Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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primera visita.

      14. El sabueso de los Baskerville

      Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que en realidad se le puede llamar defecto— era lo mucho que se resistía a comunicar sus planes antes del momento mismo de ponerlos por obra. Ello obedecía en parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a dominar y a sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a su cautela profesional, que le llevaba siempre a reducir los riesgos al mínimo. Esta costumbre, sin embargo, resultaba muy molesta para quienes actuaban como agentes y colaboradores suyos. Yo había sufrido ya por ese motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel largo trayecto en la oscuridad. Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque nos disponíamos a librar la batalla final Holmes no había dicho nada: sólo me cabía conjeturar cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude contener mi nerviosismo cuando, por fin, el frío viento que nos cortaba la cara y los oscuros espacios vacíos a ambos lados del estrecho camino me anunciaron que estábamos una vez más en el páramo. Cada paso de los caballos y cada vuelta de las ruedas nos acercaban a la aventura suprema.

      Debido a la presencia del cochero no hablábamos con libertad y nos veíamos forzados a conversar sobre temas triviales mientras la emoción y la esperanza tensaban nuestros nervios. Después de aquella forzada reserva me supuso un gran alivio dejar atrás la casa de Frankland y saber que nos acercábamos a la mansión de los Baskerville y al escenario de la acción. En lugar de llegar en coche hasta la casa nos apeamos junto al portón al comienzo de la avenida. Despedimos a la tartana y ordenamos al cochero que regresara a Coombe Tracey de inmediato, al mismo tiempo que nos poníamos en camino hacia la casa Merripit.

      —¿Va usted armado, Lestrade?

      —Siempre que me pongo los pantalones dispongo de un bolsillo trasero —respondió con una sonrisa el detective de corta estatura— y siempre que dispongo de un bolsillo trasero llevo algo dentro.

      —¡Bien! También mi amigo y yo estamos preparados para cualquier emergencia.

      —Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, señor Holmes. ¿A qué vamos a jugar ahora?

      —Jugaremos a esperar.

      —¡Válgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! —dijo el detective con un estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas laderas de las colinas y el enorme lago de niebla que descansaba sobre la gran ciénaga de Grimpen—. Veo unas luces delante de nosotros.

      —Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles que caminen de puntillas y hablen en voz muy baja.

      Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos dirigiéramos hacia la casa, pero Holmes hizo que nos detuviéramos cuando nos encontrábamos a unos doscientos metros.

      —Ya es suficiente —dijo—. Esas rocas de la derecha van a proporcionarnos una admirable protección.

      —¿Hemos de esperar ahí?

      —Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase en ese hoyo. Usted ha estado dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson? ¿Puede describirme la situación de las habitaciones? ¿A dónde corresponden esas ventanas enrejadas?

      —Creo que son las de la cocina.

      —¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?

      —Se trata sin duda del comedor.

      —Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el terreno. Deslícese con el mayor sigilo y vea lo que hacen, pero, por el amor del cielo, ¡que no descubran que los estamos vigilando!

      Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca altura que rodeaba el huerto de árboles achaparrados. Aprovechando su sombra me deslicé hasta alcanzar un punto que me permitía mirar directamente por la ventana desprovista de visillos.

      Sólo había dos personas en la habitación: Sir Henry y Stapleton, sentados a ambos lados de la mesa redonda. Yo los veía de perfil desde mi punto de observación. Ambos fumaban cigarros y tenían delante café y vino de Oporto. Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet parecía pálido y ausente. Quizá la idea del paseo solitario a través del páramo pesaba en su ánimo.

      Mientras los contemplaba, Stapleton se puso en pie y salió de la habitación; Sir Henry volvió a llenarse la copa y se recostó en la silla, aspirando el humo del cigarro. Luego oí el chirrido de una puerta y el ruido muy nítido de unas botas sobre la grava. Los pasos recorrieron el sendero por el otro lado del muro que me cobijaba. Alzando un poco la cabeza vi que el naturalista se detenía ante la puerta de una de las dependencias de la casa, situada en la esquina del huerto. Oí girar una llave y al entrar Stapleton se oyó un ruido extraño en el interior. El dueño de la casa no permaneció más de un minuto allí dentro; después oí de nuevo girar la llave en la cerradura, el naturalista pasó cerca de mí y regresó a la casa. Cuando comprobé que se reunía con su invitado me deslicé en silencio hasta donde me esperaban mis compañeros y les conté lo que había visto.

      —¿Dice usted, Watson, que la señora no está en el comedor? —preguntó Holmes cuando terminé mi relato.

      —No.

      —¿Dónde puede estar, en ese caso, dado que no hay luz en ninguna otra habitación si se exceptúa la cocina?

      —No sabría decirle.

      Ya he mencionado que sobre la gran ciénaga de Grimpen flotaba una espesa niebla blanca que avanzaba lentamente en nuestra dirección y que se presentaba frente a nosotros como un muro de poca altura, muy denso y con límites muy precisos. La luna la iluminaba desde lo alto, convirtiéndola en algo parecido a una resplandeciente lámina de hielo de grandes dimensiones, con las crestas de los riscos a manera de rocas que descansaran sobre su superficie. Holmes se había vuelto a mirar la niebla y empezó a murmurar, impaciente, mientras seguía con los ojos su lento derivar.

      —Viene hacia nosotros, Watson.

      —¿Es eso grave?

      —Ya lo creo: la única cosa capaz de desbaratar mis planes. El baronet no puede ya retrasarse mucho. Son las diez. Nuestro éxito e incluso la vida de Sir Henry pueden depender de que salga antes de que la niebla cubra la senda.

      Por encima de nosotros el cielo estaba claro y sereno. Las estrellas brillaban fríamente y la media luna bañaba toda la escena con una luz suave, que apenas marcaba los contornos. Ante nosotros yacía la masa oscura de la casa, con el tejado dentado y las enhiestas chimeneas violentamente recortadas contra el cielo plateado. Anchas barras de luz dorada procedentes de las habitaciones iluminadas del piso bajo se alargaban por el huerto y el páramo. Una de las ventanas se cerró de repente. Los criados habían abandonado la cocina. Sólo quedaba la lámpara del comedor donde los dos hombres, el anfitrión criminal y el invitado desprevenido, todavía conversaban saboreando sus cigarros puros.

      Cada minuto que pasaba la algodonosa llanura blanca que cubría la mitad del páramo se acercaba más a la casa. Los primeros filamentos cruzaron por delante del rectángulo dorado de la ventana iluminada. La valla más distante del huerto se hizo invisible y los árboles se hundieron a medias en un remolino de vapor blanco. Ante nuestros ojos los primeros tentáculos de niebla dieron la vuelta por las dos esquinas de la casa y avanzaron lentamente, espesándose, hasta que el piso alto y el techo quedaron flotando como una extraña

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