Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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la precedente, para evitar contradecirme, te diré que sí.

      SÓCRATES. —¡Por Hera!, eso se llama responder bien y divinamente, mi querido amigo. Me parece, sin embargo, que si dices que sí, sucederá algo parecido al dicho de Eurípides, pues nuestra lengua estará al abrigo de toda crítica, pero no nuestra intención.[4]

      TEETETO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Si uno y otro fuésemos hábiles y sabios, y hubiésemos agotado las indagaciones sobre todo lo que es del resorte del pensamiento, no nos quedaría más que ensayar mutuamente nuestras fuerzas, disputando a manera de los sofistas, y refutando resueltamente unos discursos con otros discursos. Pero como somos ignorantes, tomaremos el partido de examinar ante todas cosas lo que tenemos en el alma, para ver si nuestros pensamientos están de acuerdo entre sí, o si ellos se combaten.

      TEETETO. —Sin duda; eso es lo que deseo.

      SÓCRATES. —Yo también. Sentado esto, y puesto que tenemos todo el tiempo necesario, ¿no podremos considerar con amplitud y sin molestarnos, pero sondeándonos realmente a nosotros mismos, lo que pueden ser estas imágenes, que se pintan en nuestro espíritu? Después de haberlas examinado, diremos, yo creo, en primer lugar, que nunca una cosa se hace más grande ni más pequeña, por la masa, ni por el número, mientras subsiste igual a sí misma. ¿No es verdad?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —En segundo lugar, que una cosa, a la que no se añade ni se quita nada, no puede aumentar ni disminuir, y subsiste siempre igual.

      TEETETO. —Es incontestable.

      SÓCRATES. —¿No diremos, en tercer lugar, que lo que no existía antes y existe después, no puede existir si no ha pasado o no pasa por la vía de la generación?

      TEETETO. —Así lo pienso.

      SÓCRATES. —Estas tres proposiciones se combaten, a mi entender, en nuestra alma, cuando hablamos de las tabas, o cuando decimos que en la edad que yo tengo, al no haber experimentado aumento ni disminución, soy en el espacio de un año, primero más grande y después más pequeño que tú, que eres joven, no porque mi masa haya disminuido, sino porque la tuya ha aumentado. Porque yo soy después lo que no era antes, sin haberme hecho tal, puesto que me es imposible devenir sin haber antes devenido, y puesto que no habiendo perdido nada de mi masa, no he podido hacerme más pequeño. Una vez establecido esto, no podemos evitar admitir una infinidad de cosas semejantes. Teeteto, ¿qué piensas de esto? Me parece que no son nuevas para ti estas materias.

      TEETETO. —¡Por todos los dioses! Sócrates, estoy absolutamente sorprendido con todo esto; y algunas veces cuando echo una mirada adelante, mi vista se turba enteramente.

      SÓCRATES. —Mi querido amigo, me parece que Teodoro no ha formado un juicio falso sobre el carácter de tu espíritu. La turbación es un sentimiento propio del filósofo, y el primero que ha dicho que Iris era hija de Taumas (el asombro), no explicó mal la genealogía.[5] ¿Comprendes, sin embargo, por qué las cosas son tal como acabo de decir, como consecuencia del sistema de Protágoras, o aún no lo comprendes?

      TEETETO. —Me parece que no.

      SÓCRATES. —Me quedarás obligado si penetro contigo en el sentido verdadero, pero oculto, de la opinión de este hombre, o más bien de estos hombres célebres.

      TEETETO. —¿Cómo no he de quedar agradecido y hasta infinitamente agradecido?

      SÓCRATES. —Mira alrededor por si algún profano nos escucha. Entiendo por profanos los que no creen que exista otra cosa que lo que pueden coger a manos llenas, y que no colocan en el rango de los seres las operaciones del alma, ni las generaciones, ni lo que es invisible.

      TEETETO. —Me hablas, Sócrates, de una casta de hombres duros e intratables.

