Matar. Dave Grossman

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Matar - Dave Grossman General

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indicios sobre la existencia de una resistencia a matar que parece haber existido por lo menos desde la época de la pólvora negra. Esta falta de entusiasmo a la hora de matar al enemigo fuerza a muchos soldados a adoptar una postura, someterse o huir, antes que luchar. Supone una poderosa fuerza psicológica en el campo de batalla, una fuerza que resulta discernible a lo largo de la historia del hombre. La aplicación y comprensión de esta fuerza puede arrojar nueva luz sobre la historia militar, la naturaleza de la guerra y la naturaleza del hombre.

      3 Soldado, dime por qué no puedes matar

      ¿Por qué algunos soldados a lo largo de cientos de años se han negado a matar al enemigo, incluso cuando sabían que al hacerlo ponían en peligro sus propias vidas? ¿Y por qué, si se trata de algo que ha ocurrido a lo largo de la historia, no hemos sido plenamente conscientes de este hecho?

      Muchos cazadores veteranos, cuando oyen relatos de los que no disparan, puede que digan: «Claro, el pánico del primerizo…». Y tendrían razón. Pero ¿qué es el pánico del primerizo? ¿Y por qué experimentan los hombres durante una cacería esa imposibilidad de matar que denominamos el pánico del primerizo? Para obtener una respuesta debemos volver a S. L. A. Marshall.

      Marshall estudió este asunto durante todo el periodo de la segunda guerra mundial. Marshall, más que nadie con anterioridad a él, entendió a los miles de soldados que no dispararon al enemigo, y concluyó que «el individuo sano medio … posee esta resistencia interior latente hacia matar a un semejante de forma que no tomará la vida voluntariamente si existe la posibilidad de rechazar esa responsabilidad». «En el momento crucial», añade Marshall, el soldado «se convierte en un objetor de conciencia».

      Marshall entendía la mecánica y las emociones del combate. Fue un veterano de combate de la primera guerra mundial que preguntó a los veteranos de combate en la segunda guerra mundial sobre su respuesta ante la batalla, y entendía perfectamente de lo que le hablaban. «Recuerdo muy bien», dice Marshall, «la enorme sensación de alivio que sentían las tropas [en la primera guerra mundial] cuando eran transferidas a un sector más tranquilo». Y él creía que esto se debía «no tanto a que pensaran que estarían más seguros ahí, como al hecho de que durante un tiempo no se encontrarían bajo la coacción de tener que tomar vidas». Según su experiencia, la filosofía del soldado de la primera guerra mundial era: «Dejadlos ir; ya los atraparemos en otro momento».

      Dyer también estudio este asunto con detenimiento, ganando conocimientos a partir de aquellos que lo conocían, y él también entendió que «los hombres matarán bajo coacción —los hombres harán casi cualquier cosa si saben que es eso lo que se espera de ellos y se hallan bajo una fuerte presión social para que cumplan—, pero la inmensa mayoría de los hombres no nace con el instinto de matar».

      El Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos (hoy en día Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos) se dio de bruces con este problema cuando descubrió que durante la segunda guerra mundial menos de un uno por ciento de los pilotos de combate eran responsables de haber destruido entre el 30 y el 40 por ciento de la aviación enemiga. Según Gabriel, la mayoría de los pilotos de combate «nunca derribó a nadie o ni siquiera intentó hacerlo». Algunos sugieren que el puro miedo era la fuerza que impedía que estos hombres mataran, pero por lo general estos pilotos volaban en pequeños grupos comandados por otro piloto con las credenciales de haber matado que llevaba a los que no habían matado a situaciones peligrosas a pesar de lo cual los hombres le seguían. Pero cuando llegaba la hora de matar, miraban al otro hombre en la cabina, un piloto, un miembro de «la hermandad del aire», un hombre horriblemente igual a ellos; y cuando se enfrentaban a un hombre así, es posible que la inmensa mayoría simplemente no pudiera matarlo. Los pilotos tanto de los cazas como de los bombarderos se enfrentaban al terrible dilema del combate aéreo contra otros de su misma condición, y este era un factor decisivo que dificultaba su tarea. (El asunto de la mecánica de matar en las batallas aéreas y los extraordinarios descubrimientos de la Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos para intentar preseleccionar a los «capacitados para matar» para la instrucción como piloto se abordan más adelante en este estudio.)

