cada ostra que contenga una perla. Imagínese el número de ostras que recogen sin perlas.
-Es odioso que se pueda pagar así a esas pobres gentes que enriquecen a sus patronos.
-Bien, señor profesor, visitarán usted y sus compañeros el banco de Manaar, y si por casualidad encontramos allí algún pescador madrugador le veremos operar.
-De acuerdo, capitán.
-A propósito, señor Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.
-¿Tiburones?
La pregunta me pareció a mí mismo ociosa.
-¿Y bien?
-Debo confesarle, capitán, que todavía no estoy muy familiarizado con esta clase de peces.
-Nosotros sí lo estamos, como lo estará usted con el tiempo. Además, iremos armados y quizá podamos cazar alguno por el camino. Es una caza interesante. Así, pues, hasta mañana. Habrá que madrugar mucho, señor profesor.
Dicho eso, con la mayor naturalidad, el capitán Nemo salió del salón.
Cualquiera a quien se le invitara a una cacería de osos en las montañas de Suiza, diría naturalmente: «Muy bien, mañana vamos a cazar osos». Si la invitación fuera a cazar leones en las llanuras del Atlas o tigres en las junglas de la India, diría no menos naturalmente: «¡Ah! Parece que vamos a cazar leones o tigres». Pero cualquiera a quien se le invitara a cazar tiburones en su elemento natural solicitaría un tiempo de reflexión antes de aceptar la invitación.
Hube de pasarme la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor frío.
«Reflexionemos