Matar. Dave Grossman

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Matar - Dave Grossman General

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plantación de algodón a principios del siglo xx. Han disparado de muerte a su marido y lo llevan a la casa. Y, repitiendo un ritual que se realiza desde hace innumerables siglos por parte de innumerables esposas, ella lava su cuerpo desnudo con ternura, preparándolo para el entierro mientras las lágrimas discurren por su rostro.

      En ese mundo, cada familia mataba y limpiaba a sus animales domésticos. La muerte formaba parte de la vida. Innegablemente, matar era esencial para vivir. Y la crueldad rara vez formaba parte del hecho de matar. La humanidad entendía su lugar en la vida, y respetaba el lugar de las criaturas cuyas muertes eran necesarias para perpetuar la existencia. El indio americano pedía perdón al espíritu del ciervo que mataba, y el agricultor americano respetaba la dignidad de los cerdos que sacrificaba.

      Como recoge Garrison Keillor en «La matanza del cerdo», para la mayor parte de gente el sacrificio de animales fue un ritual vital de la actividad cotidiana y estacional hasta la primera mitad del siglo pasado. A pesar de la pujanza de la ciudad, a comienzos del siglo xx la mayor parte de la población, incluso en las sociedades industriales avanzadas, continuó siendo rural. El ama de casa que quería pollo para cenar salía fuera y ella misma le retorcía el pescuezo al animal o pedía a sus hijos que lo hicieran. Los niños observaban el sacrificio cotidiano y estacional, y para ellos matar era una cosa seria, sucia y un poco aburrida que todo el mundo hacía porque formaba parte de la vida.

      En este entorno no había refrigeración y pocos mataderos, morgues u hospitales. Y en estas condiciones inmemoriales, a lo largo de todo el ciclo de la vida, la muerte y el acto de matar siempre estaban delante de ti —bien como partícipe bien como observador aburrido— y nadie podía negar que era una aspecto vital, esencial y común de la existencia humana cotidiana.

      Y entonces, tan solo en las últimas generaciones, todo empezó a cambiar. Los mataderos y las cámaras frigoríficas nos aislaron de la necesidad de matar a nuestros propios animales. La medicina moderna empezó a curar enfermedades, y cada vez se hizo más raro que muriéramos en la juventud o en la plenitud de la vida, y los asilos, hospitales y morgues nos aislaron de la muerte de las personas ancianas. Los niños empezaron a crecer sin haber entendido nunca de verdad de dónde procedía la comida, y de pronto pareció que la civilización occidental había decido que matar, matar cualquier cosa, sería una cosa cada vez más oculta, privada, secreta, misteriosa, espantosa y sucia.

      El impacto de esto oscila entre lo trivial y lo estrambótico. Al igual que los victorianos vestían con ropa sus muebles para ocultar las patas, ahora las trampas para ratones vienen equipadas con cubiertas para ocultar el acto de matar. Y se producen allanamientos de laboratorios que realizan investigaciones médicas con animales, y los activistas a favor de los derechos de los animales destruyen investigaciones que salvan vidas. Estos activistas, si bien comparten los frutos médicos de su sociedad —frutos que se basan en siglos de investigaciones con animales—, atacan a los investigadores. Chris DeRose, que encabeza el grupo basado en Los Angeles Last Chance for Animals, afirma: «Si la muerte de una sola rata curara todas las enfermedades, no me importaría en absoluto. En el orden de la vida todos somos iguales.»

      Con independencia de lo que se mate, esta nueva sensibilidad se siente ofendida. Las personas que llevan abrigos de pieles o prendas de cuero se ven atacadas de forma verbal y física. En este nuevo orden, se condena por racistas (o «especistas») y asesinos a las personas por comer carne. La líder de los derechos de los animales Ingrid Newkirk afirma que «Una rata es un cerdo es un niño», y compara el sacrificio de pollos al Holocausto nazi. «Seis millones de personas murieron en los campos de concentración», afirmó en el Washington Post, «pero seis mil millones de pollos morirán este año en los mataderos».

