Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne

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      El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central, cuyos peldaños terminaban en la plataforma. Ned y Conseil estaban ya allí, visiblemente contentos de la «placentera expedición» que se preparaba.

      Cinco marineros nos esperaban en la canoa adosada al flanco del Nautilus.

      Aún era de noche. Las nubes cubrían el cielo, dejando apenas entrever algunas estrellas. Dirigí la mirada a tierra, pero no vi más que una línea confusa que cerraba las tres cuartas partes del horizonte del Sudoeste al Noroeste. El Nautilus había costeado durante la noche la región occidental de Ceilán y se hallaba al Oeste de la bahía, o más bien del golfo que forma con ese país la isla de Manaar. Allí, bajo sus oscuras aguas, se extendía el banco de madreperlas sobre más de veinte millas de longitud.

      El capitán Nemo, Conseil, Ned Land y yo nos instalamos a popa. Un marinero se puso al timón, mientras los otros cuatro tomaban los remos. Se largó la boza y nos alejamos del Nautilus, con rumbo Sur. Los remeros trabajaban sin prisa. Observé que sus vigorosos movimientos se sucedían cada diez segundos, según el método generalmente usado por las marinas de guerra.

      Mientras corría la embarcación por su derrotero, las gotas líquidas golpeaban a los remos crepitando como esquirlas de plomo fundido. Un ligero oleaje imprimía a la canoa un pequeño balanceo, y las crestas de algunas olas chapoteaban en la proa.

      Íbamos silenciosos. ¿En qué pensaba el capitán Nemo? Tal vez en esa tierra hacia la que se aproximaba y que debía parecerle excesivamente cercana, al contrario que al canadiense, para quien debía estar excesivamente lejana. Conseil iba como un simple curioso.

      Hacia las cinco y media empezó a acusarse más netamente en el horizonte la línea superior de la costa. Bastante llana por el Este, se elevaba un poco hacia el Sur. Cinco millas nos separaban todavía de ella y su perfil se confundía aún con las aguas brumosas. Entre la costa y nosotros, el mar desierto. Ni un barco, ni un buceador. Soledad profunda en este lugar de cita de los pescadores de perlas. Tal como había dicho el capitán Nemo, llegábamos a estos parajes con un mes de anticipación.

      A las seis, se hizo súbitamente de día, con esa rapidez peculiar de las regiones tropicales, que no conocen ni la aurora ni el crepúsculo. Los rayos solares atravesaron la cortina de nubes amontonadas en el horizonte oriental y el astro radiante se elevó rápidamente.

      Vi entonces con toda claridad la tierra sobre la que se elevaban algunos árboles dispersos. La canoa avanzó hacia la isla de Manaar que tomaba una forma redondeada por el Sur. El capitán Nemo se puso en pie y observó el mar. A una señal suya, se echó el ancla. La cadena corrió apenas, pues el fondo no estaba a más de un metro en aquel lugar, uno de los más elevados del banco de madreperlas. La canoa giró en seguida en torno a su ancla, por el empuje del reflujo.

      -Ya hemos llegado, señor Aronnax -dijo el capitán Nemo-. En esta cerrada bahía, dentro de un mes se reunirán los numerosos barcos de los pescadores y los buceadores se sumergirán audazmente en su rudo trabajo. La disposición de la bahía es magnífica para este tipo de pesca, al hallarse abrigada de los vientos. El oleaje no es nunca demasiado fuerte, lo que favorece el trabajo de los buceadores. Vamos a ponernos las escafandras, para comenzar nuestra expedición.

      No respondí, y sin dejar de mirar aquellas aguas sospechosas, comencé a ponerme mi pesado traje marino, ayudado por los marineros. El capitán Nemo y mis dos compañeros se estaban vistiendo también. Ninguno de los hombres del Nautilus iba a acompañarnos en esta nueva excursión.

      No tardamos en hallarnos aprisionados hasta el cuello en los trajes de caucho, con los aparatos de aire fijados a la espalda por los tirantes.

