Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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estériles el empleo de parteras, porque la naturaleza humana es demasiado débil para ejercer un arte del que no se tiene ninguna experiencia, y ha encomendado este cuidado a las que han pasado ya la edad de concebir, para honrar de esta manera la semejanza que tienen con ella.

      TEETETO. —Es probable.

      SÓCRATES. —¿No es igualmente probable y aun necesario, que las parteras conozcan mejor que nadie, si una mujer está o no encinta?

      TEETETO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Además, por medio de ciertos brebajes y encantamientos saben apresurar el momento del parto y amortiguar los dolores, cuando ellas quieren; hacen parir a las que tienen dificultad en librarse, y facilitan el aborto, si se le juzga necesario, cuando el feto es prematuro.

      TEETETO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —¿No has observado otra de sus habilidades, que consiste en ser muy entendidas en arreglar matrimonios, porque distinguen perfectamente qué hombre y qué mujer deben unirse, para tener hijos robustos?

      TEETETO. —Eso no lo sabía.

      SÓCRATES. —Pues bien, ten por cierto que están ellas más orgullosas de esta última cualidad, que de su destreza para cortar el ombligo. En efecto, medítalo un poco. ¿Crees tú que el arte de cultivar y recoger los frutos de la tierra puede ser el mismo que el de saber en qué tierra es preciso poner tal planta o tal semilla, o piensas que son estas dos artes diferentes?

      TEETETO. —No, creo que es el mismo arte.

      SÓCRATES. —Con relación a la mujer, querido mío, ¿crees que este doble objeto depende de dos artes diferentes?

      TEETETO. —No hay trazas de eso.

      SÓCRATES. —No, pero a causa de los enlaces mal hechos de los que se encargan ciertos medianeros, las parteras, celosas de su reputación, no quieren tomar parte en tales misiones por temor de que se las acuse de hacer un mal oficio, si se mezclan en ellas. Porque por lo demás solo a las parteras verdaderamente dignas de este nombre corresponde el arreglo de matrimonios.

      TEETETO. —Así debe ser.

      SÓCRATES. —Tal es, pues, el oficio de parteras o matronas, que es muy inferior al mío. En efecto, estas mujeres no tienen que partear tan pronto quimeras o cosas imaginarias como seres verdaderos, lo cual no es tan fácil distinguir, y si las matronas tuviesen en esta materia el discernimiento de lo verdadero y de lo falso, sería la parte más bella e importante de su arte. ¿No lo crees así?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —El oficio de partear, tal como yo lo desempeño, se parece en todo lo demás al de las matronas, pero difiere en que yo lo ejerzo sobre los hombres y no sobre las mujeres, y en que asisten al alumbramiento no los cuerpos, sino las almas. La gran ventaja es que me pone en estado de discernir con seguridad si lo que el alma de un joven siente es un fantasma, una quimera o un fruto real. Por otra parte, yo tengo de común con las parteras que soy estéril en punto a sabiduría, y en cuanto a lo que muchos me han echado en cara diciendo que interrogo a los demás, y que no respondo a ninguna de las cuestiones que se me proponen, porque yo nada sé, este cargo no carece de fundamento. Pero he aquí por qué obro de esta manera. El Dios me impone el deber de ayudar a los demás a parir, y al mismo tiempo no permite que yo mismo produzca nada. Ésta es la causa de que no esté versado en la sabiduría, y de que no pueda alabarme de ningún descubrimiento que sea una producción de mi alma. En compensación, los que conversan conmigo, si bien algunos de ellos se muestran muy ignorantes al principio, hacen maravillosos progresos a medida que me tratan, y todos se sorprenden de este resultado, y es porque el Dios quiere fecundarlos. Y se ve claramente que ellos nada han aprendido de mí, y que han encontrado en sí mismos los numerosos y bellos conocimientos que han adquirido, y yo no he hecho otra cosa que contribuir con el Dios a hacerles concebir.

