Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—Puede tener la seguridad de que siempre piso terreno firme antes de llegar a una conclusión. He visto una y otra vez al muchacho con su hatillo. Todos los días, y en ocasiones dos veces al día, he podido... un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos, o hay en este momento algo que se mueve por la falda de aquella colina?
La distancia era de varios kilómetros, pero vi con claridad un puntito oscuro sobre la monotonía verde y gris.
—¡Venga, señor mío, venga conmigo! —exclamó Frankland, subiendo las escaleras a toda prisa—. Va usted a verlo con sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.
El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un trípode, se hallaba sobre la azotea de la casa. Frankland se acercó para mirar y dejó escapar un grito de satisfacción.
—¡Deprisa, doctor Watson, deprisa antes de que pase al otro lado!
Allí estaba, sin la menor duda: un pilluelo con un hatillo al hombro, subiendo sin prisas por la pendiente. Cuando llegó a la cresta vi, recortada por un momento contra el frío cielo azul, la figura desaseada y rústica. El chiquillo miró a su alrededor con aire furtivo y cauteloso, como alguien que teme ser perseguido. Luego desapareció por la ladera opuesta.
—Bien, señor mío, ¿estoy en lo cierto?
—Se trata sin duda de un muchacho que parece tener una ocupación secreta.
—Y cuál sea esa ocupación es algo que hasta un policía rural podría adivinar. Pero no seré yo quien les diga una sola palabra, y a usted le exijo también que guarde el secreto, doctor Watson. ¡Ni una palabra! ¿Entendido?
—Como usted desee.
—Me han tratado vergonzosamente, ésa es la verdad. Cuando salgan a la luz los hechos en mi pleito contra la Reina me atrevo a creer que un escalofrío de indignación recorrerá el país. Nada me impulsará a ayudar a la policía. Por lo que a ellos se refiere, les daría lo mismo que esos tunantes del pueblo me quemaran en persona y no en efigie. ¡No irá a marcharse ya! ¡Tiene que ayudarme a vaciar la botella para celebrar este gran acontecimiento!
Pero desoí todas sus súplicas y logré que renunciara también a acompañarme andando a casa. Seguí carretera adelante hasta perder de vista a Frankland y luego me lancé campo a través por el páramo en dirección a la colina pedregosa en donde habíamos perdido de vista al muchacho. Todo trabajaba en mi favor y me juré que ni por falta de energía ni de perseverancia desperdiciaría la oportunidad que la fortuna había puesto a mi alcance.
Atardecía cuando alcancé la cumbre de la colina; los largos declives que quedaban a mi espalda eran de color verde oro por un lado y gris oscuro por otro. En el horizonte más lejano las formas fantásticas de Belliver y del Risco Vixen sobresalían por encima de una suave neblina. No había sonido ni movimiento alguno en toda la extensión del páramo. Un gran pájaro gris, gaviota o zarapito, volaba muy alto en el cielo. El ave y yo parecíamos los únicos seres vivos entre el enorme arco del cielo y el desierto a mis pies. El paisaje yermo, la sensación de soledad y el misterio y la urgencia de mi tarea se confabularon para helarme el corazón. Al muchacho no se le veía por ninguna parte. Pero por debajo de mí, en una hendidura entre las colinas, los antiguos refugios de piedra formaban un círculo y en el centro había uno que conservaba el techo suficiente como para servir de protección contra las inclemencias del tiempo. El corazón me dio un vuelco al verlo. Aquélla tenía que ser la guarida donde se ocultaba el desconocido. Por fin iba a poner el pie en el umbral de su escondite: tenía su secreto al alcance de la mano.
Mientras me acercaba al refugio, caminando con tantas precauciones como pudiese hacerlo Stapleton cuando, con el cazamariposas en ristre, se aproximara a un lepidóptero inmóvil, comprobé que aquel lugar se había utilizado sin duda alguna como habitación. Un sendero apenas marcado entre las grandes piedras conducía hasta la derruida abertura que servía de puerta. Dentro reinaba el silencio. El desconocido podía estar escondido en su interior o merodear por el páramo. La sensación de aventura me produjo un agradable cosquilleo. Después de tirar el cigarrillo, puse la mano sobre la culata del revólver y, llegándome rápidamente hasta la puerta, miré dentro. El refugio estaba vacío.
