Matar. Dave Grossman

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Matar - Dave Grossman General

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órdenes» en el ranking de expresiones más ofensivas de todos los tiempos.

      En la psicología del desarrollo hay un consenso generalizado en que el individuo tiene que tomar el control sobre las áreas gemelas de la sexualidad y la agresividad (el Eros y Tánatos de Freud) para poder tener una vida como adulto verdaderamente lograda. De la misma forma, la maduración de la raza humana necesita un control colectivo de ambas áreas. En años recientes hemos progresado significativamente en el campo de la sexología, y este libro tiene por intención crear y explorar el campo equivalente de una «ciencia de matar» («killology»).

      Tras un ataque con armas de destrucción masiva por parte de un grupo o país terrorista, la siguiente amenaza significativa para nuestra existencia son los habilitadores de la violencia en los medios electrónicos. Este libro parece estar dando sus frutos en su objetivo de marcar una diferencia en la desesperada batalla mundial contra el virus de la violencia.

      Ojalá sea así, y ojalá encuentres lo que buscas, lector, en estas páginas.

      1 Officer Candidate School, escuela militar donde se obtiene el grado de oficial.

      Introducción

      Esta es la época del año cuando la gente solía matar; antaño, cuando la gente lo hacía. Rollie y Eunice Hochstetter, creo, fueron los últimos en el lago Wobegon. Tenían cerdos y los sacrificaban en el otoño, cuando llegaba el frío y la carne podía preservarse. Una vez, cuando era niño, fui a ver cómo hacían la matanza, junto con mi primo y mi tío, que iba a echarle una mano a Rollie.

      Hoy en día, si vas a sacrificar a un animal por la carne, lo envías a un matadero y pagas a unos tipos para que lo hagan. Cuando matas cerdos, se te quitan las ganas de comer tocino durante un tiempo. Porque los cerdos te dan a entender que no están interesados. No tienen ningún interés en que los agarren y los arrastren hasta el sitio adonde fueron otros cerdos y de donde nunca regresaron.

      Para un chico, ver aquello era algo fuera de lo habitual. Ver la carne viva y las entrañas vivas de otra criatura. Pensaba que me disgustaría, pero no ocurrió. Me sentí fascinado e intenté acercarme todo lo que pude.

      Y recuerdo que mi primo y yo nos dejamos llevar por el entusiasmo de todo aquello y fuimos a los chiqueros y empezamos a arrojar guijarros a los cerdos mientras los veíamos saltar, gruñir y correr. Y, de repente, sentí una mano en la espalda, y que me volteaban, y el rostro de mi tío estaba a tres pulgadas del mío. Dijo: «Si te vuelvo a ver haciendo eso, te daré una paliza que no te podrás poner de pie. ¿Me has oído?». Le habíamos oído.

      Supe entonces que su enfado tenía que ver con la matanza, que era un ritual, y que se hacía como un ritual. Se hacía rápido y sin tonterías. Nada de bromas y muy poca conversación. Las personas —hombres y mujeres— desempeñaban sus tareas sabiendo exactamente lo que tenían que hacer. Y siempre respetando a los animales que se iban a convertir en nuestra comida. Y el hecho de que arrojáramos piedras a los cerdos había violado esta ceremonia y este ritual que estaban completando.

      Rollie fue el último que sacrificaba a sus propios cerdos. Un año tuvo un accidente; se le escurrió el cuchillo y el animal, que solo estaba herido, se soltó y corrió por el patio hasta caer. Después de eso, ya nunca volvió a tener cerdos. Ya no creía ser digno de hacerlo.

      Todo esto desapareció. Los niños que se crían en el lago Wobegon nunca tendrán la oportunidad de verlo.

      Era una experiencia poderosa: la vida y la muerte en el fiel de la balanza.

      Era una vida en la que la gente se valía por sí misma, vivía de la tierra, vivía entre el suelo y Dios. Y se ha perdido, no solo para este mundo sino también para la memoria.