      En esa ocasión no eran necesarios los aparatos Ruhmkorff. Antes de introducir mi cabeza en la cápsula de cobre, se lo había preguntado al capitán.

      -No nos serían de ninguna utilidad -me había respondido el capitán Nemo-. No iremos a grandes profundidades y nos iluminará la luz del sol. Además, no es prudente llevar bajo estas aguas una linterna eléctrica, que podría atraer inopinadamente a algún peligroso habitante.

      Al decir esto el capitán Nemo, me volví hacia Conseil y Ned Land, pero éstos, embutidos ya en su casco metálico, no podían ni oír ni responder.

      Me quedaba por hacer una última pregunta al capitán Nemo.

      -¿Y nuestras armas? ¿Los fusiles?

      -¿Para qué? ¿No atacan los montañeses al oso con un puñal? ¿No es más seguro el acero que el plomo? He aquí un buen cuchillo. Póngaselo en su cinturón y partamos.

      Miré a mis compañeros y les vi armados como nosotros. Sólo que, además, Ned Land esgrimía un enorme arpón que había depositado en la canoa antes de abandonar el Nautilus.

      Luego, siguiendo el ejemplo del capitán, me dejé poner la pesada esfera de cobre sobre la cabeza. Nuestros depósitos de aire entraron inmediatamente en actividad.

      Un instante después, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos pie a metro y medio de profundidad, sobre una arena compacta. El capitán Nemo nos hizo señal de seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua.

      Una vez allí, me abandonaron inmediatamente las ideas que atormentaban a mi cerebro, y me hallé completamente tranquilo. La facilidad de mis movimientos aumentó mi confianza, mientras la rareza del espectáculo cautivaba mi imaginación.

      La luz solar penetraba con suficiente claridad para hace visibles los menores objetos.

      Al cabo de unos diez minutos de marcha, nos hallábamos a una profundidad de cinco metros y el fondo iba haciéndo-se llano.

      A nuestro paso, como una bandada de chochas en una laguna, levantaban el «vuelo» unos curiosos peces del género de los monópteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconocí al javanés, verdadera serpiente de unos ocho decímetros de longitud, de vientre lívido, al que se le confundiría fácilmente con el congrio de no ser por las rayas doradas de sus flancos. En el género de los estromateos, cuyo cuerpo es ovalado y muy comprimido, vi fiatolas de brillantes colores y con una aleta dorsal como una hoz, peces comestibles que una vez secos y puestos en adobo sirven para la preparación de un plato excelente llamado karawade; «tranquebars», pertenecientes al género de los apsiforoides, con el cuerpo recubierto de una coraza escamosa dividida en ocho partes longitudinales.

      La progresiva elevación del sol aumentaba la claridad en el agua. El suelo iba cambiando poco a poco. A la arena fina sucedía una verdadera calzada de rocas redondeadas, revestidas de un tapiz de moluscos y de zoófitos. Entre las numerosas muestras de estas dos ramas, observé placenos de valvas finas y desiguales, especie de ostráceos propios del mar Rojo y del océano índico; lucinas anaranjadas de concha orbicular; tarazas; algunas de esas púrpuras persas que proveían al Nautilus de un tinte admirable; múrices de quince centímetros de largo que se erguían bajo el agua como manos dispuestas a hacer presa; las turbinelas, vulgarmente llamadas dientes de perro, erizadas de espinas; língulas anatinas, conchas comestibles que alimentan los mercados del Indostán; pelagias panópiras, ligeramente luminosas, y admirables oculinas fiabeliformes, magníficos abanicos que forman una de las más ricas arborizaciones de estos mares.

      En medio de estas plantas vivas y bajo los ramajes de los hidrófitos corrían legiones de torpes articulados: raninas dentadas con sus caparazones en forma de triángulo un poco redondeado; birgos propios de estos parajes y horribles partenopes de aspecto verdaderamente repugnante. No menos horroroso era el enorme cangrejo que encontré varias veces, el mismo que fuera observado y descrito por Darwin. Un cangrejo enorme al

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