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en la puerta del convento al mediodía.

      Reanudamos la charla y le pregunto si de pequeño se hubiera imaginado acabar de exorcista.

      —Entonces no sabía ni qué era eso —dice.

      —¿Es como si el destino le hubiera llevado a esto? —le pregunto.

      —Más que destino, hay una serie de personas que te influyen porque, por ejemplo, si la primera vez que fui a Roma hubiese hecho el doctorado allí, a lo mejor mi futuro habría cambiado. Y si no hubiese aceptado trasladarme a Roma cuando me lo propusieron, seguro que mi vida sería diferente y quizás no estaría ejerciendo de exorcista. Las circunstancias son las que me han ido llevando e influenciando de alguna manera. Las circunstancias... —acaba pensativo el dominico.

      Es innegable que fray Gallego es un dominico muy preparado y culto, dotado con grandes cualidades humanas como la sencillez, la humildad, la honestidad y un sentido muy agudo del deber y de la religiosidad. Su humanidad traspasa el alma de quien habla con él y es, de por sí, un hombre que irradia bondad en su mirada. Derrocha, además, un sentido común a raudales, cualidad más que idónea para realizar el ministerio del exorcismo, si es que éste verdaderamente se requiere, porque el dominico me aclara, una y otra vez, que por su despacho también pasan personas aquejadas de algún tipo de afectación o trastorno mental y su deber es detectarlo. Me agrada que me puntualice este aspecto, pues admite sin pudor que muchos de los que acuden en busca de ayuda sufren enfermedades mentales y en esos casos su deber es recomendarles que se dirijan a la consulta de un médico especialista. El Catecismo de la Iglesia Católica de alguna forma ya prevé estos casos y por ello el oficio de exorcista lo ha de acometer un sacerdote especialmente elegido para ello.

      Por esta razón, es el obispo de cada diócesis quien concede la licencia a un presbítero que ha de ser, según mandan las normas: «piadoso, docto, prudente, con integridad de vida y de buena fama», según viene especificado en el Código de Derecho Canónico (Canon 1172). Fray Juan José Gallego es, sin duda, la persona más adecuada para tal cargo. Su doctorado en Teología, su Licenciatura en Filosofía y Letras, y un gran bagaje a sus espaldas como profesor, prior, director, consejero, etcétera, no solo en España, sino en diversos países y ciudades del mundo donde ha vivido, le otorgan una gran sabiduría y un notable sentido práctico, que muchos quisieran, que ejerce constantemente. Por lo que no puedo evitar expresarle lo siguiente:

      —Anteriormente, usted mencionaba las circunstancias como las causantes de que sea quien es ahora. Si me lo permite, yo añadiría también las experiencias y los conocimientos recibidos hasta la fecha, como si estos de alguna manera le hubieran encaminado hasta el momento presente. Como si su finalidad fuera intrínsecamente ésta. ¿No lo cree así?

      —Yo no lo sé, es posible. Hace poco esto mismo también me lo comentó un periodista que me entrevistó este pasado verano. Cada día es un reto —afirma con una leve sonrisa.