Signos abundantes confirmaban, sin embargo, que había seguido la pista correcta. Se trataba del lugar donde se alojaba el desconocido. Sobre la misma losa de piedra donde el hombre neolítico había dormido en otro tiempo se veían varias mantas envueltas en una tela impermeable. En la tosca chimenea se acumulaban las cenizas de un fuego. A su lado descansaban algunos utensilios de cocina y un cubo lleno a medias de agua. Un montón de latas vacías ponía de manifiesto que el lugar llevaba algún tiempo ocupado y, cuando mis ojos se habituaron a la relativa oscuridad, vi en un rincón un vaso de metal y una botella mediada de alguna bebida alcohólica. En el centro del refugio, una piedra plana hacía las veces de mesa y sobre ella se hallaba un hatillo: el mismo, sin duda, que había visto por el telescopio sobre el hombro del muchacho. En su interior encontré una barra de pan, una lengua en conserva y dos latas de melocotón en almíbar. Al dejar otra vez en su sitio el hatillo después de haberlo examinado, el corazón me dio un vuelco al ver que debajo había una hoja escrita. Alcé el papel y esto fue lo que leí, toscamente garabateado a lápiz:
«El doctor Watson ha ido a Coombe Tracey».
Durante un minuto permanecí allí con la hoja en la mano preguntándome cuál podía ser el significado de aquel escueto mensaje. El desconocido me seguía a mí y no a Sir Henry. No me había seguido en persona, pero había puesto a un agente —el muchacho, tal vez— tras mis huellas, y aquél era su informe. Posiblemente yo no había dado un solo paso desde mi llegada al páramo sin ser observado y sin que después se transmitiera la información. Siempre el sentimiento de una fuerza invisible, de una tupida red tejida a nuestro alrededor con habilidad y delicadeza infinitas, una red que apretaba tan poco que sólo en algún momento supremo la víctima advertía por fin que estaba enredada en sus mallas.
La existencia de aquel informe indicaba que podía haber otros, de manera que los busqué por todo el refugio. No hallé, sin embargo, el menor rastro, ni descubrí señal alguna que me indicara la personalidad o las intenciones del hombre que vivía en aquel sitio tan singular, excepto que debía de tratarse de alguien de costumbres espartanas y muy poco preocupado por las comodidades de la vida. Al recordar las intensas lluvias y contemplar el techo agujereado valoré la decisión y la resistencia necesarias para perseverar en alojamiento tan inhóspito. ¿Se trataba de nuestro perverso enemigo o me había tropezado, quizá, con nuestro ángel de la guarda? Juré que no abandonaría el refugio sin saberlo.
Fuera se estaba poniendo el sol y el occidente ardía en escarlata y oro. Las lejanas charcas situadas en medio de la gran ciénaga de Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas. También se veían las torres de la mansión de los Baskerville y más allá una remota columna de humo que indicaba la situación de la aldea de Grimpen. Entre las dos, detrás de la colina, se hallaba la casa de los Stapleton. Bañado por la dorada luz del atardecer todo parecía dulce, suave y pacífico y, sin embargo, mientras contemplaba el paisaje mi alma no compartía en absoluto la paz de la naturaleza, sino que se estremecía ante la imprecisión y el terror de aquel encuentro, más próximo a cada instante que pasaba. Con los nervios en tensión pero más decidido que nunca, me senté en un rincón del refugio y esperé con sombría paciencia la llegada de su ocupante.
Finalmente le oí. Desde lejos me llegó el ruido seco de una bota que golpeaba la piedra. Luego otro y otro, cada vez más cerca. Me acurruqué en mi rincón y amartillé el revólver en el bolsillo, decidido a no revelar mi presencia hasta ver al menos qué aspecto tenía el desconocido. Se produjo una pausa larga, lo que quería decir que mi hombre se había detenido. Luego, una vez más, los pasos se