Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 107
Era imposible que ninguno de los dos olvidara aquel peculiar traje rojizo de tweed: el mismo que llevaba la mañana que se presentó en Baker Street. Lo vimos un momento con claridad y enseguida el fósforo parpadeó y se apagó, de la misma manera qué la esperanza había abandonado nuestras almas. Holmes gimió y su rostro adquirió un tenue resplandor blanco a pesar de la oscuridad.
—¡Fiera asesina! —exclamé, apretando los puños—. ¡Ah, Holmes, nunca me perdonaré haberlo abandonado a su destino!
—Yo soy más culpable que usted, Watson. Con el fin de dejar el caso bien rematado y completo, he permitido que mi cliente perdiera la vida. Es el peor golpe que he recibido en mi carrera. Pero, ¿cómo iba yo a saber, cómo podía saber, que fuese a arriesgar la vida a solas en el páramo, a pesar de todas mis advertencias?
—¡Pensar que hemos oído sus alaridos, y qué alaridos, Dios mío, sin ser capaces de salvarlo! ¿Dónde está ese horrendo sabueso que lo ha llevado a la muerte? Quizá se esconda detrás de aquellas rocas en este instante. Y Stapleton, ¿dónde está Stapleton? Tendrá que responder por este crimen.
—Lo hará. Me encargaré de ello. Tío y sobrino han sido asesinados: el primero muerto de miedo al ver a la bestia que él creía sobrenatural y el segundo empujado a la destrucción en su huida desesperada para escapar de ella. Pero ahora tenemos que demostrar la conexión entre el hombre y el animal. Si no fuera por el testimonio de nuestros oídos, ni siquiera podríamos jurar que existe el sabueso, dado que Sir Henry ha muerto a consecuencia de la caída. Pero pongo al cielo por testigo de que a pesar de toda su astucia, ¡ese individuo estará en mi poder antes de veinticuatro horas!
Nos quedamos inmóviles con el corazón lleno de amargura a ambos lados del cuerpo destrozado, abrumados por aquel repentino e irreparable desastre que había puesto tan lamentable fin a nuestros largos y fatigosos esfuerzos. Luego, mientras salía la luna, trepamos a las rocas desde cuya cima había caído nuestro pobre amigo y contemplamos el páramo en sombras, mitad plata y mitad oscuridad. Muy lejos, a kilómetros de distancia en la dirección de Grimpen, brillaba constante una luz amarilla. Únicamente podía venir de la casa solitaria de los Stapleton. Mientras la miraba agité el puño y dejé escapar una amarga maldición.
—¿Por qué no lo detenemos ahora mismo?
—Nuestro caso no está terminado. Ese individuo es extraordinariamente cauteloso y astuto. No cuenta lo que sabemos sino lo que podemos probar. Un solo movimiento en falso y quizá se nos escape aún ese bellaco.
—¿Qué podemos hacer?
—Mañana no nos faltarán ocupaciones. Esta noche sólo nos queda rendir un último tributo a nuestro pobre amigo. Juntos descendimos de nuevo la escarpada pendiente y nos acercamos al cadáver, que se recortaba como una mancha negra sobre las piedras plateadas. La angustia que revelaban aquellos miembros dislocados me provocó un espasmo de dolor y las lágrimas me enturbiaron los ojos.
—¡Hemos de pedir ayuda, Holmes! No es posible llevarlo desde aquí hasta la mansión. ¡Cielo santo! ¿Se ha vuelto loco?
Mi amigo había lanzado una exclamación al tiempo que se inclinaba sobre el cuerpo. Y ahora bailaba y reía y me estrechaba la mano. ¿Era aquél el Sherlock Holmes severo y reservado que yo conocía? ¡Cuánto fuego escondido!
—¡Una barba! ¡Una barba! ¡El muerto tiene barba!
—¿Barba?
—No es el baronet..., es..., ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril precipitación dimos la vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba a la luna, clara y fría. No había la menor duda sobre los abultados arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se trataba del mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por encima de la roca: el rostro de Selden, el criminal.
Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había regalado a Barrymore sus viejas prendas de vestir. El mayordomo se las había traspasado a Selden para facilitarle la huida. Botas, camisa, gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo espantosa, pero, al menos de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había merecido la muerte. Con el corazón rebosante de agradecimiento y de alegría expliqué a Holmes lo que había sucedido.
—De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del baronet —dijo mi amigo—. Al sabueso se le ha entrenado mediante alguna prenda de Sir Henry (la bota que le desapareció en el hotel, con toda probabilidad) y por eso ha acorralado a este hombre. Hay, sin embargo, una cosa muy extraña: dada la oscuridad de la noche, ¿cómo llegó Selden a saber que el sabueso seguía su rastro?
—Lo oyó.
—Oír a un sabueso en el páramo no habría asustado a un hombre como él hasta el punto de exponerse a una nueva captura a causa de sus frenéticos alaridos pidiendo ayuda. Si nos guiamos por sus gritos, aún corrió mucho tiempo después de saber que el animal lo perseguía. ¿Cómo lo supo?
—Para mí es un misterio todavía mayor por qué ese sabueso, suponiendo que todas nuestras conjeturas sean correctas...
—Yo no supongo nada.
—Bien, pero ¿por qué tendría que estar suelto ese animal precisamente esta noche? Imagino que no siempre anda libre por el páramo. Stapleton no lo habría dejado salir sin buenas razones para pensar que iba a encontrarse con Sir Henry.
—Mi dificultad es la más ardua de las dos, porque creo que muy pronto encontraremos una explicación para la suya, mientras que la mía quizá siga siendo siempre un misterio. Ahora el problema es, ¿qué vamos a hacer con el cuerpo de este pobre desgraciado? No podemos dejarlo aquí a merced de los zorros y de los cuervos.
—Sugiero que lo metamos en uno de los refugios hasta que podamos informar a la policía.
—De acuerdo. Estoy seguro de que podremos trasladarlo entre los dos. ¡Caramba, Watson! ¿Qué es lo que veo? Nuestro hombre en persona. ¡Fantástico! ¡No cabe mayor audacia! Ni una palabra que revele lo que sabemos; ni una palabra, o mis planes se vienen abajo.
Una figura se acercaba por el páramo, acompañada del débil resplandor rojo de un cigarro puro. La luna brillaba en lo alto del cielo y me fue posible distinguir el aspecto atildado y el caminar desenvuelto del naturalista. Stapleton se detuvo al vernos, pero sólo unos instantes.
—Vaya, doctor Watson; me cuesta trabajo creer que sea usted, la última persona que hubiera esperado encontrar en el páramo a estas horas de la noche. Pero, Dios mío, ¿qué es esto? ¿Alguien herido? ¡No! ¡No me diga que