Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Crespo. Pero eso de ir al fondo del mar con la seguridad de encontrar tiburones es harina de otro costal. Ya sé que en determinados lugares, como en las islas Andamenas, los negros no vacilan en atacar al tiburón, con un puñal en una mano y un lazo en la otra, pero también sé que muchos de los que afrontan a esos formidables animales no vuelven nunca. Además, yo no soy un negro, y aunque lo fuera, creo que la duda no está desplazada.»

      Y heme aquí con la mente llena de tiburones, pensando en esas terribles mandíbulas armadas de múltiples hileras de dientes capaces de cortar a un hombre en dos. Creo que llegué a sentir el dolor en los riñones. Y, además, me era difícil digerir la naturalidad con que el capitán me había hecho esa deplorable invitación. Cualquiera hubiese dicho que se trataba simplemente de cazar un inofensivo zorro en el bosque.

      «Bueno -pensé-, de todos modos, Conseil no querrá venir, lo que me dispensará de acompañar al capitán.»

      No estaba yo tan seguro de la cordura de Ned Land. Cualquier peligro, por grande que fuese, ejercía una invencible atracción sobre su naturaleza combativa.

      Intenté continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin poder hacer otra cosa que hojearlo maquinalmente. Veía entre las líneas las formidables mandilbulas abiertas de los escualos. En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Venían tranquilos e incluso alegres. No sabían lo que les esperaba.

      -Oiga -me dijo Ned Land-, su capitán Nemo (que el diablo se lleve) acaba de hacernos una amable invitación.

      -¡Ah!, entonces ya sabéis lo que…

      -El comandante del Nautilus -dijo Conseil -nos ha invitado a visitar mañana, en compañía del señor, las magníficas pesquerías de Ceilán. Y lo ha hecho en los términos más amables, como un verdadero gentleman.

      -¿No os ha dicho nada más?

      -Nada, sino que ya le había hablado al señor de este pequeño paseo.

      -En efecto, pero no os ha dado ningún detalle sobre…

      -Ninguno, señor naturalista. Nos acompañará usted, ¿no?

      -Yo-… . sin duda, Ned. Pero veo que le apetece a usted.

      -Sí, será curioso, muy curioso.

      -Peligroso tal vez -añadí con un tono insinuante.

      -¿Peligrosa una simple excursión por un banco de ostras?

      Decididamente, el capitán Nemo había juzgado inútil hablarles de los tiburones. Yo les miraba, turbado, como si ya les faltara algún miembro. ¿Debía advertirles? Sí, sin duda, pero no sabía cómo hacerlo.

      -¿Querría el señor darnos algunos detalles sobre la pesca de perlas?

      -¿Sobre la pesca en sí misma, o sobre los incidentes que pueden-… ?

      -Sobre la pesca -respondió el canadiense-. Bueno es conocer el terreno antes de adentrarse en él.

      -Pues bien, sentaos, amigos míos, y os enseñaré todo lo que el inglés Sirr acaba de enseñarme sobre esto.

      Ned y Conseil se sentaron en el diván. Antes de que comenzara a explicarles, preguntó el canadiense:

      -¿Qué es exactamente una perla?

      -Amigo Ned, para el poeta, la perla es una lágrima del mar; para los orientales, es una gota de rocío solidificada; para las damas, es una joya de forma oblonga, de brillo hialino, de una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el químico, es una mezcla de fosfato y de carbonato cálcico con un poco de gelatina, y, por último, para el naturalista, es una simple secreción enfermiza del órgano que produce el nácar en algunos bivalvos.

      -Rama de los moluscos -dijo Conseil-, clase de los aréfalos, orden de los testáceos.

      -Precisamente, sabio Conseil. Ahora bien, entre estos testáceos, la oreja de mar iris, los turbos, las tridacnas, las pinnas, en una palabra, todos los que secretan nácar, es decir, esta sustancia azul, azulada, violeta o blanca que tapiza el interior de sus valvas, son susceptibles de producir perlas.

      -¿Las almejas también? -preguntó el canadiense.

      -Sí, las almejas de algunos ríos de Escocia, del País de Gales, de Irlanda, de Sajonia, de Bohemia y de Francia.

      -Habrá que estar atentos de ahora en adelante -respondió el canadiense.

      -Pero el molusco por excelencia que destila la perla es la madreperla, la Meleagrina margaritifera, la preciosa pintadina. La perla no es más que una concreción nacarada de forma globulosa, que se adhiere a la concha de la ostra o se incrusta en los pliegues del animal. Cuando se aloja en las valvas, la perla es adherente; cuando lo hace en la carne, está suelta. Siempre tiene por núcleo un pequeño cuerpo duro, ya sea un óvulo estéril, ya un grano de arena, en torno al cual va depositándose la materia nacarada a lo largo de varios años, sucesivamente y en capas finas y concéntricas.

      -¿Puede haber varias perlas en una misma ostra?

      -Sí, hay algunas madreperlas que son un verdadero joyero. Se ha hablado de un ejemplar que contenía, aunque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tiburones.

      -¿Ciento cincuenta tiburones? -exclamó Ned Land.

      -¿Dije tiburones? Quería decir perlas. Tiburones… no tendría sentido.

      -En efecto -dijo Conseil-, pero tal vez el señor quiera decirnos ahora cómo se extraen esas perlas.

      -Se procede de varios modos. Cuando las perlas están adheridas a las valvas se arrancan incluso con pinzas. Pero lo corriente es que se depositen las madreperlas en unas esterillas sobre el suelo.

       Mueren así al aire libre, y al cabo de diez días se hallan en un estado satisfactorio de putrefacción. Se meten entonces en grandes depósitos llenos de agua de mar, y luego se abren y se lavan. Se procede después a un doble trabajo. Primero, se separan las placas de nácar conocidas en el comercio con los nombres de franca plateada, bastarda blanca y bastarda negra, que se entregan en cajas de ciento veinticinco a ciento cincuenta kilos. Luego quitan el parénquima de la ostra, lo ponen a hervir y lo tamizan para extraer hasta las más pequeñas perlas.

      -¿Depende el precio del tamaño? -preguntó Conseil.

      -No sólo de su tamaño, sino también de su forma, de su agua, es decir, de su color, y de su oriente, es decir, de ese brillo suave de visos cambiantes que las hace tan agradables a la vista. Las más bellas perlas son llamadas perlas vírgenes o parangones. Son las que se forman aisladamente en el tejido del molusco; son blancas, generalmente opacas, aunque a veces tienen una transparencia opalina, y suelen ser esféricas o piriformes. Las esféricas son comúnmente utilizadas para collares y brazaletes; las piriformes, para pendientes, y por ser las más preciosas se venden por unidades. Las otras, las que se adhieren a la concha de la ostra, son más irregulares y se venden al peso. Por último, en un orden inferior se clasifican las pequeñas perlas conocidas con el nombre de aljófar, que se venden por medidas y que sirven especialmente para realizar bordados sobre los ornamentos eclesiásticos.

      -Debe ser muy laboriosa la separación de las perlas por su tamaño -dijo el canadiense.

      -No. Ese trabajo se hace por medio de once tamices o cribas

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