Matar. Dave Grossman

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Matar - Dave Grossman General

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las opciones de postura y sumisión al modelo estándar de agresión luchar-o-huir ayuda a entender muchos de los actos en el campo de batalla. Cuando un hombre está asustado, deja de pensar con su cerebro anterior (es decir, con la mente de un ser humano), y comienza a pensar con su cerebro medio (es decir, con la porción de su cerebro que básicamente resulta indistinguible de la de un animal); y, en la mente de un animal el que hace el ruido más alto o se hincha más es el que gana.

      Vemos el postureo en los cascos con penachos de los antiguos griegos y romanos, que permitía a los que los llevaban parecer más altos y, por tanto, más fieros a ojos de sus enemigos, mientras que la armadura pulida hasta hacerla brillar los hacía parecer más fornidos y radiantes. Estos penachos alcanzaron su punto álgido en la historia moderna durante la época napoleónica, cuando los soldados llevaban uniformes de colores vivos y unos morriones altos e incómodos llamados chacó, que no servían para ningún propósito salvo el de hacer que el que lo llevaba pareciera y se sintiera una criatura más alta y peligrosa.

      De igual manera, los hombres en la batalla exhiben los rugidos de dos bestias que adoptan posturas amenazantes. A lo largo de los siglos, los gritos de guerra de los soldados han hecho que la sangre de sus oponentes se congelara. Ya sea el grito de guerra de una falange griega, el «¡hurra!» de la infantería rusa, el gemido de las gaitas escocesas, o el grito rebelde en la Guerra de Secesión estadounidense, los soldados siempre han buscado instintivamente atemorizar al enemigo a través de medios no violentos antes del contacto físico, a la vez que se animaban los unos a los otros, se inculcaban su propia ferocidad y acallaban el grito desagradable del enemigo.

      Se puede encontrar un equivalente al mencionado episodio de la Guerra de Secesión en el siguiente relato de la participación de un batallón francés en la defensa de Jipyeong-ri durante la guerra de Corea:

      Los soldados chinos formaron a unos cien o doscientos metros enfrente de la pequeña colina que ocupaban los franceses, y entonces lanzaron el ataque, haciendo sonar silbatos y cornetas y corriendo con las bayonetas caladas. Cuando comenzó el ruido, los soldados franceses comenzaron a hacer sonar con una manivela una sirena de mano que tenían, y un escuadrón comenzó a correr hacia los chinos, gritando y lanzando granadas hacia delante y a los lados. Cuando las dos fuerzas se encontraban a unos veinte metros de distancia, de repente los chinos dieron media vuelta y corrieron en dirección opuesta. Todo se había acabada en un minuto.

      De nuevo vemos un episodio en el que la postura amenazante (que incluye sirenas, explosiones de granadas y la carga con bayonetas) por parte de una fuerza pequeña fue suficiente para conseguir que una fuerza enemiga numéricamente superior optara apresuradamente por la opción de huir.

      Con la llegada de la pólvora, el soldado dispone de uno de los mejores medios para ejercer una postura amenazante. «Una y otra vez», señala Paddy Griffith:

      Leemos sobre regimientos [durante la Guerra de Secesión] disparando ráfagas de forma descontrolada, una vez que habían comenzado, hasta agotar toda la munición o el entusiasmo. Disparar era una acción tan positiva, y otorgaba a los hombres tal desahogo físico de sus emociones, que fácilmente prevalecían los instintos por encima de la instrucción y las órdenes de los oficiales.

      El ruido superior de la pólvora, su habilidad superior para mostrar una postura amenazante, hizo que prevaleciera en el campo de batalla. El arco largo se hubiera seguido empleando en las guerras napoleónicas si el cálculo desapasionado de la efectividad de matar hubiera sido lo que importaba, pues la cadencia de disparos del arco largo y su precisión eran mucho mayores que los de un mosquete de ánima lisa. Pero un hombre asustado, que piensa con su cerebro medio y va haciendo «doin, doin, doin» con un arco, no tiene ninguna posibilidad contra un hombre igualmente asustado que va haciendo «¡pam, pam!» con un mosquete.

      Disparar un mosquete o un rifle colma claramente la profunda necesidad de ejercer una postura amenazante, e incluso cumple con el requisito de ser relativamente inofensivo si tenemos en cuenta la consistencia de casos históricos de disparos por encima de la cabeza del enemigo, y la llamativa inefectividad de este tipo de disparo.