      Garrison Keillor

      «La matanza del cerdo»

      Matar y ciencia: un terreno peligroso

      ¿Por qué deberíamos estudiar el acto de matar? Aunque también cabría preguntarse, ¿por qué deberíamos estudiar el acto sexual? Las dos preguntas tienen mucho en común. Richard Strozzi-Heckler señala que «es a partir del matrimonio mitológico de Ares y Afrodita de donde nace Harmonía». La paz no llegará hasta que hayamos controlado tanto el sexo como la guerra y, para controlar la guerra, tenemos que estudiarla con la misma diligencia que Kinsey o Masters y Johnson. Todas las sociedades tienen un ángulo ciego, una zona en la que les cuesta mucho mirar. Hoy en día este ángulo ciego es el acto de matar. Hace un siglo era el sexo.

      Durante milenios, el hombre se cobijó junto con su familia en cuevas, chozas o casuchas de una habitación. Toda la familia extensa —abuelos, padres, niños—, todos se arremolinaban al calor de una lumbre, con la protección de una única pared. Y durante miles de años el sexo entre marido y mujer solo se podía dar por la noche, en la oscuridad, en esta habitación central atiborrada.

      Una vez entrevisté a una mujer que creció en una familia gitana americana, durmiendo en una gran tienda comunal con tías, tíos, abuelos, padres, primos, hermanos y hermanas a su alrededor. Cuando era joven, el sexo era algo raro, ruidoso, y ligeramente molesto que practicaban los adultos por la noche.

      En este entorno no había habitaciones privadas. Hasta muy recientemente en la historia humana, y para el ser humano medio, no existía el lujo de un dormitorio, ni siquiera de una cama. Si bien de acuerdo con los estándares sexuales de hoy en día esta situación puede parecer extraña, no carecía de ciertas ventajas. Una de ellas es que el abuso sexual de los niños no podía darse sin el conocimiento y el consentimiento tácito de toda la familia. Otra ventaja menos obvia de la forma de vivir de antaño era que a lo largo del ciclo de la vida, del nacimiento a la muerte, el sexo estaba siempre enfrente tuyo, y nadie podía negar que era un aspecto vital, esencial, y poco misterioso de la existencia humana cotidiana.

      Y entonces, con el periodo que conocemos como la era victoriana, todo cambió. De pronto, la típica familia de clase media vivía en una morada con múltiples habitaciones. Los niños crecían sin haber presenciado nunca el acto primario. Y, de repente, el sexo se había convertido en algo oculto, privado, misterioso, amenazador y sucio. La era de la represión de la civilización occidental había comenzado.

      En esta sociedad reprimida, las mujeres se cubrían del tobillo hasta el cuello, e incluso las patas de los muebles se cubrían con faldones, pues la vista de estas patas incomodaba la sensibilidad delicada de la época. Pero, al mismo tiempo que esta sociedad reprimía el sexo, parece ser que se obsesionó con él. La pornografía, tal y como la conocemos, floreció. La prostitución de menores floreció. Y una ola de abusos a niños se desencadenó a través de las generaciones.

      El sexo es una parte natural y esencial de la vida. Una sociedad que no tiene sexo desparecerá en una generación. Hoy en día nuestra sociedad ha empezado el lento y doloroso proceso para escapar de esta dicotomía patológica entre simultáneamente reprimir y obsesionarse por el sexo. Pero puede que hayamos escapado de una negación tan solo para caer en una nueva y quizás más peligrosa.

      Una nueva represión que gravita en torno a matar y la muerte sigue precisamente en paralelo el patrón establecido por la represión sexual anterior.

      A lo largo de la historia el hombre se ha visto rodeado de la muerte personal y del acto de matar. Cuando los miembros de la familia morían a causa de una enfermedad, heridas que no sanaban, o de viejos, morían en el hogar. Cuando morían en algún sitio cercano a la casa, sus cuerpos eran trasladados ahí —cueva, choza, o casucha— y se les preparaba para el entierro familiar.

      En

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