El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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pase” nada.

      Al empezar a percibir que nuestros sentimientos contradicen las expectativas de los otros, no todos reaccionamos igual. Algunas personas “asumen” su orientación homosexual desde niños o en la adolescencia y otras, en cambio, lo hacen más adelante, inclusive ya muy grandes. Marguerite Yourcenar escribió, en 1929, un hermoso libro titulado Alexis o el tratado del inútil combate, que habla de un hombre que intenta ser lo que no es, hasta que finalmente acepta que no puede y le escribe una carta a su esposa explicándole por qué la deja. Por suerte, a medida que los prejuicios van envejeciendo y muriendo, esos casos son cada vez menos frecuentes, al menos en esta parte del mundo.

      Sea a la edad que sea, luego de haber asumido su sexualidad, la mayoría de los gays comienza a recordar cosas que le confirman que, en el fondo, siempre lo supieron. Empiezan a darse cuenta de cómo les gustaba ese chico de la primaria y entienden por qué se pusieron celosos cuando su amigo de la secundaria se puso de novio, o por qué les interesaban tan poco las mujeres cuando sus amigos no hablaban de otra cosa. A las lesbianas les pasa lo mismo. Cuando impide que la homosexualidad sea siquiera mencionada en horario de protección al menor, nuestra sociedad condena a los niños, niñas y adolescentes gay y lesbianas a saltearse una etapa de sus vidas y los priva de experiencias que los demás chicos viven naturalmente durante su crecimiento.

      Sí, naturalmente. Cuando un chico de séptimo grado llega a casa y cuenta que tiene novia, lo felicitan. Algunos tienen novia ya en el jardín de infantes. Claro que “tener novia” a esa edad no significa lo mismo que “tener novia” a los quince, o a los treinta, pero aun aquellos primeros “noviazgos” son importantes para madurar. La sexualidad está presente desde siempre en nuestras vidas, pero va atravesando distintas etapas hasta su fase adulta. La sexualidad de los gays y las lesbianas debería poder desarrollarse de la misma manera, atravesando las mismas experiencias, a las mismas edades.

      No se elige ser gay o lesbiana, o ser heterosexual, y tampoco se puede cambiar. Ni hace falta: ser gay es tan normal y natural como ser hétero, del mismo modo que ser blanco o negro, tener ojos marrones, verdes o celestes, o ser diestro o zurdo. Aunque, hasta hace no mucho tiempo, a los zurdos los castigaban y los obligaban a escribir con la mano derecha. Preguntale a tu mamá o a tu abuela si no me creés.

      Cuando acabemos con los prejuicios que existen sobre las sexualidades “diferentes” (que, en definitiva, son tan diferentes como la heterosexualidad es diferente de las otras orientaciones sexuales), gays y lesbianas podrán comenzar a vivir su sexualidad a la misma edad y de la misma manera que los héteros, sin que eso sea un tema, sin que nadie piense que hay que elegir y que una “elección” es mejor que otra. La idea de “asumirse” o “salir del armario” será entonces un anacronismo.

      Del mismo modo que ahora los zurdos aprenden, desde chicos, a escribir con la mano izquierda y a ningún padre o maestro le parece que eso sea anormal. Cuando terminemos de enterrar los prejuicios, la mayoría de los textos de este libro serán incomprensibles, raros, como cuando nos cuentan que, hace no tanto tiempo, las mujeres no podían votar.

      En 1992, dos artículos de Associated Press desencadenaron titulares en diarios de todo el mundo anunciando un sorprendente descubrimiento: los científicos Steven Pinker, del MIT, y Myma Gopnik, de la Universidad McGill, habían descubierto el “gen de la gramática”. El primer artículo, de James J. Kilpatrick, aseguraba que Pinker y Gopnik habían logrado, al fin, encontrar al gen culpable por el bajo rendimiento de muchos alumnos en las clases de gramática de las escuelas y aventuraban que, si las investigaciones continuasen, pronto serían descubiertos el gen que nos hace tener buena o mala caligrafía y el que nos impulsa a leer libros. El segundo artículo, de Erma Bombeck, contaba que su marido había sido profesor de inglés en una escuela y proponía, como explicación para su sufrimiento, que sus alumnos debían ser “37 deficientes del gen de la gramática”, ya que no sabían ni usar las comas.