      Ardant du Picq fue uno de los primeros en documentar la tendencia común entre los soldados a dispara al aire sin causar daño alguno simplemente por el hecho de disparar. Du Picq realizó una de las primeras investigaciones concienzudas sobre la naturaleza del combate con un cuestionario que se distribuyó a los oficiales franceses en la década de 1860. La respuesta de uno de los oficiales a du Picq afirmaba con franqueza que «más de un soldado dispara al aire cuando las distancia son grandes»; mientras que otro señalaba que «un cierto número de nuestros soldados disparaban prácticamente al aire, sin apuntar a nada, al parecer para aturdirse, para acabar ebrios de fuego de fusil durante esta crisis fascinante».

      Paddy Griffith se suma a du Picq al observar que los soldados en la batalla sienten una necesidad urgente de disparar sus armas incluso cuando (quizás, precisamente cuando) no pueden causar ningún daño al enemigo. Griffith señala:

      Incluso en los mencionados «mataderos», como Bloody Lane, Marye’s Heights, Kennesaw, Spotsylvania y Cold Harbor, una unidad que atacaba no solo podía llegar muy cerca de la línea defensa, sino que podía estar ahí durante horas, e incluso días, de una vez. La mosquetería de la Guerra de Secesión, por tanto, no poseía el poder de matar a grandes números de hombres, incluso en formaciones muy densas, a larga distancia. En la distancia corta sí podía, y de hecho lo hizo, matar a grandes números, pero no de forma rápida [la cursiva es mía].

      Griffith estima que el promedio de fuego de un regimiento napoleónico o de la Guerra de Secesión (que oscilaba de doscientos a mil hombres) que disparara a un enemigo expuesto a una distancia media de veinticinco metros, tenía por lo general el resultado de alcanzar a tan solo uno o dos hombres por minuto. Estas luchas con disparos «se alargaban hasta que el cansancio hacía acto de presencia o la noche ponía fin a las hostilidades. Las víctimas crecían porque la lucha duraba mucho, y no porque el fuego fuera particularmente letal».

      Así que vemos que el fuego de armas de la época napoleónica y de la Guerra de Secesión era increíblemente ineficaz. Esto no implica un fallo del armamento. En su libro Soldiers, John Keegan y Richard Holmes nos narran un experimento prusiano a finales del siglo xviii en el que un batallón de infantería disparó con mosquetes de ánima lisa a un objetivo de treinta metros de ancho y dos metros de altura que representaba a una unidad enemiga. El resultado fue de un 25 por ciento de aciertos a doscientos metros, un 40 por ciento a ciento veinticinco metros, y un 60 por ciento a sesenta y cinco metros. Esto representaba el poder letal potencial de esta unidad. La realidad se demostró en la Batalla de Belgrado en 1717, cuando «dos batallones imperiales aguardaron a disparar hasta que los turcos estaban a solo treinta pasos de distancia. Cuando dispararon solo alcanzaron a treinta y dos turcos, y pronto fueron derrotados».

      Algunas veces el fuego era completamente inocuo, como observó Benjamin McIntyre en su relato de primera mano sobre el tiroteo nocturno completamente incruento que tuvo lugar en Vicksburg en 1863. «Parece extraño», escribió McIntyre, «que una compañía de hombres pueda disparar una descarga tras otra a un número igual de hombres sin causar ni una sola baja. Y, sin embargo, estos son los hechos en este caso.» La mosquetería de la época de la pólvora negra no siempre era tan ineficaz, si bien una y otra vez la media resulta ser de tan solo uno o dos hombres alcanzados por minuto.

      (El fuego de cañón, como el de las ametralladoras en la segunda guerra mundial es otra cosa distinta por completo, pues a veces suponía más del 50 por ciento de las bajas en el campo de batalla de pólvora negra; y el fuego de artillería ha supuesto de forma consistente la mayor parte de las bajas en combate en el siglo xx. Esto obedece a los procesos en grupo que operan con un cañón, ametralladora u otras armas de fuego de manejo en equipo. Este asunto se tratará con más detenimiento en la sección titulada «Una anatomía del acto de matar».)

      Los

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