Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—¡La bota que me faltaba! —exclamó.
—¡Ojalá todas nuestras dificultades desaparezcan tan fácilmente! —dijo Sherlock Holmes.
—Resulta muy extraño de todas formas —señaló el doctor Mortimer—. Registré cuidadosamente la habitación antes del almuerzo.
—Y yo hice lo mismo —añadió Baskerville—. Centímetro a centímetro.
—No había ninguna bota.
—En ese caso tiene que haberla colocado ahí el camarero mientras almorzábamos.
Se llamó al alemán, quien aseguró no saber nada de aquel asunto, y el mismo resultado negativo dieron otras pesquisas. Se había añadido un elemento más a la serie constante de pequeños misterios, en apariencia sin sentido, que se sucedían unos a otros con gran rapidez. Dejando a un lado la macabra historia de la muerte de Sir Charles, contábamos con una cadena de incidentes inexplicables, todos en el espacio de cuarenta y ocho horas, entre los que figuraban la recepción de la carta confeccionada con recortes de periódico, el espía de barba negra en el cabriolé, la desaparición de la bota marrón recién comprada, la de la vieja bota negra y ahora la reaparición de la nueva. Holmes guardó silencio en el coche de caballos mientras regresábamos a Baker Street y sus cejas fruncidas y la intensidad de su expresión me hacían saber que su mente, como la mía, estaba ocupada tratando de encontrar una explicación que permitiera encajar todos aquellos extraños episodios sin conexión aparente. De vuelta a casa permaneció toda la tarde y hasta bien entrada la noche sumergido en el tabaco y en sus pensamientos.
Poco antes de la cena llegaron dos telegramas. El primero decía así:
«Acabo de saber que Barrymore está en la mansión. BASKERVILLE.»
Y el segundo:
«Veintitrés hoteles visitados siguiendo instrucciones, pero lamento informar ha sido imposible encontrar hoja cortada del Times. CARTWRIGHT.»
—Dos de mis pistas que se desvanecen, Watson. No hay nada tan estimulante como un caso en el que todo se pone en contra. Hemos de seguir buscando.
—Aún nos queda el cochero que transportaba al espía.
—Exactamente. He mandado un telegrama al registro oficial para que nos facilite su nombre y dirección. No me sorprendería que esto fuera una respuesta a mi pregunta.
La llamada al timbre de la casa resultó, sin embargo, más satisfactoria aún que una respuesta, porque se abrió la puerta y entró un individuo de aspecto tosco que era evidentemente el cochero en persona.
—La oficina central me ha hecho saber que un caballero que vive aquí ha preguntado por el 2704 —dijo—. Llevo siete años conduciendo el cabriolé y no he tenido nunca la menor queja. Vengo directamente del depósito para preguntarle cara a cara qué es lo que tiene contra mí.
—No tengo nada contra usted, buen hombre —dijo mi amigo—. Estoy dispuesto, por el contrario, a darle medio soberano si contesta con claridad a mis preguntas.
—Bueno, la verdad es que hoy he tenido un buen día, ¡ya lo creo que sí! —dijo el cochero con una sonrisa—. ¿Qué quiere usted preguntarme, caballero?
—Antes de nada su nombre y dirección, por si volviera a necesitarle.
—John Clayton, del número 3 de Turpey Street, en el Borough. Encierro el cabriolé en el depósito Shipley, cerca de la estación de Waterloo.
Sherlock Holmes tomó nota.
—Vamos a ver, Clayton, cuénteme todo lo que sepa acerca del cliente que estuvo vigilando esta casa a las diez de la mañana y siguió después a dos caballeros por Regent Street.
El cochero pareció sorprendido y un tanto avergonzado.
—Vaya, no voy a poder decirle gran cosa, porque al parecer ya sabe usted tanto como yo —respondió—. La verdad es que aquel señor me dijo que era detective y que no dijera nada a nadie acerca de él.
—Se trata de un asunto muy grave, buen hombre, y quizá se encontraría usted en una situación muy difícil si tratase de ocultarme algo. ¿El cliente le dijo que era detective?
—Sí, señor, eso fue lo que dijo.
—¿Cuándo se lo dijo?
—Al marcharse.
—¿Dijo algo más?
—Me dijo cómo se llamaba.
Holmes me lanzó una rápida mirada de triunfo.
—¿De manera que le dijo cómo se llamaba? Eso fue una imprudencia. Y, ¿cuál era su nombre?
—Dijo llamarse Sherlock Holmes.
Nunca he visto a mi amigo tan sorprendido como ante la respuesta del cochero. Por un instante el asombro le dejó sin palabras. Luego lanzó una carcajada:
—¡Tocado, Watson! ¡Tocado, sin duda! —dijo—. Advierto la presencia de un florete tan rápido y flexible como el mío. En esta ocasión ha conseguido un blanco excelente. De manera que se llamaba Sherlock Holmes, ¿no es eso?
—Sí, señor, eso me dijo.
—¡Magnífico! Cuénteme dónde lo recogió y todo lo que pasó.
—Me paró a las nueve y media en Trafalgar Square. Dijo que era detective y me ofreció dos guineas si seguía exactamente sus instrucciones durante todo el día y no hacía preguntas. Acepté con mucho gusto. Primero nos dirigimos al hotel Northumberland y esperamos allí hasta que salieron dos caballeros y alquilaron un coche de la fila que esperaba delante de la puerta. Lo seguimos hasta que se paró en un sitio cerca de aquí.
—Esta misma puerta —dijo Holmes.
—Bueno, eso no lo sé con certeza, pero aseguraría que mi cliente conocía muy bien el sitio. Nos detuvimos a cierta distancia y esperamos durante hora y media. Luego los dos caballeros pasaron a nuestro lado a pie y los fuimos siguiendo por Baker Street y a lo largo de...
—Eso ya lo sé —dijo Holmes.
—Hasta recorrer las tres cuartas partes de Regent Street. Entonces mi cliente levantó la trampilla y gritó que me dirigiera a la estación de Waterloo lo más deprisa que pudiera. Fustigué a la yegua y llegamos en menos de diez minutos. Después me pagó las dos guineas, como había prometido, y entró en la estación. Pero en el momento de marcharse se dio la vuelta y dijo: «Quizá le interese saber que ha estado llevando al señor Sherlock Holmes». De esa manera supe cómo se llamaba.
—Entiendo. ¿Y ya no volvió a verlo?
—No, una vez que entró en la estación.
—Y, ¿cómo describiría usted al señor Sherlock Holmes?
El cochero se rascó la cabeza.
—Bueno,