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con el padre Gallego, el endemoniado regresó al poco tiempo y su estado había empeorado. Todo indicaba que sus síntomas persistían. En esta segunda ocasión todo su cuerpo se hallaba marcado, recubierto de arañazos, como si un animal salvaje le hubiera atacado a zarpazos.

      El dominico procedió a realizarle un nuevo exorcismo. Aquel pobre inocente se convertía en el mismísimo demonio. Por su boca salían las peores blasfemias e insultos que nadie puede ni siquiera imaginar. Rugía con una voz ronca y atronadora que no era la suya. Su reacción al agua bendita era terrible, se agitaba y movía como si de una bestia feroz se tratase. Durante la realización del exorcismo, el chico también perdía por completo la consciencia y, por más que se le preguntaba, no se acordaba de lo que había hecho ni dicho durante ese lapsus de tiempo. La amnesia parecía ser total.

      El adolescente acudía fiel a sus citas y cada vez se repetían aquellos episodios aterradores. Todo parecía indicar que de nada servía insistir, porque el estado del afectado no mejoraba. Al contrario, algo se iba apoderando del joven con más y más ahínco. Uno de aquellos tortuosos días le quedará grabado para siempre en la memoria. Todo aconteció en uno de aquellos viajes que realizaba la familia para acudir hasta el Convento de Santa Catalina. Camino de Barcelona, en plena autopista, el chico, que iba sentado en el asiento del copiloto, se abalanzó inesperadamente como un resorte sobre su madre, que conducía el vehículo. El coche, debido a los bruscos volantazos, derrapó y, fruto de la inercia, dio tres vueltas de campana, y quedó destrozado en un terraplén. Aunque magullada, por fortuna la familia resultó ilesa. Una vez recuperados del accidente, en la próxima visita al convento relataron lo acontecido al dominico, todavía con el temor en el cuerpo. Al conocer la historia, fray Juan José Gallego, mirando fijamente al joven que llevaba collarín, le recriminó su acción:

      —¡Cómo se te ocurre hacer esto sabiendo que podías haber matado a tu familia!

      El pobre, avergonzado, se excusó como pudo y alegó que él no fue el causante. Según relató, una fuerza inexplicable se introdujo en el interior de su cuerpo y le obligó a hacer todo aquello. Dijo que, por unos momentos, no se sintió dueño de su propio cuerpo y que una fuerza extraña le empujaba y le sometía sin que él pudiera impedirlo, hasta el punto que percibía que alguien le manejaba a su antojo. Después de aquello, el dominico se convenció de que, lejos de toda razón humana y fruto de la Providencia, los ángeles custodios se encargaron de velar por aquella familia, evitando que el accidente fuera mucho peor.

      Juan José Gallego recuerda que, después de aquello, los acontecimientos fueron a peor. La última vez que le realizó un exorcismo, el dominico pasó grandes apuros. El joven perdió el conocimiento por más de media hora y se quedó inconsciente, tendido en el suelo, como muerto. No había forma de que recuperara el sentido. Después de esta alarmante experiencia, fray Juan José decidió reunirse con su obispo para tomar una determinación al respecto y ambos decidieron —con el beneplácito del obispo de Sant Feliu—, ceder este caso a un exorcista de Murcia, el padre Salvador Hernández, un experto sacerdote que había trabajado en Roma con el mismísimo exorcista del Vaticano, Gabriele Amorth, y que estaba dispuesto a liberarlo.

      —¿Al final el chico fue liberado, padre?

      —Me llamó luego su madre explicándome las buenas nuevas. Pensamos que sí que se había curado o eso parecía al principio.

      —¿No fue así?

      —No hace mucho he vuelto a hablar con ella y, por lo visto, vuelve a encontrarse mal.

