El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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una silla para tu pareja.

      Esa palabra ambigua le hizo sospechar que su hermana sabía. Ella le confesaría más tarde que lo dijo sin pensar, pero lo cierto es que él nunca le había presentado una novia.

      Por la noche, Gastón seguía de cumpleaños, esta vez el de una amiga. Uno de sus hermanos estaba invitado y, prendido a un vaso de vino, no paraba de hablarle. Él se moría de sueño y le dijo que estaba fundido porque la noche anterior se había acostado tardísimo. Su hermano miró alrededor, lleno de chicas, y le preguntó:

      –¿Con quién estuviste? ¿Es una de las amigas de Laura? –Pero él no respondió.

      Noche siguiente, cumpleaños de su hermana menor; la tercera fiesta en dos días.

      –¿Sabías que Matías acaba de salir del armario? –le preguntó su hermano, y agregó–: Vive con otro tipo. Hay que tener huevos para ser puto.

      Gastón no supo si era una indirecta o pura casualidad. Respondió cualquier cosa y siguieron conversando, hasta que reapareció la pregunta de la noche anterior:

      –¿No me vas a decir con quién estuviste anoche? Nunca me contás nada…

      “Esto no da para más”, pensó Gastón. Tomó aire, le dio una palmadita en el hombro a su hermano y respondió:

      –Negro, no lo conocés.

      Esta historia me la contó Esteban Paulón y sus protagonistas son dos amigos suyos, Marina y Fernando, que se conocieron en la facultad, en Rosario. Ella empezaba su segunda carrera y Fernando recién llegaba de un pueblo del interior santafesino.

      Se hicieron amigos muy rápido.

      Marina se puso de novia con Gerardo, y al final se fueron a vivir juntos. Fernando hablaba siempre de Diego, con quien compartía departamento. Le había dicho que era un amigo de la secundaria que también había llegado a Rosario para estudiar y dividían gastos porque a ninguno de los dos le daban los números para vivir solo.

      Pasó el tiempo, se recibieron, Marina se casó con Gerardo y Fernando seguía viviendo con Diego. Un día, Marina se encontró en la calle con una amiga en común, que le dijo:

      –¿Sabés que el otro día conocí al primo de Fernando? Es un chico divino. Estaban haciendo juntos las compras en el supermercado.

      –Pero Fernando no vive con el primo –contestó Marina, extrañada–. Vive con Diego, un amigo de su pueblo que vino a estudiar con él cuando recién llegaron a Rosario.

      –Él me dijo que era su primo. Y sí, se llama Diego… ¡Qué sé yo! Quizá me dijo que era su primo para no explicar tanto.

      Salimos del hotel alojamiento temprano por la mañana. Costó convencerlo de ir, ya que Fede tenía miedo de que alguien lo viera salir o entrar con otro hombre. Desayunamos en el McDonald’s de la esquina y, antes de despedirnos, me dijo:

      –Esta noche voy al recital de Mercedes Sosa en el Rosedal.

      Yo también tenía pensado ir, así que le propuse que fuéramos juntos.

      –No puedo, voy con mis amigos. ¿Entendés?

      Los amigos de Fede no sabían. En realidad, nadie sabía. Así que le pregunté qué hacer si, por casualidad, nos cruzábamos:

      –Si te veo, ¿te puedo saludar?

      –Sí, claro. Pero sos un compañero de la facultad, nada más.

      Yo fui con mis amigos y Fede con los suyos. No nos cruzamos en toda la noche. Y ahí estábamos, a pocos metros el uno del otro, en medio de tanta gente, la Negra cantando y nosotros mandándonos mensajes de texto durante todo el recital.

      “No decirlo no significa que los demás no lo sepan”, dice Renata y empieza a reírse por la historia que va a contar: “Yo estaba segura de que mi amiga no sabía. Pero no solo sabía, sino que estaba enojada porque yo no confiaba en ella, así que encontró una manera de hacerme hablar. Fue tan original y me hizo reír tanto que se lo dije”.

      Estaban conversando sobre campañas gráficas, ya que ambas trabajan en publicidad, y de repente su amiga le dijo:

      –¿Viste la nueva publicidad de Exquisita?

      –No –respondió Renata.

      –Bueno, mírala y después la comentamos.

      Una semana después, la vio en la televisión: un grupo de gente cocinaba una torta gigante y la paseaba por todo el barrio. “Me empecé a reír tanto que no podía parar y al otro día, mientras iba manejando por la Panamericana, la llamé al celular y le dije:

      –Tengo que contarte algo: me estoy yendo a la casa de mi pareja, que se llama Laura. ¡Y muy buena la propaganda de Exquisita!”.

      No fue la única de sus amigas que la empujó a salir del armario. Para otra, la excusa fue su cumpleaños. Renata hacía una fiesta y, luego de pensarlo mucho, no se había animado a invitarla, porque iban a estar su pareja y todas sus amigas del ambiente. Nunca se había animado a contarle a su amiga, pero, si la invitaba a la fiesta, iba a darse cuenta.

      Uno de los invitados, cuando llegó, le dijo:

      –Tu regalo está en el auto, vení a buscarlo.

      “Salí a la calle y en el auto estaba mi amiga, a la que yo no había invitado, disfrazada de regalo de cumpleaños. Me saludó y me dio un sobre con una carta. La leí en el momento y me puse a llorar de la emoción, hasta que ella me dijo:

      –Dale, pará de llorar, entremos y presentame a tu novia”.

      Mariano y Javier no habían ido nunca juntos a bailar. En realidad, no se llaman así, pero no quieren que revele su identidad. Pese a ser hermanos y a que los dos solían salir cada fin de semana, cada uno lo hacía con sus amigos y nunca se habían cruzado. Mariano tenía ganas de salir con su hermano menor, pero había un problema: no le había contado que era gay. No podía llevarlo a los boliches que frecuentaba, ni presentarle a nadie. Por eso, vivía poniendo excusas, y eso lo hacía sentir mal. “Javier no debe entender por qué nunca lo invito a salir conmigo y va a pensar que no me siento bien con él”, pensaba.

      Una noche, su hermano lo dejó sin opción. Cuando se estaba preparando para salir, Javier se acercó y le dijo:

      –Esta noche quiero ir con vos, a donde vayas. Sos mi hermano y nunca salimos juntos, así que ya les dije a mis amigos que hoy salgo con vos. –Estaba decidido y si le decía que no, se iba a ofender.

      –No hay problema –respondió Mariano, asustado, e, improvisando, le aclaró–: Pero mirá que justo esta noche arreglé con unos amigos que los iba a acompañar a un boliche gay. ¿Estás seguro de que querés venir?

      –Sí, vamos –respondió Javier, entusiasmado.

      Desde que llegaron, Mariano se moría de miedo. En ese lugar lo conocía mucha gente y su hermano se iba a dar cuenta. Luego de un rato, buscó la forma de perderlo de vista. Un par de horas después, mientras conversaba con un flaco en la barra, lo vio.

      Javier estaba en el medio de la pista dándose un

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