      La prueba es que muchos que ignoraban este misterio y se atribuían a sí mismos tal aprovechamiento, al haberme abandonado antes de lo que convenía, ya por desprecio a mi persona, ya por instigación de otro, desde aquel momento han abortado en todas sus producciones, a causa de las malas amistades que han contraído, y han perdido por una educación viciosa lo que habían ganado bajo mi dirección. Han hecho más caso de quimeras y fantasmas que de la verdad, y han concluido por parecer ignorantes a sus propios ojos y a los de los demás. De este número es Arístides, hijo de Lisímaco[3] y muchos otros. Cuando vienen a renovar su amistad conmigo, haciendo los mayores esfuerzos para obtenerla, mi genio familiar me impide conversar con algunos, si bien me lo permite con otros, y estos aprovechan como la primera vez. A los que se unen a mí les sucede lo mismo que a las mujeres embarazadas; día y noche experimentan dolores de parto e inquietudes más vivas que las ordinarias que sienten las mujeres. Estos dolores son los que yo puedo despertar o apaciguar, cuando quiero, en virtud de mi arte. Todo esto es respecto a los que me tratan. Alguna vez también, Teeteto, cuando veo alguno cuya alma no me parece preñada, convencido de que no tiene ninguna necesidad de mí, trabajo con el mayor cariño en proporcionarle un acomodamiento, y puedo decir que con el socorro del Dios conjeturo felizmente respecto a la persona a cuyo lado y bajo cuya dirección debe ponerse. Por esta razón he colocado a muchos con Pródico y otros sabios y divinos personajes.

      La razón que he tenido para extenderme sobre este punto, mi querido amigo, es que sospecho, así como tú lo dudas, que tu alma esta preñada y a punto de parir. Condúcete, pues, conmigo, teniendo presente que soy el hijo de una partera, experto en este oficio; esfuérzate en responder, en cuanto te sea posible, a lo que te propongo; y si después de haber examinado tu respuesta creo que es un fantasma y no un fruto verdadero, y si en tal caso te lo arranco y te lo desecho, no te enfades conmigo, como hacen las que son madres por primera vez. Muchos, en efecto, querido mío, se han irritado de tal manera cuando les combatía alguna opinión extravagante, que de buena gana me hubieran despedazado con sus dientes. No pueden persuadirse de que yo nada hago que no sea por cariño hacia ellos, y están muy distantes de saber que ninguna divinidad quiere mal a los hombres, y que yo no obro así porque les tenga mala voluntad, sino porque no me es permitido en manera alguna conceder como verdadero lo que es falso, ni tener la verdad oculta. Intenta, pues, de nuevo, Teeteto, decirme en qué consiste la ciencia. No me alegues que esto supera tus fuerzas, porque, si Dios quiere, y si para ello haces un esfuerzo, llegarás a conseguirlo.

      TEETETO. —Después de tales excitaciones de tu parte, Sócrates, sería vergonzoso no hacer los mayores esfuerzos para decirte lo que uno tiene en el espíritu. Me parece que el que sabe una cosa, siente aquello que él sabe, y en cuanto puedo juzgar en este momento, la ciencia no se diferencia en nada de la sensación.

      SÓCRATES. —Has respondido bien y con decisión, hijo mío; es preciso decir siempre las cosas como se piensan. Se trata ahora de examinar en conjunto si esta concepción de tu alma es sólida o frívola. ¿La ciencia es la sensación, según dices?

      TEETETO. —Sí.

      SÓCRATES. —Esta definición que das de la ciencia no es nada despreciable; es la misma que ha dado Protágoras, aunque se haya expresado de otra manera. El hombre, dice, es la medida de todas las cosas, de la existencia de las que existen, y de la no-existencia de las que no existen. Tú has leído sin duda su obra.

      TEETETO. —Sí, y más de una vez.

      SÓCRATES. —¿No es su opinión que las cosas son, con relación a mí, tales como a mí me parecen, y con relación a ti, tales como a ti te parecen? Porque somos hombres tú y yo.

      TEETETO. —Eso es lo que dice efectivamente.

      SÓCRATES.

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