Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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llamarlo conjetura, pero estoy casi seguro de que estas señas se han escrito en un hotel.

      —¿Cómo demonios puede usted saberlo?

      —Si las examina cuidadosamente descubrirá que tanto la pluma como la tinta han causado problemas a la persona que escribía. La pluma ha emborronado dos veces la misma palabra y se ha quedado seca tres veces en muy poco tiempo, lo que demuestra que había muy poca tinta en el tintero. Ahora bien, raras veces se permite que una pluma o un tintero personales lleguen a esa situación, y la combinación de las dos ha de ser bastante rara. Pero todos ustedes conocen las plumas y los tinteros de los hoteles, donde lo raro es encontrar otra cosa. Sí: afirmo casi sin lugar a duda que si pudiéramos examinar el contenido de las papeleras de los hoteles de los alrededores de Charing Cross hasta encontrar el resto del mutilado editorial del Times podríamos descubrir a la persona que envió este singular mensaje. ¡Vaya, vaya! ¿Qué es esto?

      Sherlock Holmes estaba examinando cuidadosamente el medio pliego con las palabras pegadas, colocándoselo a pocos centímetros de los ojos.

      —¿Y bien?

      —Nada —respondió Holmes, dejándolo caer—. Es la mitad de un pliego totalmente en blanco, sin filigrana siquiera. Creo que hemos extraído toda la información posible de esta carta tan curiosa. Ahora, Sir Henry, ¿le ha sucedido alguna otra cosa de interés desde su llegada a Londres?

      —No, señor Holmes, me parece que no.

      —¿No ha observado que nadie lo siguiera o lo vigilara?

      —Tengo la impresión de haberme convertido en personaje de novela barata —dijo nuestro visitante—. ¿Por qué demonios habría de vigilarme o de seguirme nadie?

      —Estamos llegando a eso. ¿No tiene usted que informarnos de nada más antes de que hablemos de su viaje?

      —Bueno, depende de lo que usted considere digno de mención.

      —Creo que todo lo que se salga del curso ordinario de la vida es digno de mención.

      Sir Henry sonrió.

      —No sé aún mucho acerca de la vida británica, porque he pasado la mayor parte de mi existencia en los Estados Unidos y en Canadá. Pero supongo que tampoco aquí perder una bota es parte del curso ordinario de la vida.

      —¿Ha perdido una bota?

      —Mi querido señor —exclamó el doctor Mortimer—, tan sólo se ha extraviado. Estoy seguro de que la encontrará a su regreso al hotel. ¿Qué sentido tiene molestar al señor Holmes con insignificancias como ésa?

      —Me ha preguntado por cualquier cosa que se saliera de lo corriente.

      —Así es —intervino Holmes—, aunque el incidente pueda parecer completamente estúpido. ¿Dice usted que ha perdido una bota?

      —Digamos, más bien, que se ha extraviado. Anoche dejé las dos fuera y sólo había una por la mañana. No he conseguido sacar nada en limpio del sujeto que las limpia. Y lo peor de todo es que las compré precisamente anoche en el Strand y aún no las he estrenado.

      —Si no se las había puesto, ¿por qué las dejó fuera para que se las limpiaran?

      —Eran unas botas de cuero y estaban sin charolar. Por eso las saqué.

      —¿Tengo que entender entonces que al llegar ayer a Londres salió inmediatamente a la calle y se compró un par de botas?

      —Compré muchas cosas. El doctor Mortimer, aquí presente, me acompañó. Compréndalo usted, si voy a ser un terrateniente destacado, he de vestirme en consonancia con mi categoría social, y puede ser que me haya hecho un poco descuidado en América. Compré, entre otras cosas, esas botas marrones (pagué seis dólares por ellas) y he conseguido que me roben una antes de estrenarlas.

      —Parece un robo particularmente inútil —dijo Sherlock Holmes—. Confieso compartir la creencia del doctor Mortimer de que la bota aparecerá dentro de poco.

      —Y ahora, caballeros —dijo el baronet con decisión— me parece que he hablado más que suficiente de lo poco que sé. Ya es hora de que cumplan ustedes su promesa y me den una información completa sobre el asunto que a todos nos ocupa.

      —Su petición es muy razonable —respondió Holmes—. Doctor Mortimer, creo que lo mejor será que cuente usted la historia a Sir Henry tal como nos la contó a nosotros.

      Al recibir aquel estímulo, nuestro amigo el hombre de ciencia se sacó los papeles que llevaba en el bolsillo y presentó el caso como lo había hecho el día anterior. Sir Henry le escuchó con la más profunda atención y con alguna exclamación de sorpresa de cuando en cuando.

      —Vaya, parece que me ha tocado en suerte algo más que una herencia —comentó, una vez terminada la larga narración—. Por supuesto, llevo oyendo hablar del sabueso desde mi infancia. Es la historia preferida de la familia, aunque hasta ahora nunca se me había ocurrido tomarla en serio. Pero, por lo que se refiere a la muerte de mi tío..., bueno, todo parece arremolinárseme en la cabeza y todavía no consigo verlo con claridad. Creo que aún no han decidido ustedes si hay que acudir a la policía o a un clérigo.

      —Exactamente.

      —Y ahora se añade el asunto de la carta que me han mandado al hotel. Supongo que eso encaja con lo demás.

      —Parece indicar que hay alguien que sabe más que nosotros sobre lo que pasa en el páramo —dijo el doctor Mortimer.

      —Y alguien además —añadió Holmes— que está bien dispuesto hacia usted, puesto que lo previene del peligro.

      —O que quizá quiere asustarme en beneficio propio.

      —Sí, por supuesto, también eso es posible. Estoy muy en deuda con usted, doctor Mortimer, por haberme presentado un problema que ofrece varias alternativas interesantes. Pero tenemos que resolver una cuestión práctica, Sir Henry: la de si es aconsejable que vaya usted a la mansión de los Baskerville.

      —¿Por qué tendría que renunciar a hacerlo?

      —Podría ser peligroso.

      —¿Se refiere usted al peligro de ese demonio familiar o a la actuación de seres humanos?

      —Bien; eso es lo que tenemos que averiguar.

      —En cualquiera de los dos casos, mi respuesta es la misma. No hay demonio en el infierno ni hombre sobre la faz de la tierra que me pueda impedir volver a la casa de mi familia, y tenga usted la seguridad de que le doy mi respuesta definitiva —frunció el entrecejo mientras hablaba y su rostro enrojeció vivamente. No cabía duda de que el carácter fogoso de los Baskerville aún seguía vivo en el último retoño de la estirpe—. Por otra parte —continuó—, apenas he tenido tiempo de pensar sobre todo lo que me han contado ustedes. Es mucho pedir que una persona entienda y decida a la vez. Me gustaría disponer de una hora de tranquilidad. Vamos a ver, señor Holmes: ahora son las once y media y yo voy a volver directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su amigo, el doctor Watson, se reúnen a las dos con nosotros y almorzamos juntos? Para entonces estaré en condiciones de decirle con más claridad cómo veo las cosas.

      —¿Tiene usted algún inconveniente, Watson?

      —Ninguno.

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