Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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que le espera mañana, puesto que se ha comprometido, si recuerdo correctamente su informe, a cenar con esas personas.

      —Yo debo acompañarlo.

      —Tendrá que disculparse, porque Sir Henry ha de ir solo. Eso lo arreglaremos sin dificultad. Y ahora creo que los dos necesitaremos un tentempié en el caso de que lleguemos demasiado tarde para la cena.

      13. Preparando las redes

      Más que sorprenderse, Sir Henry se alegró de ver a Sherlock Holmes, porque esperaba, desde varios días atrás, que los recientes acontecimientos lo trajeran de Londres. Alzó sin embargo las cejas cuando descubrió que mi amigo llegaba sin equipaje y no hacía el menor esfuerzo por explicar su falta. Entre el baronet y yo muy pronto proporcionamos a Holmes lo que necesitaba y luego, durante nuestro tardío tentempié, explicamos al baronet todo aquello que parecía deseable que supiera. Pero antes me correspondió la desagradable tarea de comunicar a Barrymore y a su esposa la noticia de la muerte de Selden. Para el mayordomo quizá fuera un verdadero alivio, pero su mujer lloró amargamente, cubriéndose el rostro con el delantal. Para el resto del mundo Selden era el símbolo de la violencia, mitad animal, mitad demonio; pero para su hermana mayor seguía siendo el niñito caprichoso de su adolescencia, el pequeño que se aferraba a su mano. Muy perverso ha de ser sin duda el hombre que no tenga una mujer que llore su muerte.

      —No he hecho otra cosa que sentirme abatido desde que Watson se marchó por la mañana —dijo el baronet—. Imagino que se me debe reconocer el mérito, porque he cumplido mi promesa. Si no hubiera jurado que no saldría solo, podría haber pasado una velada más entretenida, porque Stapleton me envió un recado para que fuese a visitarlo.

      —No tengo la menor duda de que habría pasado una velada más animada —dijo Holmes con sequedad—. Por cierto, no sé si se da cuenta de que durante algún tiempo hemos lamentado su muerte, convencidos de que tenía el cuello roto.

      Sir Henry abrió mucho los ojos.

      —¿Cómo es eso?

      —Ese pobre infeliz llevaba puesta su ropa desechada. Temo que el criado que se la dio tenga dificultades con la policía.

      —No es probable. Esas prendas carecían de marcas, si no recuerdo mal.

      —Es una suerte para él..., de hecho es una suerte para todos ustedes, ya que todos han transgredido la ley. Me pregunto si, en mi calidad de detective concienzudo, no me correspondería arrestar a todos los habitantes de la casa. Los informes de Watson son unos documentos sumamente comprometedores.

      —Pero, dígame, ¿cómo va el caso? —preguntó el baronet—. ¿Ha encontrado usted algún cabo que permita desenredar este embrollo? Creo que ni Watson ni yo sabemos ahora mucho más de lo que sabíamos al llegar de Londres.

      —Me parece que dentro de poco estaré en condiciones de aclararle en gran medida la situación. Ha sido un asunto extraordinariamente difícil y complicado. Quedan varios puntos sobre los que aún necesitamos nuevas luces, pero llevaremos el caso a buen término de todos modos.

      —Como sin duda Watson le habrá contado ya, hemos tenido una extraña experiencia. Oímos al sabueso en el páramo, por lo que estoy dispuesto a jurar que no todo es superstición vacía. Tuve alguna relación con perros cuando viví en el Oeste americano y reconozco sus voces cuando las oigo. Si es usted capaz de poner a ése un bozal y de atarlo con una cadena, estaré dispuesto a afirmar que es el mejor detective de todos los tiempos.

      —No abrigo la menor duda de que le pondré el bozal y la cadena si usted me ayuda.

      —Haré todo lo que me diga.

      —De acuerdo, pero le voy a pedir además que me obedezca a ciegas, sin preguntar las razones.

      —Como usted quiera.

      —Si lo hace, creo que son muchas las probabilidades de que resolvamos muy pronto nuestro pequeño problema. No tengo la menor duda...

      Holmes se interrumpió de pronto y miró fijamente al aire por encima de mi cabeza. La luz de la lámpara le daba en la cara y estaba tan embebido y tan inmóvil que su rostro podría haber sido el de una estatua clásica, una personificación de la vigilancia y de la expectación.

      —¿Qué sucede? —exclamamos Sir Henry y yo.

      Comprendí inmediatamente cuando bajó la vista que estaba reprimiendo una emoción intensa. Sus facciones mantenían el sosiego, pero le brillaban los ojos, jubilosos y divertidos.

      —Perdonen la admiración de un experto —dijo señalando con un gesto de la mano la colección de retratos que decoraba la pared frontera—. Watson niega que yo tenga conocimientos de arte, pero no son más que celos, porque nuestras opiniones sobre esa materia difieren. A decir verdad, posee usted una excelente colección de retratos.

      —Vaya, me agrada oírselo decir —replicó Sir Henry, mirando a mi amigo con algo de sorpresa—. No pretendo saber mucho de esas cosas y soy mejor juez de caballos o de toros que de cuadros. E ignoraba que encontrara usted tiempo para cosas así.

      —Sé lo que es bueno cuando lo veo y ahora lo estoy viendo. Me atrevería a jurar que la dama vestida de seda azul es obra de Kneller y el caballero fornido de la peluca, de Reynolds. Imagino que se trata de retratos de familia.

      —Absolutamente todos.

      —¿Sabe quiénes son?

      —Barrymore me ha estado dando clases particulares y creo que ya me encuentro en condiciones de pasar con éxito el examen.

      —¿Quién es el caballero del telescopio?

      —El contraalmirante Baskerville, que estuvo a las órdenes de Rodney en las Antillas. El de la casaca azul y el rollo de documentos es Sir William Baskerville, presidente de los comités de la Cámara de los Comunes en tiempos de Pitt.

      —¿Y el que está frente a mí, el partidario de Carlos I con el terciopelo negro y los encajes?

      —Ah; tiene usted todo el derecho a estar informado, porque es la causa de nuestros problemas. Se trata del malvado Hugo, que puso en movimiento al sabueso de los Baskerville. No es probable que nos olvidemos de él.

      Contemplé el retrato con interés y cierta sorpresa.

      —¡Caramba! —dijo Holmes—, parece un hombre tranquilo y de buenas costumbres, pero me atrevo a decir que había en sus ojos un demonio escondido. Me lo había imaginado como una persona más robusta y de aire más rufianesco.

      —No hay la menor duda sobre su autenticidad, porque por detrás del lienzo se indican el nombre y la fecha, 1647.

      Holmes no dijo apenas nada más, pero el retrato del juerguista de otros tiempos parecía fascinarle, y no apartó los ojos de él durante el resto de la comida. Tan sólo más tarde, cuando Sir Henry se hubo retirado a su habitación, pude seguir el hilo de sus pensamientos. Holmes me llevó de nuevo al refectorio y alzó la vela que llevaba en la mano para iluminar aquel retrato manchado por el paso del tiempo.

      —¿Ve usted algo especial?

      Contemplé el ancho sombrero adornado con una pluma, los largos rizos que caían sobre las sienes, el cuello blanco de encaje

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