El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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el fin del armario. Las fuerzas que empujan la puerta del clóset para afuera y para adentro.

      Hay responsables de cambios, de avances y de retrocesos.

      No hay indiferentes.

      Bruno Bimbi ilumina el gesto que inscribe a esos personajes en el gran tironeo por la libertad que se da en estos tiempos: el legislador homofóbico estadounidense Randy Boehning revisando Grindr, el cantante brasileño Renato Russo cantando “me gustan los chicos y las chicas”, el presidente venezolano Nicolás Maduro gritando en cadena nacional: “¡Yo tengo una esposa! ¡Me gustan las mujeres!”, el presidente del Bayern Múnich alentando a sus jugadores a que salgan del armario. Bruno toma ese álbum de fotografías, las atesora y arma entonces un recorrido por la sexualidad del cambio de milenio.

      Pero, como Bimbi es inquieto –al punto de la exageración, decimos quienes lo conocemos–, no se queda allí. No sólo retrata las figuras conocidas, los popes que con sus decisiones ayudan o desalientan el comportamiento de millones de personas. El segundo de los afluentes de los que se sirve está formado, justamente, por esos millones de anónimos. Este libro cuenta las consecuencias de aquellas fotos de ilustres en la película diaria que se vive en todo el mundo. Así aparecen Nicole; Camila; Bruno Sebastián; Gato Real y su búsqueda por internet en la noche de Río de Janeiro; la odisea de Zulema en Ecuador; el asesinato de Dani Zamudio en Chile o de David Kato en Uganda; las chocolatadas de los osos en San Cristóbal, en Buenos Aires. La gente que protagoniza la lucha del armario; aquellos que son al tiempo receptores y forjadores de ese caleidoscopio gay. Este libro ubica a los que se salen de la norma sexual y los resignifica. Es el “detrás de los números está la gente” de la vida gay. Es la confirmación de que todo, finalmente, ocurre más allá de noticias, revoluciones o silencios. Redefiniendo el término “escándalo”, borrando del medio la hojarasca del prejuicio y la maldad, lo que queda son vidas comunes intentando encontrar un lugar bajo el sol.

      Pero este es un libro de Bruno Bimbi, que siempre tiene algo más para decir. Entonces, aparece el tercer afluente del río, otra manera de describir el fin del armario. Este libro, que describe personajes y personas, también se revela como un eficaz diccionario de conceptos que rondan la época, la definen y la determinan. Es imposible hablar del fin del armario, Bimbi lo sabe, sin ser muy gráfico con conceptos como bullying, bears, coming out, petting, outing, Stonewall, dark room y don’t ask, don’t tell (no debe ser casualidad, tampoco, que las palabras del nuevo milenio sean en inglés). Todos estos conceptos abren puertas que llevarán hacia la puerta del armario desde adentro. Es en esas páginas donde Bimbi deja su carácter de fotógrafo del momento y se encara claramente como polemista. A su juego lo llamaron. Alguna vez hemos discutido con Bruno por alguno de estos conceptos. Con honestidad, describe cada situación, cada punto de vista, sin ocultar y sin jugar con cartas marcadas. Nuevos debates para esas nuevas realidades que aparecen cuando el mundo sale del armario. Lo que arrastra este río, a punto de llegar al mar.

      El fin del armario es un documento de época, un álbum de fotografías, una película inconclusa. Y es también el testimonio más claro y contundente de que ya nada será como fue.

      –Osvaldo Bazán

      Estábamos reunidos en una plaza. Éramos compañeros del secundario y estábamos formando una agrupación estudiantil. Era casi de noche. El chico rubio me llamó tanto la atención que, de repente, me olvidé de lo que estábamos discutiendo, sin entender ni preguntarme por qué. Sólo supe –así, sin dudas– que nos haríamos amigos, porque “amigo” era lo único que concebía que yo pudiera ser de otro chico. No entendía por qué tenía un deseo tan fuerte de comenzar una amistad con alguien a quien apenas conocía, pero lo cierto es que nos hicimos muy amigos.

