Matar. Dave Grossman

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Matar - Dave Grossman General

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de batalla.

      El concepto de ejercicio militar hunde sus raíces en las duras lecciones del éxito militar en los campos de batalla que se remontan hasta la falange griega. Estos ejercicios fueron perfeccionados por los romanos. Más tarde, como ejercicio de tiro, fue convertido en una ciencia por Federico el Grande para ser más tarde aplicada de forma masiva por Napoleón.

      Hoy en día entendemos el enorme poder del ejercicio militar para condicionar y programar a un soldado.

      En su libro The Warriors, J. Glenn Gray afirma que, si bien los soldados pueden acabar extenuados y «entrar en una condición de aturdimiento en la que se pierde toda la claridad de la consciencia», todavía pueden en ese estado «funcionar como células en un organismo militar, haciendo lo que se espera de ellos porque se ha convertido en algo automático».

      Uno de los ejemplos más notorios sobre el éxito militar para que los soldados desarrollaran reflejos condicionados a través de los ejercicios se encuentra en el libro de John Master The road past Mandalay, en el que narra las acciones en combate de un equipo a cargo de una ametralladora durante la segunda guerra mundial:

      El [artillero] nº 1 tenía 17 años y lo conocía. Su nº 2 [artillero asistente] estaba tumbado a su izquierda, a su lado, con la cabeza en dirección al enemigo, con un cargador en su mano preparado para recargar el arma en el momento que el nº 1 dijera: «¡Cambio!». El nº 1 empezó a disparar, y una ametralladora japonesa respondió a poca distancia. El nº 1 recibió la primera explosión en la cara y el cuello y murió al instante. Pero no murió donde se encontraba tendido, detrás del arma. Rodó a la derecha, lejos del arma, levantando moribundo la mano izquierda para dar un toque en la espalada al nº 2 que significaba «Ocúpate tú». El nº 2 no tuvo que apartar el cadáver del arma. Ya estaba despejada.

      La señal «Ocúpate tú» fue inculcada al artillero mediante adiestramiento para tener la seguridad de que esta arma vital nunca quedaría sin nadie a su cargo, en caso de que tuviera que abandonarla. Su empleo en estas circunstancias evidencia un reflejo condicionado tan potente que se lleva a cabo sin pensamiento consciente alguno como el último acto de un soldado moribundo con una bala en el cerebro.

      Gwynne Dyer acierta de pleno cuando dice que «el condicionamiento, casi en el sentido de Pavlov, es probablemente una expresión mejor que adiestramiento, pues lo que se requería del soldado ordinario no era que pensara sino la habilidad para … cargar y disparar su mosquete de forma automática incluso bajo el estrés del combate». Este condicionamiento se conseguía mediante «miles de horas de ejercicios repetitivos» junto con «el incentivo siempre presente de la violencia física como castigo por no rendir adecuadamente».

      El arma de la Guerra de Secesión solía ser un mosquete de avancarga con pólvora negra. Para disparar el arma, un soldado tenía que tomar un cartucho envuelto en papel que constaba de una bala y un poco de pólvora. Abría la tapa del cartucho con los dientes, introducía la pólvora en el cañón, colocaba luego la bala, la empujaba hasta el fondo con fuerza, preparaba el arma con una cápsula fulminante, amartillaba y disparaba. Dado que se necesitaba gravedad para que la pólvora se esparciera por el cañón, todo esto se hacía de pie. La lucha era un asunto que se dirimía de pie.

      Con la introducción de la cápsula fulminante, y la llegada del papel engrasado para envolver el cartucho, las armas se volvieron más fiables incluso cuando el tiempo era húmedo. El papel engrasado que envolvía el cartucho servía de prevención para que la pólvora no se mojara, y la cápsula fulminante aseguraba una fuente de ignición fiable. Salvo en caso de severa tormenta, el arma dejaría de funcionar solo si la bala esférica se introducía antes que la pólvora (una equivocación extremadamente rara si tenemos en cuenta los ejercicios a los que se sometía el soldado), o si el agujero que conectaba la cápsula fulminante con el cañón estaba obstruido, algo que podía ocurrir después de muchos disparos, pero que podía ser fácilmente corregido.