      Lo que vino después fue aún peor. La repercusión de la noticia en radio y televisión, dice Pinker en su libro El instinto del lenguaje, fue “una rápida lección de cómo los descubrimientos científicos son desvirtuados por periodistas que trabajan bajo presión”. Lo que realmente había pasado era que, en un evento académico, Gopnik –y no Pinker, que apenas moderaba la mesa y se encargó de presentarla– había expuesto las conclusiones de una investigación sobre el Trastorno Específico del Lenguaje, corroborando la vieja sospecha de que fuese hereditario. Esta lingüista y varios genetistas habían estudiado a una familia inglesa, identificada como los K., en la que el trastorno había pasado de un hombre a cuatro de sus cinco hijos y once de sus veintitrés nietos. Todos ellos tenían resultados normales en la parte no-verbal de los test de inteligencia, pero presentaban dificultades para hablar y lo hacían lentamente, buscando las palabras y cometiendo errores, por ejemplo, en el uso de pronombres, sufijos de plural y terminaciones de los verbos en tiempo pasado. La posibilidad más plausible, según los investigadores, era que el problema fuese causado por un único gen.

      Eso no significaba, como había sido publicado en los medios, que se hubiese descubierto el gen que “controla la gramática”, sino apenas que era probable que existiese uno capaz de perjudicar aspectos de su adquisición. Y, claro, no estamos hablando de la gramática que se enseña en la escuela, ni del análisis sintáctico de oraciones, la ortografía o la puntuación cuando se escribe, ni mucho menos de nociones normativas –y equivocadas– sobre “hablar correctamente”, sino de un término técnico de la lingüística que se refiere, dicho de manera simple, a la capacidad de conversar con otra persona en nuestra lengua materna. Nadie había entendido nada.

      Algo parecido sucedió a mediados de 2019, amplificado por las redes sociales, con la enorme confusión en torno del “gen gay”, a partir de un trabajo publicado en la revista Science. Todos los artículos y comentarios pusieron el acento en la hipótesis –que el estudio descartaba– de que exista un único gen responsable por la homosexualidad. Y, como si se tratara del trabajo de Myma Gopnik sobre el Trastorno Específico del Lenguaje, muchos parecían estar buscando la causa de un defecto o patología. Así, no solo se equivocaban algunas respuestas, sino principalmente las preguntas que quedaban subentendidas cuando la cuestión se planteaba de esa forma, que sería como preguntarse cuál es el defecto que lleva a los negros a ser negros, en vez de cuáles son las causas de la variación en la pigmentación de la piel en los seres humanos.

      Durante mucho tiempo, la homosexualidad fue investigada por la ciencia de ese modo, como algo que estaba mal, un desvío del camino considerado natural. Así, lo que se buscaba era la causa de la homosexualidad, mientras que nadie se preguntaba la causa de la heterosexualidad, que se tenía como algo dado. Las respuestas nacidas de esa perspectiva descartaban, en general, la biología: la psicología freudiana creía que la homosexualidad era causada por traumas infantiles nacidos de la relación con los padres, los psicólogos conductistas creían que era un mal comportamiento aprendido –y que por lo tanto podría desaprenderse y también evitarse– y las iglesias la consideraban una elección voluntaria, consciente y pecaminosa de los individuos, un estilo de vida inmoral, guiado por la maldad de Satanás, que debía ser condenado.

      El avance de la ciencia de la sexualidad humana ha descartado todas esas hipótesis contaminadas de prejuicios e ignorancia, sobre las que no existe ninguna evidencia empírica, pero también descartó la pregunta que las guiaba, así resumida por Simon LeVay, uno de los mayores especialistas en el tema: What’s wrong with gay people? Hoy, la ciencia no ve a la homosexualidad como algo que está mal, sino como una de las posibles orientaciones sexuales, y no se pregunta cuál es la causa de la homosexualidad, sino cómo llega cada persona –y también individuos de diferentes especies animales– a tener una orientación sexual, sea cual fuere.

      En su libro Gay, Straight and the Reason Why, LeVay resume las respuestas que podemos dar actualmente a esta nueva pregunta, citando para ello decenas de estudios publicados en las últimas décadas por científicos de diversas disciplinas, de universidades

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