      Cuando nuestra amistad ya era tan importante que no entendíamos cómo haríamos para vivir sin ella, el chico rubio me convenció de lo que mis compañeras no habían podido: que me vistiera más moderno, que me cortara el pelo con más onda, que además de ir a reuniones del centro de estudiantes, fuera a boliches y fiestas, que hiciera cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplirlos, que me divirtiera más. Y me vestí con la ropa que él me regalaba, me corté el pelo igual a él, salí a bailar con él, nos divertimos juntos.

      Él se levantaba a todas las minitas. Yo lo acompañaba, lo esperaba, lo escuchaba cuando él me contaba; yo no me daba cuenta. Un día estábamos tirados en el balcón de su casa y me dijo que estaba tan caliente –éramos adolescentes, las hormonas enloquecidas– que cogería hasta conmigo, y hoy recuerdo que pensé lo que en ese momento no registré que acababa de pensar. Sí, lo pensé. Fue un flash, un impulso, un escalofrío; después, la censura y el olvido, todo en una fracción de segundo. No le contesté. Cambiamos de tema y el tiempo pasó y él siguió cambiando de novias y a mí me eligieron secretario general de la juventud del partido y un día me di cuenta de que ya tenía veintitrés años y el sexo me aburría.

      El sexo me aburría.

      Era como una promesa incumplida. Yo ejercía mi mandato, más por obligación que por ganas, imitando a los demás, pero no recibía a cambio los placeres que mi amigo me contaba luego de sus incursiones en el cuerpo femenino. Lo peor era el beso: no tenía gusto a nada. Era un trámite necesario para ponerla, una entrada que había que pagar para pasar al siguiente nivel, con cierta satisfacción física seguida de una incomprensible sensación de que algo no funcionaba. Se me terminó la adolescencia y no llegué a descubrir la combinación de la cerradura que abriera la puerta al paraíso que mi amigo juraba que existía y que yo, claro, fingía conocer.

      Años después, una noche, por casualidad –o quizás no–, otro amigo heterosexual me llevó a conocer un boliche gay. Yo fui porque él insistió que era divertido, aunque no me cabía en la cabeza eso de ir a un lugar de putos. Pero volví, con excusas tan malas como las que, años atrás, cierta noche habían justificado mi interés por el rubio. Y poco después, un amigo de otro amigo, en el boliche de putos, no me creyó que yo nada que ver y me buscó varias veces un beso, hasta que la testosterona se cruzó con una burbuja de champán en un torrente sanguíneo acelerado y no aguanté más. ¿Por qué no se lo iba a dar si yo también me moría de ganas?

      El descubrimiento fue instantáneo: eso era el beso.

      Después, claro, el sexo; la cerradura se abrió. ¡No era aburrido! Ahí estaban los placeres de los que me hablaba mi amigo rubio. Eran tal cual. Y entonces ya no necesité más; la censura se evaporó. Algo no había pasado en aquellos años de mi adolescencia y, cuando al fin estuvo todo claro, sentí que me la habían robado. De todas las cosas de la vida que nos prohibieron a los gays, la adolescencia es la más injusta.

      Quiero que me la devuelvan.

      Quiero vivir cada experiencia en el momento justo, tener mi primer novio a la misma edad en que mis amigos tuvieron su primera novia, y que los primeros besos sean torpes, experimentales, llenos de sorpresas, y descubrir el sexo con inocencia y emborracharme sin tener todavía edad para hacerlo, y que me pongan amonestaciones que no sean por una causa justa, sino por una divertida, y hacer las cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplir los dieciocho. Quiero que el chico rubio me vuelva a decir que está tan caliente que cogería conmigo y entonces coger con él en su casa, esa tarde, en pleno verano, en plena adolescencia, con las hormonas enloquecidas.

      Las experiencias perdidas son irrecuperables, porque nunca más estaremos ahí para saber cómo hubiesen sido. Cuando hablamos de educación sexual en la escuela, la que tanto asusta a los dinosaurios, la que yo no tuve, estamos hablando también de esas adolescencias no realizadas, de esos deseos censurados, de esas experiencias no vividas. Por el bien de los chicos que todavía están a tiempo de no perdérselas, de librarse del armario, de madurar sin fantasmas

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