Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Pero se trataba de un rastro sumamente vago, como advertí en el viaje de regreso al comprobar que, una tras otra, todas las colinas conservaban huellas de sus antiguos pobladores. La única indicación de Barrymore había sido que el desconocido vivía en uno de aquellos refugios abandonados, pero existían cientos de ellos a todo lo largo y ancho del páramo. Contaba, sin embargo, con mi experiencia como guía, puesto que había visto al desconocido con mis propios ojos en la cima del Risco Negro. Aquel lugar, por lo tanto, debía ser el punto de partida de mi búsqueda. Allí iniciaría la exploración de todos los refugios hasta que diera con el que buscaba. Si aquel individuo estaba dentro, sabría de sus propios labios, a punta de revólver si era necesario, quién era y por qué nos había seguido durante tanto tiempo. Quizá podía darnos esquinazo entre el gentío de Regent Street, pero le iba a resultar imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si encontraba el refugio y su ocupante no estaba dentro, me quedaría allí, por larga que resultara la espera, hasta que regresase. Holmes lo había perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr capturarlo después del fracaso de mi maestro.
La suerte se había vuelto una y otra vez contra nosotros en el curso de aquella investigación, pero ahora vino por fin en mi ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor Frankland que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez rojiza, junto a la puerta del jardín de su casa, que daba a la carretera por la que yo viajaba.
—Buenos días, doctor Watson —exclamó con insólito buen humor—; permita que sus caballos disfruten de un descanso y entre en casa a beber un vaso de vino y felicitarme.
Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser amistosos después de lo que había oído sobre su manera de tratar a la señora Lyons, pero estaba deseoso de enviar a Perkins y la tartana a casa, y aquélla era una buena oportunidad. Descendí del coche y envié un mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a pie, a tiempo para la cena. Después seguí a Frankland hasta su comedor.
—Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos con letras doradas —exclamó, interrumpiéndose varias veces para reír entre dientes—. He conseguido un doble triunfo. Me proponía enseñar a las gentes de esta zona que la ley es la ley, y que aquí vive un hombre a quien no le asusta recurrir a ella. He establecido un derecho de paso que cruza por el centro de los jardines del viejo Middleton, que atraviesa la propiedad a menos de cien metros de la puerta principal. ¿Qué me dice de eso? Vamos a enseñar a esos magnates que no se puede pisotear los derechos de los plebeyos, ¡y que Dios los confunda! Y también he cerrado el bosque donde iba de excursión la gente de Fernworthy. Esos infernales pueblerinos parecen creer que no existe el derecho de propiedad y que pueden meterse por donde les apetezca y ensuciarlo todo con papeles y botellas. Ambos casos fallados, doctor Watson, y los dos a mi favor. No recuerdo un día parecido desde que conseguí que condenaran a Sir John Morland por cazar en sus propias tierras.
—¿Cómo demonios consiguió usted eso?
—Mírelo en la jurisprudencia, señor mío. Merece la pena leerlo: Frankland contra Morland, llegamos hasta el Tribunal Supremo. Me costó doscientas libras, pero conseguí que se fallara a mi favor.
—¿Le reportó algún beneficio?
—Ninguno, señor mío, ninguno. Me enorgullece decir que yo no tenía interés material alguno en aquella cuestión. Siempre actúo por sentido del deber. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de que los habitantes de Fernworthy me quemarán esta noche en efigie. La última vez que lo hicieron dije a la policía que deberían impedir espectáculos tan lamentables. La incompetencia de la policía del condado es escandalosa, señor mío, y no se me proporciona la protección a la que tengo derecho. Mi pleito contra la Reina servirá para atraer la atención del público sobre este asunto. Les dije que tendrían oportunidad de lamentar la manera en que me tratan y mis palabras se han hecho ya realidad.
—¿Cómo así? —pregunté.
El anciano hizo un gesto de complicidad.
—Porque podría decirles lo que están deseando saber, pero nada ni nadie me persuadirá para que ayude a esos sinvergüenzas en lo más mínimo.
Yo había estado tratando de encontrar alguna excusa para escapar a su charla incesante, pero ahora sentí deseos de saber más. Sin embargo había tenido suficientes pruebas de su tendencia a llevar la contraria como para comprender que cualquier manifestación de vivo interés sería la mejor manera de poner fin a las confidencias de aquel viejo excéntrico.
—Algún caso de caza furtiva, imagino —dije, con aire indiferente.
—Ja, ja; ¡algo mucho más importante que eso, caballerete! ¿Qué me dice del preso escapado?
Me sobresalté.
—¿No querrá usted decir que sabe dónde se esconde? —le pregunté.
—Quizá no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy completamente seguro que podría ayudar a la policía a echarle el guante. ¿Nunca se le ha ocurrido que la manera de atrapar a ese sujeto es descubrir dónde consigue la comida y llegar después hasta él?
El señor Frankland daba toda la impresión de hallarse incómodamente cerca de la verdad.
—Sin duda —dije—; pero, ¿cómo sabe que está en el páramo?
—Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva la comida.
Se me cayó el alma a los pies pensando en Barrymore. Era un grave problema estar en manos de aquel viejo entrometido y rencoroso. Pero su siguiente observación me quitó un peso de encima.
—Le sorprenderá saber que es un niño quien le lleva la comida. Lo veo todos los días gracias al telescopio que tengo en el tejado. Siempre pasa por el mismo camino a la misma hora y, ¿cuál puede ser su destino excepto el refugio del huido?
¡Una vez más la suerte me sonreía! Y sin embargo evité dar muestras de interés. ¡Un niño! Barrymore me había dicho que al desconocido lo atendía un muchacho. Frankland había tropezado por casualidad con su rastro y no con el de Selden. Si me enteraba de lo que él sabía, quizá me ahorrara una búsqueda larga y fatigosa. Pero la incredulidad y la indiferencia eran sin duda mis mejores armas.
—En mi opinión es mucho más probable que se trate del hijo de uno de los pastores del páramo y que se limite a llevar la comida a su padre.
El menor signo de oposición bastaba para que el viejo autócrata echara chispas por los ojos. Me miró con malevolencia y se le erizaron las patillas grises como podría hacerlo el lomo de un gato enfurecido.
—¿Así que eso es lo que usted piensa? —dijo, señalando al páramo que se extendía delante de nuestros ojos—. ¿Ve allí el Risco Negro? Bien; ¿ve la pequeña colina de más allá en la que crece un espino? Es la parte más pedregosa de todo el páramo. ¿Le parece probable que un pastor se sitúe en un lugar