      Sin embargo, al mismo tiempo que nuestra sociedad reprime el acto de matar, ha aflorado una nueva obsesión por la descripción de la muerte violenta y brutal y el descuartizamiento de seres humanos. El apetito del público por las películas violentas, en particular las de «sangre y entrañas» como Natural Born Killers (Asesinos natos), Kill Bill, Saw, Viernes 13, Halloween, y The Texas Chain Saw Massacre (La matanza de Texas); el estatus de culto de «héroes» como Jason y Freddy; la popularidad de bandas como Megadeth y Guns N’ Roses; la tasa por las nubes de los homicidios y el crimen violento; todo ello forma parte de una dicotomía estrambótica y patológica de represión y obsesión por la violencia de forma simultanea.

      El sexo y la muerte son partes esenciales de la vida. Al igual que una sociedad sin sexo desaparecería en una generación, otro tanto le ocurriría a una sociedad en la que no se matara. Cada ciudad importante de nuestro país tiene que exterminar a millones de ratas y ratones para que no se vuelva inhabitable. Y los graneros y silos también tienen que exterminar a millones de ratas y ratones cada año. Si no consiguen hacerlo, los Estados Unidos, en vez de ser el granero del mundo, no serían capaces de alimentar a su pueblo y millones de personas de todo el mundo se enfrentarían a la hambruna.

      Es cierto que algunas sensibilidades refinadas de la época victoriana no carecen de valor y benefician a nuestra sociedad, y serían pocos los que abogarían por que regresáramos a la costumbre de dormir en zonas comunes. De forma parecida, aquellos que tienen y defienden la sensibilidad moderna sobre el acto de matar son, por lo general, seres humanos gentiles y sinceros que en gran medida representan las características más idealistas de nuestra especie, y sus preocupaciones tienen un gran valor potencial si las ponemos en perspectiva. A medida que la tecnología nos capacita para masacrar y exterminar a especies completas (incluida la nuestra), resulta vital que aprendamos moderación y autodisciplina. Pero también debemos recordar que la muerte tiene su lugar en el orden natural de la vida.

      Parece que cuando una sociedad no tiene procesos naturales (como el sexo, la muerte y matar) a la vista, esa sociedad responde negando y deformando ese aspecto de la naturaleza. Cuando nuestra tecnología nos aísla de un aspecto específico de la realidad, nuestra respuesta social parece ser la de introducirse en sueños estrambóticos sobre aquello de lo huimos. Son sueños tejidos con el material fantasioso de la negación; sueños que pueden convertirse en peligrosas pesadillas sociales a medida que nos adentramos en su tentadora maraña de fantasías.

      En la actualidad, incluso cuando estamos despertando de la pesadilla de la represión sexual, nuestra sociedad comienza a hundirse en un nuevo sueño negacionista, el de la violencia y el horror. Este libro supone un intento de arrojar la luz del escrutinio científico sobre el proceso de matar. A. M. Rosenthal nos dice:

      La salud de la humanidad no se mide por sus tosidos y estornudos sino por las fiebres del alma. O quizás por algo aún más importante: por la premura y atención que apliquemos contras estas.

      Si nuestra historia sugiere la durabilidad de la sinrazón, nuestra experiencia nos enseña que obviarlo supone mostrarse indulgente y mostrarse indulgente equivale a allanar el camino para el triunfo del odio.

      «Obviarlo supone mostrarse indulgente». Este es, en consecuencia, un estudio sobre la agresividad, un estudio sobre la violencia, un estudio sobre el acto de matar. En concreto, se trata de un intento de realizar un estudio científico sobre el acto de matar en el marco de la manera occidental de hacer la guerra y sobre los procesos psicológicos y sociológicos y el precio a pagar cuando los hombres se matan en combate.

      Sheldon Bidwell sostenía que un estudio así descansaría por su propia naturaleza en «un terreno peligroso porque la unión entre el soldado y el científico nunca ha ido más allá del flirteo». Pretendo ir hacia el peligro para efectuar no solo una unión seria entre el soldado y el científico, sino un ménage à trois provisional en-

      tre el soldado, el científico y el historiador.

      He combinado estas habilidades para llevar a cabo un programa de toda una vida de investigación del asunto previamente considerado tabú que es el acto de matar en combate. Es mi intención en este estudio abundar en el tabú que supone el acto de matar para ofrecer puntos de vistas novedosos

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