      El hecho de que el hombre medio no matará incluso si pone en riesgo todo lo que más aprecia ha sido ampliamente ignorado por parte de aquellos que intentan entender las presiones psicológicas y sociales en el campo de batalla. Mirar a otro ser un humano a los ojos, tomar la decisión independiente de matarle, y observar cómo muere como resultado de tu acción constituye el más básico, importante, primario y potencialmente traumático acontecimiento de la guerra.

      En su libro The Psychology of Conflict and Combat, el psicólogo militar israelí Ben Shalit afirma, en referencia a los estudios de Marshall, que «está claro que muchos soldados no disparan directamente al enemigo. Se aducen muchas razones; una de ellas —que, no deja de ser extraño, rara vez se discute— puede ser la reticencia del individuo a actuar de forma directamente agresiva».

      ¿Por qué rara vez se discute? Si el soldado medio no matará salvo bajo coacción, tras someterse a un condicionamiento, y provisto de una ventaja mecánica y psicológica, entonces, ¿por qué no ha sido comprendido antes?

      El mariscal de campo británico Evelyn Wood dijo una vez que en la guerra solo los cobardes necesitan mentir. Creo que llamar cobardes a los hombres que no disparan en combate es extremadamente incorrecto, si bien los que no disparan tienen sin duda algo que esconder. O, por lo menos, algo de lo que no se sentirían muy orgullosos, por lo que mentirían con facilidad en años posteriores. Lo crucial es que 1) una situación intensa, traumática, y cargada de culpa dará inevitablemente como resultado una red de olvidos, engaños y mentiras; 2) estas situaciones que continúan durante miles de años se convierten en instituciones basadas en una maraña de olvidos, engaños y mentiras a nivel individual y cultural tejida a lo largo del tiempo; y 3) en líneas generales, ha habido dos instituciones así con relación a las cuales el ego del varón ha justificado la memoria selectiva, el autoengaño y las mentiras. Estas dos instituciones son el sexo y el combate… el amor y la guerra.

      Durante miles de años no entendimos la sexualidad humana. Entendíamos los grandes asuntos relativos al sexo. Sabíamos que el resultado eran los recién nacidos, y funcionaba. Pero no teníamos ni idea sobre cómo afectaba la sexualidad humana al individuo. Hasta los estudios sobre la sexualidad humana de Sigmund Freud y otros investigadores del siglo xx, ni siquiera habíamos empezado a entender de verdad el papel que el sexo desempeña en nuestras vidas. Durante miles de años realmente no estudiamos el sexo y, por tanto, no podíamos albergar ninguna esperanza de entenderlo. El mero hecho de que al estudiar el sexo nos estuviéramos estudiando a nosotros mismos hacía muy difícil una observación imparcial. El sexo era un asunto especialmente difícil de estudiar debido a la cantidad de ego y amor propio que cada individuo invierte en esa área repleta de mitos y malentendidos.

      Si alguien era impotente o frígida, ¿consentiría esa persona a que esa información se convirtiera en dominio público? Si la mayoría de los matrimonios hace doscientos años sufría problemas de impotencia o frigidez, ¿lo habríamos sabido? Una persona educada de hace doscientos años probablemente hubiera dicho: «Han conseguido tener un montón de hijos, ¿verdad? ¡Lo tienen que estar haciendo bien!».

      Y si un investigador de hace cien años hubiera descubierto que en la sociedad proliferaba el abuso sexual de los niños, ¿cómo se hubiera tratado un descubrimiento así? Freud hizo un descubrimiento de esta naturaleza, y fue personalmente vilipendiado y profesionalmente ridiculizado por sus colegas y la sociedad en su conjunto por tan solo atreverse a insinuarlo. Y es solo hoy, un siglo después, cuando hemos empezado a aceptar y responder a la magnitud de los abusos sexuales que sufren los niños en nuestra sociedad.

      Hasta que alguien con autoridad y credibilidad no preguntó a los individuos en privado y de forma digna, no teníamos ninguna esperanza de saber lo que estaba ocurriendo sexualmente en nuestra cultura.

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