El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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nada, pero, unos días después, terminaron conversando sobre todo lo que nunca habían hablado. Desde entonces, empezaron a salir juntos cada fin de semana.

      Hace veinte años, en pleno invierno, Jang Yeong-jin atravesó nadando un río helado y llegó a China, donde pasó más de un año tratando de conseguir una forma de entrar legalmente a Corea del Sur. En el consulado de ese país en Beijing se negaban a atenderlo, le decían que se fuera, que se callara, que no iban a escucharlo, que terminaría siendo arrestado. En Shanghái fue lo mismo, no había salida. Cuando servía en el ejército, en Corea del Norte, Jang había estado cerca de la frontera y escuchaba las transmisiones de radio que llamaban a sus compatriotas a desertar y disfrutar de la libertad que el vecino del sur les prometía, y ahora se sentía traicionado y perdido. Pero no se iba a rendir: cuando vio que sería imposible llegar por las buenas, volvió a Corea del Norte y decidió seguir el camino más difícil: cruzar la frontera hacia el sur de la península, atravesando un bosque y un campo minado y extremamente vigilado de ambos lados. Fue uno de los pocos que consiguió llegar vivo, por lo que su caso salió en los diarios y provocó que el gobierno de Corea del Norte mandara a sus familiares a campos de trabajos forzados, donde al menos siete de ellos murieron, incluyendo a su madre y su hermana.

      Desde que llegó a Corea del Sur, la policía lo interrogó durante cinco meses, hasta que lo liberaron a pesar de no haber conseguido que Jang respondiera una pregunta que parecía sencilla: ¿Por qué había arriesgado su vida para cruzar la frontera entre ambos países, enfrentados desde la guerra de Corea? ¿Cuál era ese secreto que no podía contar?

      Él mismo no lo sabía; no entendía por qué había tenido que escaparse. No era un perseguido político, ni un activista, pero vivir bajo el régimen fundado por el “líder supremo” y “presidente eterno” Kim Il-sung –el abuelo del actual dictador Kim Jong-un– le resultaba insoportable por otra razón más íntima que no terminaba de comprender: “Me daba mucha vergüenza confesar que había venido hasta acá porque no sentía ningún tipo de atracción sexual por mi esposa”, recordó Jang en una entrevista publicada en 2015 por el New York Times, que contó su historia, también narrada en su novela autobiográfica A Mark of Red Honor (“Una marca de honor rojo”), aún no publicada en español.

      Yeong-jin no sabía que era gay. Mejor dicho: Yeong-jin no sabía qué era ser gay. O mejor dicho aún: Yeong-jin nunca había escuchado la palabra “homosexual”. Y tardaría un año más, después de su llegada a Corea del Sur, en conocerla –no escucharla, sino leerla por primera vez– y comenzar a entender por qué de niño sentía esa fascinación por el cuerpo de su maestro Choe Yong-ho, a quien recordaba recostado en la arena de la playa bajo un cielo azul, después de bañarse, con aquel rostro color de bronce, aquella nariz perfecta, los cabellos mojados, el pecho musculoso y masculino, las nalgas firmes. Ese deseo de convertirse en adulto, esa sensación desconocida que lo desconcertaba y hacía temblar el mundo bajo sus pies. La misma atracción que sentiría en la adolescencia por su amigo del alma Seon-chel, de quien tuvo que separarse a los diecisiete cuando ambos entraron al servicio militar obligatorio, que en Corea del Norte dura nada menos que diez años.

      Durante ese período, en el que viven encerrados en un ambiente exclusivamente masculino, sin cualquier relación con el sexo opuesto, algunos jóvenes norcoreanos experimentan situaciones de homoerotismo, pasan la noche juntos y se confortan con abrazos o contacto físico, tal vez un beso, desarrollando una forma de afecto especial, sin que eso los lleve a pensar en su sexualidad, cuenta Jang. Él mismo sintió desde el primer día que el trato que le daban algunos superiores y compañeros de armas era especial. El comandante del pelotón, que era soltero, le decía que era lindo y lo besaba en la mejilla. El “comisario político” se metía bajo su manta y lo abrazaba mientras dormía. Algunos soldados le ofrecían una manzana a cambio de que pasara la noche con ellos, apenas abrazados, porque hacía frío. Pero de eso no se hablaba. No existía. No tenía nombre, era apenas “camaradería revolucionaria”. No significaba nada más; nada que pudiera explicarse.