      Este impactante caso fue mencionado en uno de los informes que el exorcista redactó para el arzobispo cardenal de Barcelona, Lluís Martínez Sistach. El dominico, tras estudiar atentamente el historial del joven, proporcionaba datos sobre varias circunstancias que bien pudieran ser los detonantes para un caso tan grave de posesión demoníaca. Esto es lo que explicaba Gallego en dicho documento:

      La situación es que anduvo metido con otros jóvenes en sectas raras e incluso en drogas. De los componentes de aquel grupo, dos ya han muerto y uno está en silla de ruedas. Yo pienso que los exorcismos, si le producen algún efecto, este se pierde enseguida pues por confesiones del mismo muchacho le amenazan con matarle. De hecho ya se ha tirado más de una vez del balcón.

      A parte de esta primera historia que tanto impactó al dominico, hubo otra anécdota que le causó gran impresión. El sujeto protagonista era un hombre fornido que se encontraba desesperado, víctima de lo que parecía ser un caso de influencia demoníaca. Dados los síntomas que presentaba, el exorcista determinó realizarle el ministerio del exorcismo en el interior de la capilla.

      Aquella tarde, concentrado en sus deberes, empezó a orar siguiendo las directrices que vienen marcadas en el Nuevo Ritual. Al tiempo que empezó a pronunciar con ímpetu las oraciones de liberación, aquel señor robusto y corpulento, se transfiguró. Con una voz gutural, atronadora, casi sobrehumana, que causaba pavor, amenazó al sacerdote de la siguiente manera:

      —¡Gallego, te estás pasando! ¡Gallego!

      Y así, hasta tres veces.

      El exorcista, sobresaltado por aquella aterradora voz, mantuvo como pudo la templanza y sin flaquear no interrumpió en ningún momento la oración que tanto perturbaba a aquel poseído. Con la experiencia de su cargo y sabiéndose representante de la figura que más teme el diablo, procedió a continuar con energía el texto que asía entre sus manos. Poderoso, pronunció las siguientes palabras propias del Ritual Romano del Exorcismo:

      —¡Te mando en nombre de Jesucristo que dejes libre a…!

      En un santiamén el hombre, con la voz cavernosa, gritó enfurecido al exorcista:

      —¡Nunca, jamás! Esto es mío. Esto me pertenece.

      En tanto que el dominico me relataba la escena, se me helaba la sangre al recrear esa estampa en mi mente. ¡Esto es real! ¡Es real!, barruntaba yo. La autenticidad y la verosimilitud de aquellas historias se reflejaban implacables en los ojos del dominico. En verdad son escenas difíciles de digerir, propias de cualquier film de terror. ¡Cuesta creer que situaciones como éstas sucedan en una ciudad tan cosmopolita como Barcelona y nada más y nada menos que en la España del siglo XXI! ¿Estaré algún día preparada para llegar a ver algo así?

      El padre Gallego ya me había hecho saber que su día a día era una lucha contra el maligno, es decir, un cara a cara contra el mismísimo Satanás, el llamado Príncipe del Mal y de las Tinieblas, el demonio, Belcebú, Lucifer, Mefistófeles, Luzbel, Leviatán... ¡Tiene mil nombres! No en balde el dominico me había facilitado, en nuestro primer encuentro, una información que ahora cobraba gran sentido y me ofrecía una imagen del enemigo contra quien lucha:

      —Estas representaciones del mal —los demonios— no son humanos. ¡Son espíritus! Y como tal, son muy fuertes y poderosos. El error más común es que antropomorfizamos a estos seres, creyéndolos iguales a nosotros. ¡Y no lo son! ¡Son espíritus!—enfatiza el exorcista.

      Realmente es aterrador pensar que esta criatura, el demonio, existe y vaga por nuestro mundo en busca de incautos. ¿Cómo no sentir miedo de algo o alguien así? No en vano el sacerdote me insiste en que uno de los mayores éxitos de Satanás es que pensemos que él no existe.

      Inesperadamente, una llamada a su móvil personal nos interrumpe. Parece ser que el interlocutor es un hombre. El sacerdote le pregunta cómo está y veo, acto seguido, que se alegra: interpreto que la respuesta es positiva. El exorcista acaba la conversación despidiéndose:

      —Aquí estaremos, ya hablaremos de eso... que nos queda tiempo, un abrazo.

      Cuando el dominico cierra

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