      SÓCRATES. —Son, en efecto, muy ignorantes, hijo mío. Pero los otros, que son muchos, y cuyos misterios te voy a revelar, son más cultos. Su principio, del que depende lo que acabamos de exponer, es el siguiente: todo es movimiento en el universo, y no hay nada más. El movimiento es de dos clases, ambas infinitas en número; pero en cuanto a su naturaleza, una es activa y otra pasiva. De su concurso y de su contacto mutuo se forman producciones infinitas en número, divididas en dos clases, la una de lo sensible, la otra de la sensación, que coincide siempre con lo sensible y es engendrada al mismo tiempo. Las sensaciones son conocidas con los nombres de vista, oído, olfato, gusto, tacto, frío, caliente, y aun placer, dolor, deseo, temor, dejando a un lado otras muchas que no tienen nombre, o que tienen uno mismo. La clase de cosas sensibles es producida al mismo tiempo que las sensaciones correspondientes; los colores de todas clases corresponden a visiones de todas clases; sonidos diversos son relativos a diversas afecciones del oído, y las demás cosas sensibles a las demás sensaciones. ¿Concibes, Teeteto, la relación que tiene este razonamiento con lo que precede?

      TEETETO. —No mucho, Sócrates.

      SÓCRATES. —Fíjate en la conclusión a que conduce. Significa, como ya hemos explicado, que todo está en movimiento, y que este movimiento es lento o rápido; que lo que se mueve lentamente ejerce su movimiento en el mismo lugar y sobre los objetos próximos que engendra de esta manera, y que lo que así engendra tiene más lentitud; que, por el contrario, lo que se mueve rápidamente, desplegando su movimiento sobre objetos lejanos, engendra de esta manera, y lo que así engendra tiene más velocidad, porque corre en el espacio, y su movimiento consiste en la traslación. Cuando el ojo, de una parte, y un objeto, de otra, se encuentran y han producido la blancura y la sensación que naturalmente le corresponde, las cuales jamás se habrían producido si el ojo se hubiera fijado en otro objeto o recíprocamente, entonces, moviéndose estas dos cosas en el espacio intermedio, a saber, la visión hacia los ojos y la blancura hacia el objeto que produce el color juntamente con los ojos, el ojo se ve empapado en la visión, percibe y se hace, no visión, sino ojo que ve. En igual forma, el objeto, concurriendo con el ojo a la producción del color, se ve empapado en la blancura, y se hace, no blancura, sino blanco, sea madera, piedra o cualquier otra cosa la que reciba la tintura de este color. Es preciso formarse la misma idea de todas las demás cualidades, tales como lo duro, lo caliente y otras, y concebir que nada de esto es una realidad en sí, como decíamos antes, sino que todas las cosas se engendran en medio de una diversidad prodigiosa por su contacto mutuo, que es un resultado del movimiento. En efecto, es imposible, dicen, representarse de una manera fija un ser en sí bajo la cualidad de agente o de paciente; porque nada es agente antes de su unión con lo que es paciente, ni paciente antes de su unión con lo que es agente; y tal cosa, que en su choque con un objeto dado, es agente, se convierte en paciente al encontrarse con otro objeto. De todo esto resulta, como se dijo al principio, que nada es uno tomado en sí; que cada cosa se hace lo que es por su relación con otra, y que es preciso suprimir absolutamente la palabra ser. Es cierto que muchas veces, y ahora mismo nos hemos visto precisados a usar esta palabra por hábito y como resultado de nuestra ignorancia; pero el parecer de los sabios es que no se debe usar, ni decirse, hablando de mí o de cualquier otro, que yo soy alguna cosa, esto o aquello, ni emplear ningún otro término que signifique un estado de consistencia, y que, para expresarse según la naturaleza, debe decirse que las cosas se engendran, se hacen, perecen y se alteran sin pasar de aquí; porque si se presenta en el discurso alguna cosa como estable, es fácil rebatir a quien se conduzca de esta manera. Tal es el modo en que debe hablarse de estos elementos y también de las colecciones de los mismos que se llaman hombre, piedra, animal, sean individuos o especies. ¿Te causa placer, Teeteto, esta opinión?, ¿es de tu gusto?

      TEETETO. —No sé qué decir, Sócrates, porque no puedo descubrir si hablas conforme con

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