      De acuerdo con el periodista norcoreano Joo Sung-ha, que estudió en la Universidad Kim Il-sung en Pyongyang y ahora trabaja en el diario Dong-A Ilbo, en Corea del Sur, en su país ninguna persona corriente comprende conceptualmente qué es la homosexualidad. “En mi universidad, sólo la mitad de los estudiantes quizá haya oído la palabra. Pero inclusive para ellos, siempre fue tratada como una extraña y vaga enfermedad mental que afligía a subhumanos, y sólo se encontraba en el depravado Occidente”, declaró Sung-ha al New York Times. En Corea del Norte no hay leyes que penalicen las relaciones homosexuales, como en otros países, porque no hace falta. Simplemente se las reprime en silencio, de forma implícita, haciendo de cuenta que no existen. Y eso es posible porque, en esa sociedad hermética, aislada del resto del mundo, el gobierno decide lo que está bien y lo que está mal y hasta lo que tiene existencia o puede ser nombrado, en todos los órdenes de la vida. La homosexualidad simplemente no existe, salvo cuando, en declaraciones oficiales más para fuera que para dentro, los voceros del régimen se refieren a esa “enfermedad occidental” para descalificar a sus enemigos, como cuando en 2014 tildaron a Michael Kirby, un exjuez australiano que investigó para la ONU las violaciones a los derechos humanos en el país, de “desagradable viejo libertino con una carrera de más de cuarenta años de homosexualidad”. Pero la mayoría del pueblo no se entera de esas cosas.

      Cuando terminó el servicio militar, en 1982, Jang se casó con una mujer, como hacen todos los varones del país, inclusive los homosexuales, la mayoría sin saber que lo son. Fue un matrimonio arreglado, con una profesora de matemáticas, y en la noche de bodas él no sabía qué hacer. Cuando se fueron los invitados y, por primera vez, quedaron a solas y vio su cuerpo desnudo, apagó la luz y comenzó a pensar en la figura de Seon-chel. “Él estaba sonriendo, era una sonrisa brillante”, y Jang no lograba sacársela de la cabeza. Pero al abrir los ojos, quien estaba a su lado era su esposa. Él había aceptado ese matrimonio porque todo hombre debía aceptarlo: la vida era así, como las fórmulas matemáticas que ella enseñaba en la escuela, implacable: un hombre más una mujer era igual a hijos e hijas. Era algo dado, natural, incuestionable; pero él se sentía desesperado. “No conseguía ponerle un dedo encima a mi esposa”, cuenta en su autobiografía.

      Como el tiempo pasaba y no tenían hijos, sus familiares comenzaron a presionarlos para que vieran a un médico, tal vez uno de ellos fuese estéril, pero no. Claro que no, ese no era el problema, sino otro: en nueve años nunca habían tenido sexo. Jang pidió el divorcio, pero el gobierno se lo negó, y su esposa le pedía por favor que no la dejara, porque tenía miedo de perder su empleo de profesora si se separaba. Su vida se transformó en una prisión sin barrotes y Jang no entendía, no sabía por qué se sentía así. Cuando su amigo Seon-chel salió del ejército, se reencontraron y comenzaron a visitarse con frecuencia. Él también estaba casado, con una enfermera, y tenía dos hijos pequeños. A veces, cuando las familias se reunían, ellos dormían juntos, sólo dormían; sus esposas lo permitían porque creían que era una costumbre de la infancia. Él no sabía qué era, pero no soportaba más esa vida sin esperanzas para sí y quería librar a su esposa de un matrimonio sin amor.

      Por eso escapó, cruzó el río, volvió, atravesó la frontera a pesar de las minas y la vigilancia y los peligros, y soportó cinco meses de interrogatorios de la policía surcoreana hasta que pudo empezar una nueva vida. Y ahora estaba ahí, pero todavía no sabía bien qué significaba todo eso. ¿Para qué estaba ahí? ¿Qué quería?

      Todavía no acertaba a ponerle nombre.

      Su vida era difícil, como la de cualquier inmigrante pobre: le costó conseguir trabajo y comenzó a ganarse la vida haciendo la limpieza de un edificio en Seúl, doce horas por día, cargando el estigma de los desertores del Norte; pero algo muy importante que no tenía que ver con sus problemas materiales estaba por cambiar. Un día de 1998, finalmente, en una Corea del Sur donde la discriminación contra los homosexuales también es fuerte pero aun así no viven aislados del

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