El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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podamos atribuir la orientación sexual de cada individuo –sea gay, hétero o bi– o por los que podemos preverla, pero la ciencia ya sabe que la orientación sexual es un aspecto del género –nos referimos aquí apenas a la noción biológica de género– que emerge durante nuestro desarrollo prenatal como consecuencia de la diferenciación sexual del cerebro. Si alguien será gay, hétero o bisexual depende en gran medida de ese proceso biológico que ocurre antes de nuestro nacimiento, aún en el útero materno, y en el que intervienen diversos genes, hormonas y el sistema cerebral en desarrollo, influenciado por ambos.

      Claro que el lenguaje, en este caso, puede jugarnos una mala pasada, porque cuando decimos que de esos procesos biológicos prenatales dependerá si ese futuro bebé será un adulto “gay, hétero o bi”, no nos referimos al significado social de esas palabras, es decir, a su identidad sexual como un aspecto constitutivo del self, ni a su salida del armario, ni siquiera a su comportamiento sexual efectivo, que dependen de muchos otros factores que no tienen que ver con la biología, sino con la cultura, las relaciones sociales, la religión o la política. Lo que la biología va a determinar es si a esa persona van a gustarle los hombres o las mujeres, si va a sentir atracción sexual y afectiva por personas del mismo o de diferente sexo –y si tendrá otras características de su biología y su personalidad asociadas a ello–, más allá de lo que luego haga con su vida.

      Nuestro comportamiento sexual, la vida que elegimos tener y la manera en que nos identificamos socialmente como gays o héteros –con los significados culturales, sociales y políticos que ello tiene– son cuestiones que no dependen de la biología y están condicionadas por nuestra personalidad y por el mundo en el que vivimos, en el que la orientación sexual no es algo trivial. Por eso es importante entender la diferencia entre atracción, deseo, comportamiento e identidad: si pensamos en un taxi boy que tiene relaciones sexuales con hombres por dinero, un preso que lo hace apenas mientras está en la cárcel aunque le gustan las mujeres, un hombre que se siente atraído por hombres pero se casa con una mujer por presión social y vive su homosexualidad a las escondidas u otro que se mete a cura y acepta el celibato –sin tener en cuenta a los que abusan de niños–, estamos ante situaciones que no tienen que ver con los genes, las hormonas ni nada de eso. Tampoco es biológica la rebelión política y social que nos llevó a los homosexuales a ser gays, ni el orgullo, ni la lucha por los derechos civiles, ni la forma en la que vivimos nuestra sexualidad en cada parte del mundo.

      Pero la biología sí está por detrás de nuestra atracción sexual y afectiva, que no elegimos ni podemos cambiar y que está presente desde nuestra infancia, pasando por distintas etapas de maduración a medida que crecemos.

      Diferentes investigadores estudiaron el papel de diferentes genes en la determinación de la orientación sexual, pero también de otros eventos que no son genéticos, sino ambientales, como la cantidad de testosterona y de otras hormonas que el feto recibe en el útero materno en determinadas semanas del embarazo, o con cuestiones vinculadas con el desarrollo del cerebro, como por ejemplo diferencias en la estructura de un determinado conjunto de células del hipotálamo. Inclusive el orden de nacimiento podría tener una influencia, es decir, el hecho de ser el primero, el segundo o el tercer hijo, por cambios que cada embarazo puede producir en la mujer. Fueron halladas evidencias estadísticamente relevantes del peso de diferentes factores como los anteriores en la definición de la orientación sexual, tanto en humanos como en otras especies, pero no parece que ninguno de ellos la determine por si solo en todos los individuos, sino que puede influenciarla, en interacción con otros, de formas que pueden tener diferente impacto en cada individuo, pero son significativas cuando se analiza una muestra estadística.

      Lo que está claro, como decíamos antes, es que la orientación sexual emerge durante el período prenatal, de modo que no depende de la relación con los padres, ni de la educación, ni de la influencia del entorno social, ni de ningún trauma infantil, ni de ninguna elección consciente. Y ser homosexual o heterosexual no significa ser más o menos normal o saludable, porque no hay una orientación sexual sana o correcta, como no hay un color de piel sano o correcto.