      Podía surgir un pequeño problema si el arma se había cargado dos veces. En el fragor de la batalla, a veces un soldado no tenía claro si el mosquete estaba cargado, y no era extraordinario que cargara una segunda vez encima de la primera. Pero un arma así aún se podía utilizar. Los cañones de estas armas eran sólidos y la pólvora que se requería relativamente débil. Los test de fábrica y demostraciones de armas de esta época incluían disparar un rifle cargado varias veces, y a veces con un arma cargada hasta el extremo del cañón. Si se disparaba un arma así, la primera carga prendería fuego y simplemente empujaría todas las demás cargas fuera del cañón.

      Estas armas eran rápidas y precisas. Por lo general, un soldado podía disparar cuatro o cinco veces por minuto. En el adiestramiento, o cazando con un mosquete fusil, la tasa de aciertos hubiera sido por lo menos tan buena como la de los prusianos con sus mosquetes de ánima lisa cuando conseguían un 25 por ciento de aciertos a doscientos metros, un 40 por ciento a ciento veinticinco metros, y un 60 por ciento a sesenta y cinco metros disparando a un objetivo de 30 por 2 metros. Así, a 65 metros, un regimiento de 200 hombres debería ser capaz de alcanzar al menos a 120 soldados enemigos en el primer disparo. Si se disparaba cuatro veces cada minuto, un regimiento podía potencialmente matar o herir a 480 soldados enemigos en el primer minuto.

      Sin duda, el soldado de la Guerra de Secesión era el mejor adiestrado y equipado hasta el momento. Entonces llegó el día del combate, el día para el que se había adiestrado durante tanto tiempo. Y con ese día llegó la destrucción de todas las ideas preconcebidas y falsas ilusiones sobre lo que iba a ocurrir.

      Al principio, la visión de una larga línea de hombres en la que cada uno disparaba al unísono podía parecer verdad. Si los líderes mantenían el control, y si el terreno no era demasiado abrupto, la batalla podía consistir durante un tiempo en el intercambio de rondas de disparos entre regimientos. Pero incluso cuando se producían las rondas de disparos de los regimientos, algo no estaba bien; de hecho, estaba terriblemente mal. Un enfrentamiento medio tenía lugar a treinta metros. Pero, en vez de segar la vida de cientos de soldados enemigos durante el primer minuto, los regimientos mataban tan solo a uno o dos hombres por minuto. Y, en vez de la desintegración de la formación del enemigo bajo una tormenta de plomo, este aguantaba e intercambiaba fuego durante horas y horas.

      Tarde o temprano (y, normalmente, era temprano), las largas líneas que disparaban rondas de fuego al unísono comenzaban a romperse. Y en medio de la confusión, el humo, el estruendo de los disparos y los gritos de los heridos, los soldados dejaban de ser engranajes en una maquinaria y volvían a ser individuos que hacían lo que les era natural: unos cargaban, otros pasaban las armas, otros atendían a los heridos, otros gritaban órdenes, unos pocos se daban a la fuga, otros deambulaban en medio de la humareda o encontraban un lugar a cubierto donde meterse y unos pocos disparaban.

      Numerosas referencias históricas indican que, al igual que sus equivalentes durante la segunda guerra mundial, la mayoría de los soldados de la época de los mosquetes de avancarga se ocupaban de otras tareas durante la batalla. Por ejemplo, la imagen de una línea de soldados en pie disparando al enemigo contradice el vívido testimonio de un veterano de la Guerra de Secesión que describió la batalla de Antietam y que viene recogido en el libro de Griffith: «Ahora es cuando la necesidad aprieta. Los hombres y los oficiales … se fusionan en una masa común, en la lucha trepidante para disparar rápido. Todos rompen los cartuchos, cargan, pasan las armas o disparan. Los hombres caen en sus puestos o salen corriendo en dirección a los maizales [a esconderse].»

      Esta es una imagen de la batalla que puede verse una y otra vez. En el trabajo de Marshall sobre la segunda guerra mundial y en su relato de la Guerra de Secesión vemos que tan solo unos pocos dispararon realmente al enemigo, mientras los otros se congregaban y preparaban la munición, cargaban las armas, pasaban armas o buscaban la oscuridad y el anonimato de hallarse a cubierto.

      El proceso por el que algunos hombres elegían cargar y ofrecer apoyo a aquellos

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