El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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una parte de la historia. Nos mintieron, porque nos contaron un mundo en el que nosotros no existíamos. Nos quitaron el derecho a vivir las mismas cosas que nuestros amigos vivían mientras nosotros nos las perdíamos porque solo venían en formato chico + chica y nadie nos había dicho que quizá podíamos ser –y no tenía nada de malo que fuéramos– diferentes.

      –What’s a faggot?

      –A faggot is a word used to make gay people feel bad.

      –Am I a faggot?

      –You might be gay but don’t let anyone ever call you a faggot… You don’t need to know right now.

      (Diálogo entre Juan y el pequeño Chiron en la película Luz de luna)

      No hay una primera vez para entrar al armario; nacemos dentro. Cuando todavía no lo sabemos –ni tendríamos cómo, porque la sexualidad aún no forma parte de nuestras preocupaciones y no aprendimos las palabras que necesitaríamos para hablar de ella–, ya hay un armario invisible construido a nuestro alrededor.

      La presunción es el punto de partida. Se presume que ese bebé con genitales masculinos un día será un hombre; que aquel con genitales femeninos será una mujer; que ese futuro señor tendrá una señora, que esa futura señora lo será de algún señor. El armario de nuestra infancia viene con colores, juegos, juguetes, cuentos infantiles con príncipe y princesa, expectativas y planes de nuestros padres, amigos, maestros y algún tío o tía que en cada fiesta de cumpleaños nos pregunta si tenemos novia, porque es obvio que no existe otra posibilidad.

      La presunción se transforma en un destino que asumimos como meta, eso que vamos a ser cuando seamos grandes.

      El bullying homofóbico empieza antes de que podamos entenderlo. “¿Qué es un marica?”, le pregunta Chiron a Juan en Luz de luna, y después: “¿Yo soy marica?”. La primera vez que escuchamos un insulto homofóbico, no sabíamos que éramos gays, ni qué era ser gay, pero comenzamos a intuir que, si fuéramos eso, la pasaríamos mal. Que a los demás no les gustaría, sobre todo a nuestra familia. Como escribe Osvaldo Bazán en su Historia de la homosexualidad en la Argentina:

      El niño judío sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres judíos le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de por qué esta noche no es como todas las noches y le cuentan de aquella vez que hubieron de salir corriendo y el pan no levó. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá, el niño judío, que no está solo. El niño negro sufre la estupidez del mundo y vuelve a casa y en su casa sus padres negros le dicen “estúpido es el mundo, no vos”. Y le hablan de la cuna de la humanidad, de un barco, una guerra. Le dan una lista de valores y tradiciones y le dicen: “Vos estás parado acá”. Y sabrá que no está solo. El niño homosexual sufre la estupidez del mundo y ni se le ocurre hablar con sus padres. Supone que se van a enojar. Él no sabe por qué, pero se van a enojar.

      El primer armario del que hay que salir –el único del que alcanza con salir una sola vez– es el interior. Pensar “soy gay” y que deje de dar miedo saber que es verdad. ¿Nunca te pasó, antes de saberlo, que veías a un tipo muy atractivo y tus ojos, sin pedirle permiso a tu cabeza, se movían para mirarlo? ¿No pensabas, entonces, “¡qué linda remera que tiene!”, cuando lo que realmente te había gustado era el tipo que la llevaba puesta? Si sos heterosexual, jamás te pasó: cuando veías a una mina que te gustaba, no sólo no necesitabas engañarte, sino que podías decirlo en voz alta y gozar de la complicidad de los demás. Hay un montón de esfuerzos mentales que nunca tuviste que hacer para descubrirte a vos mismo, entender y, después, manejar esa información con los otros.

      –No te confundas, yo soy hétero –me dijo.

      –Todo bien, pero eso que estabas chupando recién se llama “pija” –le respondí, aunque lo entendía, porque yo ya había sido como él.

      Después de salir del armario interior, llega el momento de entender que eso que somos no tiene nada de malo –si en tu casa y en tu escuela no te enseñaron lo contrario, va a ser más fácil–, que ser gay es tan normal y natural como ser hétero y que está todo bien. Transformar la vergüenza en orgullo es algo que no todos consiguen, pero es imprescindible para llevar una vida sana y feliz, defenderse de la estupidez ajena, mantener la autoestima en su lugar y no resignarse a ser tratado como ciudadano de segunda.

      Cuando, al final, estamos fuera y lo tenemos claro, debemos decidir cuándo, cómo y a quiénes contárselo, y responder a todas esas preguntas increíbles que nos hacen (“cuando estás con un tipo, ¿quién hace de mujer?”, “¿es verdad que los gays quieren ser mujeres?”). Por momentos, precisamos ser pedagógicos, desarmar los mitos y explicar que no somos extraterrestres.

      Para eso, precisamos saberlo nosotros mismos.

      Pero, después, parece que el armario no termina nunca. La presunción de heterosexualidad es el truco que le permite reaparecer, como las velitas de la torta de cumpleaños que se prenden de nuevo después de haberlas soplado. Podemos haber hecho nuestro coming out con todo el mundo, pero basta mudarse de barrio, empezar un curso de idiomas o cambiar de trabajo para que, sin haber hecho o dicho nada, todos presupongan, de nuevo, que somos héteros. Y no es un detalle. Es más estresante de lo que parece. Quizá por eso algunos gays desarrollan una personalidad exageradamente masculina que los preserva de las sospechas de los demás, como la versión adulta de Chiron en Luz de luna.

      Yo sé que, a algunos espectadores, ese personaje les puede haber parecido inverosímil; a mí no. Me pareció brillante. Recuerdo una noche en Brooklyn en la que decidí ir a un boliche gay que encontré en Google Maps, sin muchas referencias. Cuando llegué, la mujer que recibía a los clientes me pregunta: “Are you sure you know where you are?”, y la verdad es que no lo sabía, pero respondí que sí. Al entrar, vi que era el único blanco en el lugar. Los clientes se parecían bastante a Black, el Chiron adulto de la película, vestían y actuaban como él. Era una disco gay, solo había hombres; pero, en toda la noche, no vi un solo beso. Parecía que todos fingieran, aunque todos sabían que todos sabían. El armario es poderoso.

      También hay otros gays que, por el contrario, son tan afeminados que no precisan explicarle nada a nadie –aunque tampoco digo que siempre sea por eso–, y así ahorran tiempo y energía. En un episodio de la mítica serie gay Queer as folk, Ted le dice a Emmett que le cuesta salir del armario una y otra vez, y su amigo responde que nunca tuvo ese problema, porque la gente lo ve llegar y sabe. Otro personaje, Michael, no consigue decírselo a una compañera de trabajo que está enamorada de él, y se mete en mil problemas.

      Para los que no son como Emmett y, por alguna razón, al menos en parte de su vida social –tal vez la familia o la oficina–, prefieren no decirlo, el esfuerzo es mucho mayor de lo que cualquier heterosexual pueda imaginarse. Pensá en la cantidad de veces por día que necesitarías mentir o cuidar tus palabras en todo tipo de conversaciones triviales para que nadie descubra si te gustan los hombres o las mujeres. “¿Qué hiciste el fin de semana?”, “¿Estás casado?”, “Mirá qué linda que es”. ¿Cuántas de las cosas que hacés o decís normalmente todos los días deberías evitar?

      La periodista Fernanda Mel escribió una vez que si una pareja hétero va al supermercado y ella le dice a él: “No te olvides de agarrar café, mi amor”, nadie va a prestar atención, pero si son dos mujeres, la misma frase suena como agarrar

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