      No existe desvío, ni anomalía, ni patología, sino diversidad biológica, y lo que la ciencia estudia es por qué tenemos la orientación sexual que tenemos, del mismo modo que estudiamos por qué algunas personas tienen ojos castaños y otras, ojos verdes, o son diestras o zurdas, o por qué existen ciertas diferencias entre hombres y mujeres.

      Sabemos, al respecto, que la orientación sexual forma parte de un “paquete” mayor relacionado con el género. Es decir, que la intervención de un determinado gen o de una mayor o menor cantidad de determinada hormona durante el período prenatal no influencia apenas si nos van a gustar los hombres o las mujeres, sino también, por ejemplo, sutiles diferencias en nuestra anatomía, nuestro olfato, nuestra capacidad auditiva, ciertas habilidades específicas y aspectos de nuestra personalidad que no son necesariamente los que identificamos como parte de estereotipos culturales sobre gays y lesbianas.

      Las diferencias entre homos y héteros son mucho más amplias que la dirección del deseo sexual y muchas de ellas pueden identificarse –en términos estadísticos, no individuales– tanto en la edad adulta como en la temprana infancia. Todo adulto homosexual fue, antes, un niño o una niña diferente, en diversas cuestiones que pueden relacionarse con el género, pero que también incluyen sutiles aspectos de su anatomía y otras características que no solemos asociar al género. Lo mismo sucede con los adultos y es por ello que, a veces, percibimos que alguien es gay o hétero antes de tener cualquier evidencia de su comportamiento o sus deseos sexuales y sin que esta percepción tenga relación con las nociones populares sobre parecer gay.

      Por otra parte, si todo lo anterior no fuese suficiente para entender que no tiene sentido la búsqueda por un único gen de la homosexualidad o la heterosexualidad, aún nos queda otra razón, que LeVay explica en su libro: es muy probable que lo que la ciencia deba buscar –y los resultados de algunas investigaciones parecen confirmarlo– no sea la causa de la heterosexualidad o la homosexualidad, sino de nuestra atracción sexual por hombres o por mujeres. Es probable que, por ejemplo, determinado gen esté presente en mujeres heterosexuales y en hombres gays, u otro en mujeres lesbianas y hombres heterosexuales, porque está asociado no a la homosexualidad o la heterosexualidad, sino a la atracción sexual por hombres o por mujeres. Es decir, no sería un “gen gay”, o hétero, sino un gen ginefílico (de la atracción por mujeres) o androfílico (de la atracción por hombres). Pero es poco probable que sea el único gen responsable por eso, que ese sea su efecto primordial o exclusivo o que su sola presencia sea determinante.

      En otro de sus libros, La tabla rasa, Pinker explica que “genes individuales con consecuencias destacadas son los ejemplos más dramáticos de los efectos de los genes sobre la mente, pero no son los ejemplos más representativos. La mayoría de las características psicológicas son producto de muchos genes con efectos diminutos que son modulados por la presencia de otros genes, y no producto de un único gen con un efecto sustancial que se produce en cualquier caso. Es por ello que los estudios de gemelos idénticos (dos personas que tienen en común todos los genes) consistentemente revelan poderosos efectos sobre una característica, aun cuando la búsqueda de un único gen responsable por esa característica fracase”.

      Por ello, así como por los otros factores biológicos no genéticos que distintas investigaciones han descubierto, es improbable que exista un único gen heterosexual. Tampoco existe un único gen gay, como todos se preguntan si será posible, ya que, por puro prejuicio, a nadie se le ocurre indagar sobre la causa de la heterosexualidad.

      La primera vez que me enamoré fue en portugués.

      Yo no hablaba ni una palabra, pero fue en portugués.

      Nos habíamos conocido en un chat. Yo no frecuentaba los chats y había entrado sin saber por qué. Hacer cosas que no sabía por qué hacía era muy frecuente en esa época, en la que había muchas cosas

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