      Su última frase, «Cada día es un reto», me deja ciertamente reflexiva y me hace rememorar uno de los casos más espectaculares que me relató durante nuestro primer encuentro. La protagonista era una mujer latinoamericana. Su marido estaba muy preocupado ya que cada vez que ella veía un signo religioso se alteraba sobremanera; se mareaba y se caía al suelo, desmayada. El hombre estaba tan angustiado que estaba dispuesto a viajar a Roma si la solución lo requería: estaba decidido a todo por su mujer. Que haría lo que fuera por su mujer. El padre Gallego le calmó y concertaron, para lo antes posible, una cita en el convento. Apenas transcurridos unos días, el matrimonio, junto a su hijo de dos o tres años, se presentó ante la puerta del Convento de Santa Catalina. Nada más llegar, y antes de poder tocar siquiera el timbre, la mujer se desplomó en plena acera. El exorcista fue avisado de inmediato y al salir para atender al matrimonio observó cómo un corrillo de transeúntes curiosos trataban de auxiliar a la familia. Varias personas se prestaron solícitas para trasladar a la mujer, que permanecía sin sentido, hasta el zaguán del magno edificio. Ante la visión atónita de los viandantes, fray Juan José procedió sin más dilación a iniciar el ritual del exorcismo ayudado del agua bendita y el Ritual Romano del Exorcismo. En pleno trance, y tras la lectura de las primeras frases del ritual, aquel cuerpo que al principio parecía desvalido empezó a moverse y a agitarse con gran violencia para espanto de todos los allí presentes. Incluso se arrastraba y se revolcaba por el suelo como si fuera una culebra. En plena agitación y éxtasis, la poseída no parecía humana. Con gran saña trató de dañar al exorcista, intentando agarrarle de los pantalones. No satisfecha con eso, se lanzó feroz contra su propio hijo con intenciones de dañarlo. El marido, resquebrajado ante la situación insólita, sujetaba con firmeza los brazos de aquel ser que parecía cualquier cosa menos su esposa y que trataba de zafarse con furia. A fuerza de repetir las bendiciones con un esfuerzo agotador, la posesa iba calmándose. Al finalizar el último rito, los movimientos pararon súbitamente. Todo indicaba que se había liberado. La escena transcurría ante un público estupefacto y aterrado. Unos minutos después, y una vez ella volvió en sí, se mostró serena. Acercándose al exorcista, pidió ser confesada y allí mismo se la atendió. Cuando el dominico le preguntó por qué brincaba de aquella manera cuando la rociaba con agua bendita, ella contestó:

      —Porque me quemaba.

      Tras lo sucedido, el sacerdote siguió interesándose por la mujer y la llamó dos o tres veces en quince días y ella le tranquilizó diciéndole que por fortuna estaba bien.

      Rememorando este caso tan espectacular y observando de reojo la colchoneta azul que permanece plegada a escasos centímetros de mí, le pregunto si en estas situaciones tan violentas alguien le ayuda a contener a la persona.

      —El acompañante colabora y también, según el caso, dispongo de ayudantes que se ofrecen para esto —dice.

      Asegura que ningún caso es igual a otro y que no todos acaban de la misma manera, con grandes convulsiones y aspavientos. Los hay de todo tipo y circunstancia, tan variados como las personas.

      —Lo importante es que todos, al fin y al cabo, vivimos en un ambiente de respeto —aclara.

      —Me comentaba que una de las cuestiones más comunes que formulan todos los poseídos que acuden a verle suele ser la siguiente:

      «¿Cuándo me voy a curar?» ¿Usted qué responde a eso?

      —Con resignación y sinceridad les digo que lo ignoro. Les suelo decir que depende de ellos, de si siguen confiando en Dios y hacen las cosas que deben...

      El dominico afea el gesto y lamenta que existen casos difíciles y rebeldes que a pesar de someterse a varios exorcismos siguen enquistados. Es como si el mal persistiera arraigado impidiendo que esos posesos se liberen del todo.

      Le pregunto si la hija de aquel psiquiatra ya está mejor y con la mirada compungida lamenta que ya no viene por aquí.

      —Tal vez debería haber llamado pero debo respetar su decisión —puntualiza.

      El maligno no sabe ni de ricos ni de pobres, de cultos o de incultos. Cualquier persona es susceptible de caer en las garras de Satanás, según el dominico. Por el convento han pasado gentes de todos los estratos y condiciones sociales: profesores, catedráticos, empresarios, políticos, médicos, amas de casa, jubilados, estudiantes, gentes con estudios y personas sin recursos. No existe una tipología propia de persona posesa.

      Entre los que acuden solicitando su ayuda también reconoce encontrarse con gente enferma, aquejada por algún tipo de psicopatía, y otros que, por extraño e irónico que parezca, no desean en el fondo ser liberados porque dependen mucho de esta circunstancia, y se dan cuenta de que si les quitan «esto» —como dice Gallego—, entonces sienten que dejan de importar.

      —En

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